sábado, mayo 01, 2021

LA MAGIA DEL 3

 


            Tres eran tres las hijas de Elena, y ninguna era buena, Julia, Paloma y Elena es una canción popular que casi todos conocemos, aunque sea complicad rastrear sobre ella sin que nos perdamos. Julia de Asensi, que en el siglo XIX escribió un pequeño cuento llamado Las tres hijas de Elena, comienza por confesar que ignora quiénes pudieron ser y de dónde procede la vieja canción. En Granada —en su Universidad pasé tres (vaya, otra vez el 3) maravillosos años— conocí una leyenda que refiere cómo Elena de Mendoza, señora de alcurnia golpeada por la ruina, sobrevivió dedicando a sus hijas a la prostitución; de ahí lo de que ninguna era buena. Decían que tal cosa sucedió allá por el siglo XVI, pero alguien más entendido me insinuó que la historia no era no era sino una adaptación, consecuencia de la tradición oral, de una canción más antigua, Las tres morillas de Jaén (Aixa, Fátima y Mariem), que se difundió en forma de zéjel con éxito por todo Al Ándalus. Tanto que, siglos después, el propio Lorca le puso música. Más tarde, por casualidad como casi todo sucede, leí que tanto la historia de las hijas de Elena y las morillas se remontaba a una canción de tema erótico y picante del siglo X recogida por el escritor persa Abu l-Faray al Infahaní en su colección Libro de las canciones.

            Entonces, no en el siglo X, sino en mis años de Granada, no conocía aún a Zalabardo. Además, el apunte de hoy nada tiene que ver con las morillas ni con las hijas de Elena, sino con la magia de los números, asunto sobre el que mi amigo me ha consultado. Lo primero que le digo, y sirva esto para quienes sigan leyendo, es que no creo que ningún número encierre una naturaleza mágica. Distinto es que, a través de los tiempos, haya civilizaciones que sí se lo han querido otorgar. En la larga cadena de los creyentes de la magia de los números se encuadran fieles de la parapsicología como Germán de Argumosa, Jiménez del Oso o Iker Jiménez.

            Lo cierto es que, en las mentes populares y crédulas, y en otras que siendo crédulas no son populares, anidan creencias de que hay magia en los números, como lo hay en los pájaros, en los árboles, en los posos del café, en las hojas del té o en las cartas del tarot. Para embaucar, todo vale, le digo a mi amigo. Valga de ejemplo la anécdota que algunos recuerdan estos días sobre el controvertido escritor-articulista Antonio Burgos y la frase que gritó al torero Gregorio Sánchez en una ya lejana feria de Osuna, mi pueblo, frase en la que se apoyan para conceder al escritor dotes de augur. Pero es mejor que volvamos al carácter mágico o no del 3.

 


           Los más serios, atribuyen a Pitágoras la idea de que el 3 es el número perfecto: El uno es el origen de todo; de él, por acumulación, va saliendo lo demás. El dos es la diversidad y, a la vez, lo indefinido; pero el tres, unión de los anteriores, es la perfección, la armonía. Diríamos, entonces, que en las matemáticas se encierra todo el misterio y solución al caso. Platón decía que el triángulo equilátero representaba la armonía y la sabiduría. Tales de Mileto reconocía tres principios básicos: la salud, la riqueza y el entendimiento, que Gracián convirtió en santidad, salud y sabiduría y en nuestros prosaicos años ha devenido en salud, dinero y amor. O sea, tres por todos lados. Para no perdernos en lo del triángulo, no falta quien nos recuerda que en la tradición judaica, el triángulo equilátero es el ojo de la divinidad; con uno de sus vértices hacia arriba, significa el fuego y la virilidad, lo masculino; si está invertido, significa lo emocional, lo femenino. Y, en fin, el símbolo de David son dos triángulos entrelazados, o sea, un hexágono estrellado.

            Este camino de interpretaciones, aclaro a Zalabardo, conduce a otras de quienes todo lo fían a una concepción religiosa del mundo. En el cristianismo, heredero del judaísmo, el triángulo es la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo; los apóstoles, doce, sumaban cuatro veces tres, de los que uno, Pedro, negó a Cristo tres veces. Al Diablo se lo representa con un tridente. Y el catecismo nos enseñó que los atributos de la divinidad son tres: fuerza, belleza y sabiduría, como tres son las virtudes: fe, esperanza y caridad, y tres las potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad. Claro que no hay que olvidar que ya antes, mucho antes, los hindúes adoraban a su trimurti: Brahma, Visnú y Shiva, creación, conservación y destrucción, respectivamente, de cuanto existe; o que los romanos, pese a su extenso catálogo de dioses, se entregaban a su triada capitolina: Júpiter, Juno y Minerva.

            Con esto le quiero decir a Zalabardo que es muy posible que estemos hablando de lo que no son más que casualidades. Que sí, que el tres es un número que ayuda fácilmente a pensar, a clasificar las cosas. No en vano, para comenzar decimos: ¡a la una, a las dos y a las tres! Y como siempre hay quien quiera llevar la contraria, alguien dirá: Sí, pero aunque sean cuatro, ¿por qué se habla de los tres mosqueteros?

 


           Y lo que yo digo. Es que el tres es un número facilón y muy socorrido. Los revolucionarios franceses se escudaron tras su libertad, igualdad, fraternidad; si no encontramos salida a una situación, argumentamos que no hay más que sota, caballo y rey; si algo ha salido a la perfección, hablamos de un banquete con café, copa y puro; si tardamos en atinar con algo, nos defendemos diciendo que a la tercera será la vencida; que una buena frase se compone de sujeto, verbo y predicado; o que no hay buena faena taurina sin parar, templar y mandar.

            Es entonces cuando Zalabardo se queda serio, me mira y dice: si todo es como dices, pura casualidad, ¿cómo me explicas que este que escribes ahora es el apunte 927 de esta Agenda, número que es múltiplo de 3 porque en él el 3 está contenido 309 veces, con lo que, a la izquierda de la nada, el 0 (polvo somos y en polvo nos convertiremos), vemos de nuevo el 3, y a su derecha el 9, que es 3 veces 3?

            Lógicamente, me tengo que callar y decir: casualidad

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