Yuval Noah Harari es autor del interesante ensayo Sapiens. De animales a dioses, en el que leo: [En otro tiempo], «escribir una carta, poner la dirección y el sello en un sobre y llevarlo hasta el buzón llevaba mucho tiempo. Para obtener la respuesta se tardaban días o semanas, quizá incluso meses. Hoy en día puedo escribir rápidamente un mensaje de correo electrónico, enviarlo a medio mundo de distancia y recibir una respuesta un minuto después. Me he ahorrado toda esa complicación y tiempo, pero ¿acaso vivo una vida más relajada?». Se contesta que no, porque «la gente solo escribía cartas cuando tenía algo importante que relatar. En lugar de escribir lo primero que se les venía a la cabeza consideraban detenidamente qué es lo que querían decir y cómo expresarlo en palabras».
Antonio
Vargas Cobos, soldado que participó en la campaña de Marruecos, escribió
desde Bab-el-Sar, el 22 de julio de 1924 (se va a cumplir un siglo), una carta a
un tío suyo en la que daba cuenta de su situación. Encontré esta carta en un
libro comprado en una librería de viejo y la guardo como oro en paño. Es una
delicia comprobar cómo se esmera esta persona, casi analfabeta, para
tranquilizar a sus parientes frente a las noticias inquietantes que llegan a la
península, cómo envía recuerdos para cuantos conoce y pide que se le remitan
noticias de ellos.
Le
enseño esta carta a Zalabardo y le digo que hoy todo es diferente. Tras el
correo electrónico llegaron las redes de mensajería instantánea. Le recuerdo
que, cuando publiqué mi primera novela, me preguntaron si tenía Facebook. A mi
respuesta negativa siguió una admonición, consejo u orden, según se quiera
entender: «¡Pues ya te estás abriendo una cuenta! ¡Si no estás en Facebook y en
las redes, no eres nadie ni nadie te conoce!». Y como todo quisque, me abrí mi
cuenta y luché por ponerme al día sobre su funcionamiento. Confieso que aún no
lo he conseguido, que sigo teniendo la impresión de que, ante el imparable
aumento de «amigos» de los que nada sé, fácilmente pierde uno el norte en el
ámbito de las relaciones personales y se va hundiendo en una desesperanza difícil
de explicar. Si trato de buscar esta explicación me veo diciendo «preferiría no
hacerlo», como aquel Bartleby, empleado subalterno en la Oficina
de Cartas Muertas del cuento de Melville. Pero si me abstuviera, este
apunte acabaría aquí.
La
segunda razón es la de los tabúes y censuras: «Pero en este grupo no se habla
de…». Y ahí se inicia la larga lista de lo que no acepto que se diga, aunque yo
no muestre ningún reparo en decir lo que me apetezca. Si busco el contacto con
personas a las que aprecio y se hallan lejos, si paso por eso de entrar en un
grupo, le digo a Zalabardo, es porque siento verdaderos deseos de hablar con
ellos. ¿De qué? De todo: de lo caro que se ha puesto el pan, del último
incidente de una guerra, de política, de religión, de fútbol, del último libro
que he leído, de modas, de recuerdos de tiempos pasados, del rollo de película
que me he tragado en la tele, de que no llueve… Sé perfectamente que estar en
un grupo no supone uniformidad ni unanimidad de ideas; las personas, por
fortuna, somos diferentes y no respondemos todos al mismo patrón de
pensamiento. ¿Qué conclusión saco de esto? Pues que, por encima de todo, debo
mostrarme respetuoso frente a cualquier otro miembro del grupo y ser tolerante
con la diversidad de ideas. Dejar que cada uno se exprese libremente, como
libremente deseo expresarme yo.
Y la tercera de las razones es la del silencio en que acaban
muchos grupos. Sherry Turkle, experta en teorías de las comunicaciones,
dice que esperar respuesta a un mensaje no es cuestión de impaciencia, sino que
obedece a la lógica del diseño de la red. Si cuando conversamos de manera
presencial no callamos, ¿por qué se dilata la respuesta, o no se contesta, a un
whatsapp una vez que ya ha sido leído? Su interpretación es la siguiente. No
responder o no hacerlo en un tiempo prudencial obedece a un triple deseo: de
mostrarse dominador de la conversación, de marcar diferencias o de mostrarse
inaccesible. La verdad es que no lo sé y Zalabardo tampoco me aporta mucho. Por
mi parte, le digo a mi amigo, si estoy en un grupo, me gustaría que atendieran
a lo que digo y me contestaran como atiendo a lo que me dicen y contesto. Me
gusta compartir mis dudas y mis alegrías, y compartir las de los demás. Solo
hablando se estrechan lazos existentes y se crean otros nuevos. Si debo censurarme
o intento censurar a otros, ciertamente no me interesa ese grupo.
Tengo que regresar a Hariri, con quien comencé. Desarrolla en su ensayo la tesis de que, en los albores de la humanidad, hace decenas de miles de años, los sapiens fueron creando redes de cooperación. Ya sé que habla del nacimiento de tribus, sociedades de intereses comunes y de los futuros pueblos. Pero el ejemplo me vale para las redes sociales actuales. Lo que dice es: «Las normas que sustentaban [estas redes de cooperación] no se basaban en instintos fijados ni en relaciones personales, sino en la creencia en mitos compartidos». Entiendo esto como que lo que hace al grupo no es sino la uniformidad del pensamiento: si piensas como pienso yo, estoy contigo; si no es así, no me interesas. Esta actitud solo demuestra insolidaridad, intolerancia, negación de la libertad de cada individuo.
Hay quien dice que eso es lo que hay en las redes, que acaban por hacer aflorar lo malo que llevamos dentro y que intentamos disimular. Me resisto a aceptar esa tesis. Pienso más bien que lo que nos falta es formación en el manejo de las redes sociales, que cometemos demasiadas veces el error denunciado por Hariri, no pensar lo que queremos decir y soltar lo primero que se nos viene a la cabeza. Y si lo que queremos es solo un dedito hacia arriba o unas manos aplaudiendo, mejor que las abandonemos. Sin considerar a las redes culpables de nuestros fallos.
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