Le digo
a Zalabardo en el reencuentro que he hecho lo posible por abstraerme de esa
situación anómala buscando refugio en la lectura y los paseos. Y también he
meditado sobre la naturaleza de las redes sociales, que juzgo positivas aunque
generen peligros, riesgos y situaciones que no pueden sortearse más que bloqueando
alguna de esas extrañas amistades de Facebook o algún contacto de Whatsapp. Aunque
la decisión no resulte grata.
La
razón, le digo a mi amigo, es que me cuesta entender el nivel de intolerancia
con que no pocas personas se mueven en las redes. Que alguien defienda ideas
que no tienen por qué ser compartidas por los demás es algo lógico y natural.
Pero duele ver hasta qué punto una religión, una doctrina política, un sistema
de pensamiento― conjuntos de creencias en principio todas respetables, salvo
contadas excepciones― puede derivar hacia conductas sectarias y fanáticas. Le
digo a mi amigo que las personas debieran estar por encima de sus ideas, aunque
algunos no parecen entenderlo así.
Reflexionando
sobre esto, he recordado dos lecturas, una añeja y otra más reciente. Valle-Inclán
dice en uno de sus esperpentos: «La crueldad y el dogmatismo del teatro español
solamente se encuentra en la Biblia»; y poco más adelante: «[Nuestro teatro]
tiene toda la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática».
Y en una de las lecturas de este verano, Luis García Montero: «las
constituciones no son libros sagrados, intocables que se cierran para siempre
en un propio ser, sino obras en marcha obligadas a responder ante los cambios y
necesidades de su sociedad». Todo esto debería ser algo sabido: una gramática solo
da cuenta del estado de la lengua en un momento dado y una constitución
responde a las necesidades de un momento preciso. Si la lengua cambia o en la
sociedad surgen necesidades nuevas, gramática y constitución habrán de
adaptarse a esos cambios.
Por
desgracia, eso no es así entre nosotros. Hay quienes se empeñan en que
cualquier conjunto de ideas ―religiosas, políticas, sociales…― es inmutable por
definición o por el capricho de alguien. Grave error nacido de otro error aún
mayor: que la verdad viene siempre del mismo lado. Los que eso piensan convierten
sus ideas en dogmas sin entender, porque se empeñan en ignorarlo,
que nunca un dogma debe confundirse con un axioma.
Zalabardo
sabe bien, lo hemos hablado varias veces, que ambas palabras tienen origen
griego. Axioma, en sus inicios, significaba ‘lo que guía como
justo’ y los diccionarios actuales lo definen como ‘verdad o proposición que,
por su evidencia, no necesita demostración’. Dogma, en cambio,
significaba ‘parecer, decisión, opinión’, aunque ahora se entiende como
‘proposición o conjunto de creencias que se consideran indiscutibles e
innegables’. Con facilidad entenderemos que el axioma es algo
natural, que no necesita más que ser observado para su aceptación, mientras que
el dogma es siempre algo forzado, creado para someter a otros.
Cuando decimos que un todo está formado por la suma de todas sus partes,
nadie duda de que enunciamos un axioma. No se nos impone y no se
trata de creerlo o no, pues basta con su simple evidencia. Pero si alguien nos
dice que el autoritarismo solo se da en la extrema derecha y en el
fascismo está enunciando un dogma, una opinión que se
desea imponer pese a que puede ser rebatida con facilidad.
Axiomas
y dogmas se dan solo en todas las esferas de la vida y no solo en
las religiones o la política, aunque quizá en estas resultan más notables. El axioma
es intemporal, una verdad que está ahí y que nadie impone ni se ha de
demostrar; el dogma nace en un momento dado y por una necesidad
de someter a pensar lo mismo a todos los seguidores de ese sistema.
El austriaco Paul Watzlawick diseñó una clara teoría sobre los axiomas de la comunicación; citemos solo el primero: es imposible no comunicar. Es una verdad de Perogrullo. La comunicación no es solo un acto de voluntad, pues cualquier movimiento, cualquier palabra, cualquier vestuario, cualquier gesto, etc., puede ser interpretado; por lo tanto, no comunicar es imposible. Y en geometría, pocas cosas hay tan claras como que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos.
La
sencilla validez del axioma prevalece aunque no reparemos en
ello. Todo lo contrario que el antipático dogma, que suele nacer
de un conflicto en el que una parte pretende imponer sus creencias a los que
piensan de diferente manera. Por eso es discutible el dogma jurídico
de que no hay pena sin ley, es decir, que si no existe una ley
que lo avale, tampoco hay conducta merecedora de castigo. Tan discutible como
el referido a la nutrición que afirma que el veganismo es la única forma
de vida equilibrada.
Pero le
repito a Zalabardo que son las religiones los cuerpos de creencias más dados a
sostenerse sobre dogmas. Si no estoy equivocado, que pudiera ser,
el credo islámico, lo que se llaman cinco pilares del islamismo,
fueron expuestos por Abu Hanifah en el siglo VIII para impedir las
desviaciones de algunos grupos de fieles. Y, en la Iglesia Católica se discutió
mucho para definir el dogma de la virginidad de María,
como se discutió el problema de los hermanos de Jesús que cita el Nuevo
Testamento, que los católicos resuelven diciendo que no eran sino
primos y, los ortodoxos, hijos de un matrimonio anterior de José. Cuando
en un grupo dos o más partes se empecinan en que sus creencias son las
verdaderas, nace el conflicto, la escisión, el cisma, y cada una acaba
definiendo su opinión como dogma, que no puede discutirse ni
negarse. El axioma de que todos los ángulos rectos son
iguales es una verdad universal, anterior a Euclides, que se
limitó a expresarla. En cambio, la infalibilidad del papa ha sido
algo tan cuestionado a lo largo de los siglos que tuvo que ser formulada como dogma
por Pío IX a finales del siglo XIX.
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