lunes, febrero 27, 2012
LOGORROICO
Cuando Zalabardo me lanza la pregunta de cuántas palabras hay en nuestra lengua no puedo evitar acordarme de aquel viejo chiste en el que un individuo pregunta a otro: “Usted sabe cómo se llaman los de Cuenca?”, a lo que el interpelado, con cara de estupefacción, responde: “¿Todos?”. Y como él me pide que me deje de chistes y vaya al grano, insisto poniéndole el ejemplo de la magnífica obra teatral La lección, de Eugene Ionesco, en la que el profesor pregunta a la alumna: “¿Hasta cuántos sabe usted contar, señorita?”. Y cuando ella le responde: “Puedo contar… hasta el infinito”, él replica: “Perdóneme que se lo diga, señorita, pero eso no es posible”. Entonces ella, recapacita y corrige: “Entonces, digamos que hasta dieciséis”.
Advierto que el rostro de Zalabardo adopta cada vez tonos más avinagrados e insinuadores de que piensa que le doy largas y eludo contestarle. Así que decido coger el toro por los cuernos e intento argumentar que su pregunta tiene muy difícil respuesta y que podría asegurarle sin miedo a error que no existe nadie que sepa contestarla. Es posible determinar, mediante una mera cuestión de cómputo, cuántas palabras, entradas o lemas, hay en un diccionario, pero de ahí a lo otro media un abismo. Por ejemplo, digo, el Diccionario RAE recoge en su última versión unas 89000 entradas. Pero a esas habría que unir los americanismos, que ahora van en diccionario aparte, los regionalismos, la mayoría de los cuales no aparecen, las palabras ya en desuso o las olvidadas por antiguas. Por ejemplo: ¿qué pasa con nomames, ‘botijo’; con vilorio, ‘inquieto’, que yo oía de labios de mi madre; con estripundio, ‘cosa o persona a la que no hay que creer’, de la que gusta usar una cuñada; con el, al parecer, galleguismo tróspido, que leo recientemente, ‘que no está en buen estado’, ninguna de las cuales queda recogida en el diccionario? Aparte de que basta valerse de un mero prefijo o sufijo para encontrarnos ante un término nuevo.
En este momento, le pido que me aclare la razón por la que me somete a tal pregunta. Me contesta: “Es que he leído en un periódico logorroico y, por más que busco, no me aparece por ninguna parte”. Entonces intento aclararle que esa es una buena muestra de lo que trato de explicar. Empiezo por decirle que dicha palabra es italiana, pero que bien podría ser nuestra con que solo modificásemos la terminación –rroico por –rreico. Porque logorreico es lo mismo que verborreico (que tampoco está en el diccionario), un derivado de verborrea, que esa sí que está.
Verborrea, perdonadme el inciso erudito, nace del latín verbum, ‘palabra’ y el sufijo griego –rrea, que, a su vez deriva del verbo rhein, ‘fluir’ (de donde procede también nuestro río) y significa ‘derramamiento de palabras, exceso de palabrería’; un verborreico es una persona que habla sin parar. Logorrea, por su parte, procede del griego logos (equivalente al latín verbum), ‘palabra’ más el sufijo explicado antes. Son, claro se ve, palabras sinónimas. Un logorreico, pues, no es otra cosa que un hablador compulsivo.
¿Se pueden inventar palabras entonces?, me pregunta a continuación con un cierto tono de extrañeza. Y como para muestra vale un botón, le digo que, sobre el término que nos ocupa, sería posible crear el verbo verborrear. Distinto es, le aclaro, que tengamos éxito y la palabra se imponga. Pero, le repito, basta con coger un prefijo, un sufijo, fundir dos o más términos preexistentes o adoptar un vocablo de otra lengua para obtener uno nuevo.
Pero, fuera de cuántas palabras hay, intento razonarle, debería preocuparnos más cuántas somos capaces de utilizar. No dispongo de datos fiables, pero me parece recordar que en el ya lejano III Congreso de la Lengua Española, celebrado en Rosario (Argentina) en 2004, se ofrecieron los siguientes datos. Nuestra lengua tenía, por aquel entonces, unas 84000 palabras, recogidas en el diccionario, aunque leo que hay quien defiende que pueden llegar a ser casi 300000. Frente a esto, la realidad nos dice que un hablante de cultura media no utiliza más allá de 1000; alguien a quien consideremos muy culto utilizará sobre unas 5000; y, por último, un hablante de baja cultura no pasará de unas 240. ¿Muchas, pocas? Le digo que a mí me parece un claro índice de pobreza.
El Dirae, creo haber hablado en otra ocasión de este diccionario tan interesante (www.dirae.es) nos ofrece, entre otras cosas, la frecuencia de uso de cada uno de los términos recogidos. Eso nos muestra que si bien casa es una palabra con una frecuencia de 557.58, hombre, 525.38 o mujer, 405.98, zaquizamí, ‘desván’, solo tiene una frecuencia de 0.02. En los puestos de arriba, lógico, la preposición a presenta una frecuencia de uso de 21375.03 y la preposición desde una de 1302.1. Son datos fríos, sí, pero fáciles de analizar.
Con todo eso, y pese a los datos que ofrezco, le digo a Zalabardo, tengo que confesar que echo de menos algunas cosas del Dictionaire de l’Académie Française (http://www.academie-francaise.fr/). Digamos primero que este diccionario, cuya primera edición apareció en 1694, solo ha tenido ocho ediciones y la novena lleva en fase de elaboración desde 1992. Ello es síntoma de que tal vez lo recomendable no sea lanzar muchas ediciones, sino preparar estas con sumo cuidado (el Diccionario RAE, que apareció casi un siglo después, va ya por su 23ª edición). En el avance de la novena edición del diccionario francés podemos ver, como presentación, una serie de consejos de buen uso de las palabras, una relación de las palabras que se han introducido, una relación de palabras procedentes de otras lenguas (de ellas 20 españolas), una relación de las palabras eliminadas respecto a la edición anterior y una ortografía recomendada para palabras que puedan inducir a error. Nada de ello, creo, es posible ver en el nuestro. Le pregunto ahora yo a Zalabardo si no cree que, ya que nuestra Academia surgió a imitación de la francesa, no podríamos también imitarlos en esto.
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