Foto de Gorka Lejarcegi, tomada de EL PAÍS |
Pero resulta que el viernes pasado
me desperté, Zalabardo fue el primero en ponerme al tanto, con la noticia de la
muerte de Gabriel García Márquez. La
suya venía siendo desde hace un tiempo, como el título de una de sus novelas,
la crónica de una muerte anunciada.
Y, claro, decido dejar hemerobio
para la próxima semana. ¿Es cuestión de necrofilia, esa morbosa tendencia que
tantas veces nos atrae, que nos impele al elogio de las personas una vez que
han fallecido? Me digo que no, pero no puedo evitar el recuerdo de las palabras
de un compañero, allá en los lejanos tiempos de la Universidad: “El mérito está
en leer a los escritores cuando aún están vivos; una vez que mueren parece que
obedecemos a un rito del que no queremos quedar excluidos. Además —seguía diciendo—,
mientras viven es cuando podemos otorgarles, aparte de nuestro reconocimiento,
el premio, en forma de beneficios por ventas, que compense el sacrificio de las
muchas horas dedicadas a la creación de su obra”. No pocos escritores, hoy
considerados geniales, murieron en la indigencia porque nadie les hizo ni puñetero
caso. No es el caso de García Márquez. En vida ha recibido todo el elogio merecido. No creo que nadie discuta su calidad.
Discuto, sí, con Zalabardo, sobre las
jugarretas que nos depara la (mala) memoria. Le digo que hubiese jurado por lo
más sagrado que supe de Cien años de soledad mientras
estudiaba en la Universidad de Sevilla. E incluso habría tenido la osadía de
indicar la librería de la calle Sierpes en que compré el volumen. Craso error.
El viernes, mientras leía tanto panegírico de la figura de Gabo, caí en la cuenta de que Cien años de soledad se publicó en
1967, cuando finalizaba mi penúltimo año en Granada. Y que la primera edición
publicada en España, la que me introdujo en Macondo, es de 1969. O sea, que yo ya había concluido
mis estudios universitarios.
Lo que sí recuerdo es que leí la
novela aconsejado por amigos. Antes, una lectura alcanzaba su prestigio por vía
oral. Se leía aquello que alguien, antes que tú, había conocido y te animaba a
seguir su ejemplo. Creíamos en la palabra de los otros, venía avalada por la
garantía de que tras su consejo no se escondía ningún interés espurio. En la actualidad, por desgracia, es común que un producto literario se venda
incluso antes de estar escrito. Te fuerzan a valorar una novela antes de haber leído una sola de sus líneas. Así es el mercado y así es el negocio. Y así
crean esos superventas que nadie recuerda pasadas las dos primeras semanas.
Zalabardo sabe que huyo de ellos como de la peste. Aunque no
debemos olvidar la sentencia (en el Quijote la leemos por dos veces y también en Guzmán de Alfarache) que
Plinio el Joven atribuye a su tío, Plinio el Viejo: dicere etiam
solebat nullum esse librum tam malum ut non aliqua parte prodesset, ‘incluso solía decir que no hay
ningún libro tan malo que no tenga alguna parte de la que sacar provecho’
Otros libros, en cambio, serán
eternos. Me hice lector del Quijote (vuelvo a él con frecuencia)
durante mi etapa escolar. Un maestro de primaria nos ponía en corro y nos hacía
leer una edición adaptada que pasaba de mano en mano. De vez en cuando, interrumpía la lectura y comentaba algo del pasaje que estábamos leyendo. Desde entonces
no lo he dejado y no miento si digo que dispongo de diferentes ediciones de la
obra de Cervantes. De esa forma, o
parecida, he ido leyendo libros a lo largo de mis años. Y regreso a La Odisea, como regreso a Madame Bovary. Pero no voy a hacer aquí
ninguna lista de lecturas preferidas. A más de larga, sería incompleta.
Claro que, le digo a Zalabardo,
tengo la impresión de que hoy, a nuestros escolares, con esa dichosa manía de
la educación en valores y la corrección política, se les da mucho gato por
liebre en lugar de abrirles las puertas a la literatura que nunca perecerá.
También de Cien años de soledad
tengo varios ejemplares: la edición “canónica”, con la portada de Vicente Rojo que, según algunos, está inspirada en el juego
llamado, precisamente, macondo; la de Editorial Sudamericana de 2007, que quiso así conmemorar los
cuarenta años de su publicación y que lleva la extraña portada del galeón
hundido en medio de la selva improvisada en 1967 porque no llegó a
tiempo la encargada al mejicano Rojo;
y la que, en el mismo año, lanzó la Asociación
de Academias de la Lengua Española. A las tres vuelvo también de vez en
cuando.
Hay libros que te enganchan desde la
primera frase, desde la primera línea, desde la primera palabra casi, y ya no los puedes dejar. ¿Por qué
no querría acordarse Cervantes del
nombre de aquel lugar de la Mancha? Siempre he comentado a Zalabardo que uno de
los inicios que más me han calado ha sido el de La familia de Pascual Duarte,
de Cela: Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Esos arranques que enganchan son frecuentes en los libros de García Márquez: José Palacios, su servidor más antiguo, lo encontró flotando en las
aguas depurativas de la bañera, desnudo y con los ojos abiertos, y creyó que se
había ahogado. (El general en su laberinto);
Era inevitable: el olor de las almendras
amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. (El amor
en los tiempos del cólera); El
día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana
para esperar el buque en que llegaba el obispo. (Crónica de una muerte anunciada).
Aunque ninguno alcanza la fuerza
seductora de las primeras palabras de Cien años de soledad: Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde
remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Desde ese momento, sin
que nos demos cuenta, quedamos enredados en el ambiente en que José
Arcadio y los demás Buendía, Úrsula Iguarán, Melquiades, el coronel Aureliano,
Fernanda
del Carpio, Remedios la bella y todos los demás se nos levantan como
fantasmas que dan realidad a ese universo que es Macondo, en el que alcanza su
expresión máxima el aura mágica que ya tenía el mundo cuyas puertas nos abrió
años antes Juan Rulfo con su Pedro
Páramo. Esta novelita y Cien años de soledad están, sin duda, entre lo mejor que nunca se haya escrito en nuestra lengua.
Por esa razón, la muerte de Gabriel García Márquez no nos deja
huérfanos y sus Cien años de soledad continuarán acompañando por los siglos de los siglos a cuantos amen la literatura.
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