domingo, abril 20, 2014

LA SOLEDAD MÁS ACOMPAÑADA



Foto de Gorka Lejarcegi, tomada de EL PAÍS
            Tenía para hoy preparado un apunte que, por diferentes razones, ha ido posponiendo su aparición. Era mi intención hablar de aquellas palabras que no tienen suerte y daba como ejemplo de ellas una entre otras, hemerobio.
            Pero resulta que el viernes pasado me desperté, Zalabardo fue el primero en ponerme al tanto, con la noticia de la muerte de Gabriel García Márquez. La suya venía siendo desde hace un tiempo, como el título de una de sus novelas, la crónica de una muerte anunciada.
            Y, claro, decido dejar hemerobio para la próxima semana. ¿Es cuestión de necrofilia, esa morbosa tendencia que tantas veces nos atrae, que nos impele al elogio de las personas una vez que han fallecido? Me digo que no, pero no puedo evitar el recuerdo de las palabras de un compañero, allá en los lejanos tiempos de la Universidad: “El mérito está en leer a los escritores cuando aún están vivos; una vez que mueren parece que obedecemos a un rito del que no queremos quedar excluidos. Además —seguía diciendo—, mientras viven es cuando podemos otorgarles, aparte de nuestro reconocimiento, el premio, en forma de beneficios por ventas, que compense el sacrificio de las muchas horas dedicadas a la creación de su obra”. No pocos escritores, hoy considerados geniales, murieron en la indigencia porque nadie les hizo ni puñetero caso. No es el caso de García Márquez. En vida ha recibido todo el elogio merecido. No creo que nadie discuta su calidad.
            Discuto, sí, con Zalabardo, sobre las jugarretas que nos depara la (mala) memoria. Le digo que hubiese jurado por lo más sagrado que supe de Cien años de soledad mientras estudiaba en la Universidad de Sevilla. E incluso habría tenido la osadía de indicar la librería de la calle Sierpes en que compré el volumen. Craso error. El viernes, mientras leía tanto panegírico de la figura de Gabo, caí en la cuenta de que Cien años de soledad se publicó en 1967, cuando finalizaba mi penúltimo año en Granada. Y que la primera edición publicada en España, la que me introdujo en Macondo, es de 1969. O sea, que yo ya había concluido mis estudios universitarios.
            Lo que sí recuerdo es que leí la novela aconsejado por amigos. Antes, una lectura alcanzaba su prestigio por vía oral. Se leía aquello que alguien, antes que tú, había conocido y te animaba a seguir su ejemplo. Creíamos en la palabra de los otros, venía avalada por la garantía de que tras su consejo no se escondía ningún interés espurio. En la actualidad, por desgracia, es común que un producto literario se venda incluso antes de estar escrito. Te fuerzan a valorar una novela antes de haber leído una sola de sus líneas. Así es el mercado y así es el negocio. Y así crean esos superventas que nadie recuerda pasadas las dos primeras semanas. Zalabardo sabe que huyo de ellos como de la peste. Aunque no debemos olvidar la sentencia (en el Quijote la leemos por dos veces y también en Guzmán de Alfarache) que Plinio el Joven atribuye a su tío, Plinio el Viejo: dicere etiam solebat nullum esse librum tam malum ut non aliqua parte prodesset, ‘incluso solía decir que no hay ningún libro tan malo que no tenga alguna parte de la que sacar provecho’
            Otros libros, en cambio, serán eternos. Me hice lector del Quijote (vuelvo a él con frecuencia) durante mi etapa escolar. Un maestro de primaria nos ponía en corro y nos hacía leer una edición adaptada que pasaba de mano en mano. De vez en cuando, interrumpía la lectura y comentaba algo del pasaje que estábamos leyendo. Desde entonces no lo he dejado y no miento si digo que dispongo de diferentes ediciones de la obra de Cervantes. De esa forma, o parecida, he ido leyendo libros a lo largo de mis años. Y regreso a La Odisea, como regreso a Madame Bovary. Pero no voy a hacer aquí ninguna lista de lecturas preferidas. A más de larga, sería incompleta. 
            Claro que, le digo a Zalabardo, tengo la impresión de que hoy, a nuestros escolares, con esa dichosa manía de la educación en valores y la corrección política, se les da mucho gato por liebre en lugar de abrirles las puertas a la literatura que nunca perecerá.
            También de Cien años de soledad tengo varios ejemplares: la edición “canónica”, con la portada de Vicente Rojo que, según algunos, está inspirada en el juego llamado, precisamente, macondo; la de Editorial Sudamericana de 2007, que quiso así conmemorar los cuarenta años de su publicación y que lleva la extraña portada del galeón hundido en medio de la selva improvisada en 1967 porque no llegó a tiempo la encargada al mejicano Rojo; y la que, en el mismo año, lanzó la Asociación de Academias de la Lengua Española. A las tres vuelvo también de vez en cuando.
            Hay libros que te enganchan desde la primera frase, desde la primera línea, desde la primera palabra casi, y ya no los puedes dejar. ¿Por qué no querría acordarse Cervantes del nombre de aquel lugar de la Mancha? Siempre he comentado a Zalabardo que uno de los inicios que más me han calado ha sido el de La familia de Pascual Duarte, de Cela: Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Esos arranques que enganchan son frecuentes en los libros de García Márquez: José Palacios, su servidor más antiguo, lo encontró flotando en las aguas depurativas de la bañera, desnudo y con los ojos abiertos, y creyó que se había ahogado. (El  general en su laberinto); Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. (El amor en los tiempos del cólera); El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. (Crónica de una muerte anunciada).
            Aunque ninguno alcanza la fuerza seductora de las primeras palabras de Cien años de soledad: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Desde ese momento, sin que nos demos cuenta, quedamos enredados en el ambiente en que José Arcadio y los demás Buendía, Úrsula Iguarán, Melquiades, el coronel Aureliano, Fernanda del Carpio, Remedios la bella y todos los demás se nos levantan como fantasmas que dan realidad a ese universo que es Macondo, en el que alcanza su expresión máxima el aura mágica que ya tenía el mundo cuyas puertas nos abrió años antes Juan Rulfo con su Pedro Páramo. Esta novelita y Cien años de soledad están, sin duda, entre lo mejor que nunca se haya escrito en nuestra lengua.
            Por esa razón, la muerte de Gabriel García Márquez no nos deja huérfanos y sus Cien años de soledad continuarán acompañando por los siglos de los siglos a cuantos amen la literatura.

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