sábado, mayo 08, 2021

CUANDO NOS ENSEÑABAN A RAZONAR

 


            El viernes, ese viernes que nació con la dolorosa noticia del incendio de la librería Proteo-Prometeo, observábamos Zalabardo y yo un amanecer velado por un leve manto de niebla y en ningún momento tal visión nos condujo a afirmar que Málaga es la ciudad de la niebla; y menos aún si, al poco rato, un sol —capitán redondo, como dijo Lorca— fue tomando el mando en un cielo de resplandeciente azul.

            Olvidamos en ocasiones que la vida es evolución y que toda evolución persigue un progreso; por eso no entiendo que muchos se mantengan anclados en no sé qué viejas ideas. Siempre he pensado que la función primordial de la educación debe ser ayudar a los alumnos a que sepan razonar por su cuenta, sin trabas, de modo que sean un día seres autosuficientes para formar sus propios juicios sobre todas las cosas. Que después se equivoquen o no, tampoco debe preocupar, pues todos nos equivocamos. Mas nunca faltará un camino para salir del error, salvo que nos aferremos a él o permitamos sin rechistar que otros nos llenen ese camino de obstáculos. Sin embargo, todavía abundan quienes piensan que el objetivo es llenar sus cabezas de datos.

            En este aprender a razonar tenía un papel fundamental esa disciplina, olvidada por muchos y detestada por otros, llamada Filosofía que, no se olvide, es solo una de las facetas de ese campo de las humanidades que hoy pretenden desterrar quienes, impúdicamente, piensan que basta y sobra con una formación exclusivamente tecnológica. ¡Cuánto daño estamos causando a las nuevas generaciones suprimiendo enseñanzas que sí son importantes y empeñándonos en imponer pines parentales y estupideces semejantes! Tal vez consideremos preferible que nuestros niños y adolescentes sean robots obedientes a las instrucciones instaladas de fábrica, pero horros de imaginación. ¿Qué necesidad hay de filosofía, arte, lenguas clásicas y esas bobadas? Bien lo resumió un ministro de mal recuerdo en tiempos pasados: Más fútbol y menos latín; ¿sería zoquete el tío?

 


           Le cuento a Zalabardo lo que me costaba moverme dentro de aquel laberíntico mundo de los silogismos. Pero aquello de Barbara, Celarent, Darii, Ferio…, las premisas, el término medio, las conclusiones, etc. me ayudó a entender el proceso del razonamiento, me enseñó a construir juicios que me permitieran argumentar hasta conseguir una conclusión. Aprendíamos, por ejemplo, que de una observación particular no es posible extraer una conclusión universal; por ejemplo, lo de la niebla de la mañana del viernes. O, por ejemplo, que, si leo que alguien ha apuñalado a otra persona, no debo condenar al cuchillo por su maldad.

            Nuestra conversación ha surgido cuando, leyendo la última novela de Javier Marías, nos hemos topado con una frase que retrata a toda nuestra sociedad actual: todas las palabras están sometidas a vigilancia. Y es verdad. Nos quedamos en la corteza que Berceo pedía dejar y no vemos el meollo al que el buen fraile nos animaba a llegar. Así, no se piensa en cómo presentar de manera interesante y clara un pensamiento, en acertar en su planteamiento, en reflexionar si eso ha sido o no dicho antes. Lo que que preocupa es cómo decirlo, qué palabras utilizar para que nadie se sienta ofendido o para que nadie nos acuse de ser tal o cual cosa. Porque, eso sí, siempre tendremos delante a alguien, individuo o colectivo, que juzgará inconveniente lo que transmitamos, no por su contenido, sino por las palabras usadas.

            La situación es tal que no puedo alabar las buenas cualidades de alguien sin que aparezca una voz susceptible preguntando si nadie más goza de ellas; no puedo opinar sobre mi rechazo de los modos de la señora Ayuso —que no me gustan—, sin que alguien, con gestos y palabras de quien se siente ofendido, me llame venezolano, como si los venezolanos no merecieran mayor respeto hacia su gentilicio; pero es que si opino sobre los modos del señor Sánchez —que tampoco me gustan—, de inmediato se me tachará de fascista. Me encuentro, pues, frente a la paradoja de no saber si soy bananero, populista, sociata, fascista, comunista o qué sé yo, porque me llamarán de todo. Si pretendo hablar de los ciudadanos italianos, no faltará el colectivo escandalizado que me acuse de despreciar a las italianas y a les italianes. Le digo a Zalabardo que me veo caminando por el filo de una navaja cada vez que tengo necesidad de utilizar determinadas palabras: porque no le veo sentido a sustituir negro por subsahariano; porque, como profesor de literatura, no sabría explicar a mis alumnos la historia del Abencerraje y Jarifa sin referirme a ese género literario en que moros y cristianos, aun adversarios, mostraban un comportamiento gentil, caballeroso y educado; porque no sé por qué ciego ha de ser peyorativo y discapacitado visual no. Y, claro, quedo marcado por el estigma de ser políticamente incorrecto, de no utilizar lenguaje inclusivo y de no sé cuántas cosas más.



            Todo esto lo supero, le digo a Zalabardo, teniendo la conciencia clara de que nunca miro a nadie por su condición social, por el color de su piel, por sus creencias políticas o religiosas, por su tendencia social u orientación sexual, porque sé que ningún inmigrante viene a robarme nada, que ninguna mujer es inferior por ser mujer o que el índice de delincuentes ‘educados’ en ricos colegios del país supera al de los que vienen del exterior.

            Zalabardo me consuela y me dice compartir la idea de que nunca algo singular puede ser elevado a categoría universal. Me pide que mire el Parlamento, lugar, afirma, donde se ofende a la palabra que le da nombre, pues parlamentar es debatir, argumentar, razonar; y lo que allí se va instalando, ay, es el insulto soez y el rebuzno irracional, las más de las veces. No en todos, claro está, porque, y eso me lo enseñó esa filosofía que destierran, pero que a mí me ayudó a razonar, no es igual decir algunos políticos que todos los políticos. Ojalá la palabra algunos no implique jamás una cantidad igual o superior a la señalada por la palabra todos. Y me recuerda mi amigo que diga aquí que, de no ser por el latín, el gentilicio que se aplicaría a aquel ministro mencionado no sería egabrense, sino otro más feo.

No hay comentarios: