sábado, mayo 06, 2023

TREINTA DÍAS TIENE NOVIEMBRE...


Escribió García Lorca que «si el Sueño finge muros / en la llanura del Tiempo, / el Tiempo le hace creer / que nace en aquel momento». El tiempo, comento con Zalabardo, tiene la desagradable costumbre de ser mentiroso. Nos hace creer que lo dominamos, que lo controlamos a nuestro capricho. La realidad es muy diferente, pues es el tiempo quien nos controla y juega con nosotros.

            Sin embargo, los humanos no cejamos en este afán por tenerlo fiscalizado y regulado. En el remoto origen de la especie, los humanos ―cazadores, recolectores, agricultores después―, necesitaron conocer los ciclos de crecimiento y de reproducción de lo que constituía su sustento. Y, observadores, descubrieron que esos ciclos se ajustaban a los del movimiento aparente de los astros; en especial, la luna y el sol. Se fueron amoldando a ellos y así aprendieron cuándo sembrar una cosa u otra, cuándo proceder a la cosecha…; todas esas rutinas que constituían sus vidas. Un repaso de la historia de las diferentes civilizaciones sirve para ver la variedad de calendarios que han existido. Si en un principio los calendarios regulaban los momentos para las faenas agrícolas, más tarde fueron añadiendo pronósticos meteorológicos, predicciones sobre sucesos que acaecerían, profecías sobre calamidades o hechos felices… Estamos en pleno siglo XXI, le digo a Zalabardo, y todavía encontramos, en España, que se sigue publicando el famoso Almanaque Zaragozano, reflejo de aquellos antiguos.

            Si en el apunte anterior se hablaba de la relación entre mes y luna, hoy vamos a fijarnos más en los nombres de los meses y algunas otras cuestiones curiosas relacionadas con el asunto. Los primeros calendarios que conocemos eran lunares. La referencia de medida era el ciclo lunar. Miremos el calendario romano, que es la base del que aún rige. Espero no liarme demasiado y ser claro, le advierto a Zalabardo, al explicar por qué unos meses tienen 31 días y otros 30, a la vez que el pobrecito febrero queda con 28.

 

           Los romanos, se dice que en la época de Rómulo y Remo, atendiendo a estos ciclos lunares, crearon un calendario con diez meses de 29 días: martius, aprilis, maius, iunius, quintilis, sextilis, september, october, november y december. El comienzo del año lo fijaba nuestro marzo. ¿Qué pasaba con enero y febrero? No es que no existieran, sino que, por ser el tiempo del más riguroso invierno, en que no había ninguna labor agrícola ni ganadera que atender, no se les hacía ni puñetero caso y se los dejaba fuera. Se cuenta que sería Numa, sucesor de Rómulo quien los incorporó al calendario como meses once y doce.

            ¿Y los nombres? Cuatro se derivan de divinidades diferentes; y al resto se los conocía por su orden. Le aviso a Zalabardo que, aunque hoy diciembre sea el mes doce, en aquellos tiempos era el décimo, y a eso obedece su nombre. Le seguían enero y febrero, aún sin nombre. Sobre el nombre de marzo hay teorías distintas. Unos dicen que es en honor de Marte, el Ares griego, dios de la guerra, padre de Rómulo y Remo, según la leyenda. Pero el Marte romano era distinto al Ares griego; designaba también a una deidad de naturaleza agrícola anterior, Mavorte. Por eso, marzo, mes en que ya ha pasado el invierno, señalaba tanto el periodo en que se podían iniciar las guerras, como el momento en que todo comienza.

            También plantean dudas los nombres de otros meses. Aprilis, según unos, es el mes consagrado a Venus (Afrodita), diosa del amor y de la belleza, nacida de la espuma (en griego aphrós), aunque otros sostienen que viene de aperire, ‘abrir’, porque es el mes en que la naturaleza renace con la primavera. Maius se explica tanto como mes consagrado a Maia, la pléyade que representa la fertilidad, o como mes dedicado a Júpiter máximum, ‘el mayor’, e incluso el mes en que se honra a los mayores. Y si para unos iunius es el mes de Juno, otros lo relacionan con ianua, ‘puerta’, por ser comienzo del mejor tiempo. Los demás ya no presentan problemas.



            Pero he aquí que el amigo Julio César, en el siglo I a.C., decidió llevar a cabo unas reformas para adaptar el calendario al de los egipcios, que era solar, con 365 días, que se consiguieron así: los meses impares tendrían 31 días y los pares, 30. Salvo febrero, que, por ser último, no necesitó que se le sumara ninguno, pues ya se habían alcanzado los 365 días. Más tarde, enero y febrero pasaron a los lugares que aún hoy conservan porque, siendo enero la fecha en que se renovaban los cargos políticos, pareció conveniente que con ellos se iniciase el año. Ianuarius recibió ese nombre por Jano, dios de los portales; y februarius por el dios etrusco Februa. Finalmente, para dejar marcado su sello, el mes quintilis, el quinto, pasaría a llamarse julius. Ninguno de estos cambios afectaría a la incongruencia de que septiembre, octubre, noviembre y diciembre mantuviesen sus nombres pese a ocupar los lugares noveno, décimo, undécimo y duodécimo, respectivamente.

            Octavio Augusto, sobrino nieto de Julio César, también quiso meter mano en el calendario. Una de sus reformas fue poco original, llamar augustus, agosto, a sextilis. Otra da muestras de su carácter vanidoso. El mes que llevaba su nombre debería tener, al menos, tantos días como el de su tío abuelo, es decir, 31. Ese día lo ganó a costa de quitar uno a febrero, que quedó con 28. Y para que se mantuviese la norma de que los meses impares debían ser más largos (con excepción de agosto), al tiempo que septiembre y noviembre pasaron a tener 30, octubre y diciembre pasarían a 31. El porqué de los años bisiestos quedará para otra ocasión, si se tercia, le digo a Zalabardo.

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