Zalabardo, casi siempre adoptando un
tono cándido que muchas veces no es sino una argucia para pillarme en algún renuncio,
me planteó un día cuál es la razón de que al periodismo, y por extensión a
todos los medios de comunicación, se les llame el cuarto poder. Cuando me
plantea alguno de estos asuntos, según me coja el cuerpo le respondo si cree
que soy Calepino o, incluso, me
limito a repetirle las palabras de Covarrubias:
Ya tengo advertido que yo no estoy
obligado a que los romancistas me perciban [sigan] claramente en todo, y habiendo de cumplir con mi instituto [intención] de dar las etimologías de los vocablos para
acudir a sus fuentes, sería más que turbar el agua, porque la perdería; cada
uno tome lo que pudiere.
Pero al final, siempre cedo y, si no
tengo respuesta a su pregunta, me afano en buscarla. Esta de hoy es, sin
embargo fácil. En el largo transcurso de la historia de la humanidad, es fácil
ver que durante mucho tiempo triunfaron los sistemas absolutistas, encabezados
por reyes que hacían y deshacían a su antojo. Aún hoy advertimos ejemplos de países
en los que impera esta clase de monarquías y grupos religiosos que dictan con rigidez
normas de conducta para una sociedad. Pero vamos a la pregunta de Zalabardo. En
el siglo xviii, con la Ilustración,
la burguesía buscaba un estatus diferente y un cambio de régimen. Montesquieu, por ejemplo, escribió que
debería ser función de la autoridad dictar
leyes, ejecutar resoluciones públicas y juzgar las causas y pleitos entre los
ciudadanos. Ya tenemos ahí la base de uno de los principios instaurados por
la Revolución
Francesa: la división de poderes, independientes entre ellos: ejecutivo,
legislativo
y judicial.
Vemos, pues que son tres. Poco después, un irlandés, Edmund Burke, padre del conservadurismo moderno, fue clarividente
para observar la influencia que sobre la sociedad ejercía la prensa, al margen
de los tres poderes establecidos. Creo que fue él quien acuñó la expresión cuarto
poder al periodismo.
Al hilo de lo anterior, aprovecho
para hacer notar a mi amigo la existencia de ordinales que tienen algo de
extraordinario al formar parte de expresiones comunes. Y le hablo de la quinta
columna, de estar en el quinto pino o de hallarse en el séptimo
cielo. No son los únicos casos, pero creo que estos pueden ilustrarnos
un poquitín.
¿Y qué sucede con el quinto
pino? Estar en él o mandar allí a alguien supone estar lejos de todo
lugar frecuentado, lo más distante posible de un sitio; vamos, donde Cristo dio las tres voces, como también
suele decirse. ¿Cuál es ese quinto pino? La historia es la
siguiente: En el siglo xviii,
durante el reinado de Felipe v (¡ojo, que nadie lo confunda con
el actual, que tiene un palito más!), en Madrid se comenzó a plantar una serie
de árboles, pinos concretamente, empezando a la altura del Museo del Prado y
llegando hasta lo que hoy son los Nuevos Ministerios, donde estaba el
que hacía el número cinco. Pero esta zona se encontraba ya en las afueras de la
ciudad. La gente, para discutir sus asuntos, se citaban escogiendo como lugar
de reunión los pinos. Por lo general, los más cercanos, el primero o el segundo
y, si acaso, el tercero. Los enamorados y quienes procuraban un lugar escondido
para sus encuentros, se citaban lo más lejos posible, es decir, en el quinto
pino. Más lejos, imposible. ¿Es eso así de verdad? Por lo menos es verosímil.
Y queda el séptimo cielo. Cualquier
diccionario nos dirá que el séptimo cielo es un lugar
extremadamente placentero, donde uno desearía encontrarse. En su explicación se
cruzan dos nociones, ambas, aunque con mayor seguridad la segunda, de origen
hebreo. Según la primera, en la tradición hebrea (heredada por otras culturas)
de conceder un valor mágico a los números, el siete ocupa un lugar especial: la
creación se hace en siete días, el menorá o candelabro ritual judío tiene siete
brazos, los días de la semana son siete, la sabuduría se asienta sobre siete
pilares, siete son los sacramentos y siete los arcángeles. Muchas cosas más se
reúnen en torno al número siete (los enanitos de Blancanieves, los sabios de
Grecia, las vidas de un gato, las bellas artes, las maravillas del mundo, las
notas musicales, los Niños de Écija, etc.).
La segunda se remonta a la
cosmografía hebrea. Lo leo en Los mitos hebreos, la obra de Robert Graves. En el midrash
Konem, uno de los libros exegéticos de los textos bíblicos, se explica
que había siete Tierras a las que correspondían siete cielos. No eran Tierras y
cielos independientes, sino todos conjuntados y organizados como una especie de
cebolla. Los cielos, que es lo que nos interesa, se llamaban: wilo
(cortina), Raqi’a (firmamento), Shehaquin (nubes), Zebhul
(moradas), Ma’on (residencia), Makhon (emplazamiento) y ‘Arabhoth
(llanuras). Precisamente en el último, el séptimo cielo, se lee en el midrash
que habitan la Justicia, la Ley y la Caridad, los tesoros de la Vida, la Paz y
la Bendición, las almas de los justos, las almas de los que no han nacido
todavía, el rocío con que Dios resucitará a los muertos, el carro que vio
Ezequiel en una visión, los ángeles oficiantes y el Trono Divino. Con este
panorama, me parece claro que todos queramos estar en el séptimo cielo mejor que
en el quinto infierno que, por cierto, ignoro dónde está o cuántos
son.
Creo, y fijaos que digo creo, que la
Biblia
cita hasta dieciocho formas de infiernos. Y ya comencé con Calepino y Covarrubias, con
ellos acabaré. El primero se limita a decir que infierno es lo que está debajo;
el segundo escribe algo más: en rigor es
todo aquello que está debajo de nuestros pies, como lo que está sobre nuestra
cabeza. Algunas veces, la Sagrada Escritura significa la sepultura, como parte
inferior de la superficie de la tierra; y dentro desto hay tantos ejemplos que
no me resuelvo a citar ningún lugar.
Así pues, digo a mi amigo: si Calepino es tan parco en su explicación
y Covarrubias duda y no se atreve a
dar ejemplos, ¿cómo quieres que lo sepa yo?
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