viernes, junio 20, 2014

DEL QUINTO PINO AL SÉPTIMO CIELO



            Zalabardo, casi siempre adoptando un tono cándido que muchas veces no es sino una argucia para pillarme en algún renuncio, me planteó un día cuál es la razón de que al periodismo, y por extensión a todos los medios de comunicación, se les llame el cuarto poder. Cuando me plantea alguno de estos asuntos, según me coja el cuerpo le respondo si cree que soy Calepino o, incluso, me limito a repetirle las palabras de Covarrubias: Ya tengo advertido que yo no estoy obligado a que los romancistas me perciban [sigan] claramente en todo, y habiendo de cumplir con mi instituto [intención] de dar las etimologías de los vocablos para acudir a sus fuentes, sería más que turbar el agua, porque la perdería; cada uno tome lo que pudiere.
            Pero al final, siempre cedo y, si no tengo respuesta a su pregunta, me afano en buscarla. Esta de hoy es, sin embargo fácil. En el largo transcurso de la historia de la humanidad, es fácil ver que durante mucho tiempo triunfaron los sistemas absolutistas, encabezados por reyes que hacían y deshacían a su antojo. Aún hoy advertimos ejemplos de países en los que impera esta clase de monarquías y grupos religiosos que dictan con rigidez normas de conducta para una sociedad. Pero vamos a la pregunta de Zalabardo. En el siglo xviii, con la Ilustración, la burguesía buscaba un estatus diferente y un cambio de régimen. Montesquieu, por ejemplo, escribió que debería ser función de la autoridad dictar leyes, ejecutar resoluciones públicas y juzgar las causas y pleitos entre los ciudadanos. Ya tenemos ahí la base de uno de los principios instaurados por la Revolución Francesa: la división de poderes, independientes entre ellos: ejecutivo, legislativo y judicial. Vemos, pues que son tres. Poco después, un irlandés, Edmund Burke, padre del conservadurismo moderno, fue clarividente para observar la influencia que sobre la sociedad ejercía la prensa, al margen de los tres poderes establecidos. Creo que fue él quien acuñó la expresión cuarto poder al periodismo.
            Al hilo de lo anterior, aprovecho para hacer notar a mi amigo la existencia de ordinales que tienen algo de extraordinario al formar parte de expresiones comunes. Y le hablo de la quinta columna, de estar en el quinto pino o de hallarse en el séptimo cielo. No son los únicos casos, pero creo que estos pueden ilustrarnos un poquitín.

           Quinta columna y el adjetivo quintacolumnista son términos y conceptos aportados por nuestra lengua a todas las demás. Se dice que su invención se debe al General Mola (otros se la atribuyen a Varela), quien, durante la guerra civil española, en una de sus alocuciones desde Radio Sevilla, dijo que mientras hacia Madrid marchaban cuatro columnas bajo su mando, en la capital trabajaba, de manera clandestina, una quinta columna partidaria de la sublevación. Por tanto, un quintacolumnista es la persona que, durante un conflicto bélico, trabaja de modo oculto dentro de territorio enemigo a favor de su bando. Pero, le digo a Zalabardo, pudiera existir un antecedente de la expresión. En agosto de 1870, Próspero Merimée escribía a la condesa de Montijo, doña Manuela Kirkpatrick, una carta en la que le decía (hago la traducción un poco a la ligera) refiriéndose al conflicto de Francia con Prusia: Desgraciadamente, aunque la invasión sería rechazada, el peligro no está enteramente conjurado. Existe un cuarto ejército de M. Bismark, y este se encuentra en París. Y a continuación le cuenta que la emperatriz, su hija, nuestra Eugenia de Montijo, casada con Napoleón iii, le había confesado: El Poder legislativo nos da un triste espectáculo y todos los días temo una nueva locura. No han cambiado mucho las cosas, si meditamos un poco. En cualquier caso, la expresión que ha trascendido a todas las lenguas es la española quinta columna y no la francesa cuarto ejército.
            ¿Y qué sucede con el quinto pino? Estar en él o mandar allí a alguien supone estar lejos de todo lugar frecuentado, lo más distante posible de un sitio; vamos, donde Cristo dio las tres voces, como también suele decirse. ¿Cuál es ese quinto pino? La historia es la siguiente: En el siglo xviii, durante el reinado de Felipe v (¡ojo, que nadie lo confunda con el actual, que tiene un palito más!), en Madrid se comenzó a plantar una serie de árboles, pinos concretamente, empezando a la altura del Museo del Prado y llegando hasta lo que hoy son los Nuevos Ministerios, donde estaba el que hacía el número cinco. Pero esta zona se encontraba ya en las afueras de la ciudad. La gente, para discutir sus asuntos, se citaban escogiendo como lugar de reunión los pinos. Por lo general, los más cercanos, el primero o el segundo y, si acaso, el tercero. Los enamorados y quienes procuraban un lugar escondido para sus encuentros, se citaban lo más lejos posible, es decir, en el quinto pino. Más lejos, imposible. ¿Es eso así de verdad? Por lo menos es verosímil.
            Y queda el séptimo cielo. Cualquier diccionario nos dirá que el séptimo cielo es un lugar extremadamente placentero, donde uno desearía encontrarse. En su explicación se cruzan dos nociones, ambas, aunque con mayor seguridad la segunda, de origen hebreo. Según la primera, en la tradición hebrea (heredada por otras culturas) de conceder un valor mágico a los números, el siete ocupa un lugar especial: la creación se hace en siete días, el menorá o candelabro ritual judío tiene siete brazos, los días de la semana son siete, la sabuduría se asienta sobre siete pilares, siete son los sacramentos y siete los arcángeles. Muchas cosas más se reúnen en torno al número siete (los enanitos de Blancanieves, los sabios de Grecia, las vidas de un gato, las bellas artes, las maravillas del mundo, las notas musicales, los Niños de Écija, etc.).
            La segunda se remonta a la cosmografía hebrea. Lo leo en Los mitos hebreos, la obra de Robert Graves. En el midrash Konem, uno de los libros exegéticos de los textos bíblicos, se explica que había siete Tierras a las que correspondían siete cielos. No eran Tierras y cielos independientes, sino todos conjuntados y organizados como una especie de cebolla. Los cielos, que es lo que nos interesa, se llamaban: wilo (cortina), Raqi’a (firmamento), Shehaquin (nubes), Zebhul (moradas), Ma’on (residencia), Makhon (emplazamiento) y ‘Arabhoth (llanuras). Precisamente en el último, el séptimo cielo, se lee en el midrash que habitan la Justicia, la Ley y la Caridad, los tesoros de la Vida, la Paz y la Bendición, las almas de los justos, las almas de los que no han nacido todavía, el rocío con que Dios resucitará a los muertos, el carro que vio Ezequiel en una visión, los ángeles oficiantes y el Trono Divino. Con este panorama, me parece claro que todos queramos estar en el séptimo cielo mejor que en el quinto infierno que, por cierto, ignoro dónde está o cuántos son.
            Creo, y fijaos que digo creo, que la Biblia cita hasta dieciocho formas de infiernos. Y ya comencé con Calepino y Covarrubias, con ellos acabaré. El primero se limita a decir que infierno es lo que está debajo; el segundo escribe algo más: en rigor es todo aquello que está debajo de nuestros pies, como lo que está sobre nuestra cabeza. Algunas veces, la Sagrada Escritura significa la sepultura, como parte inferior de la superficie de la tierra; y dentro desto hay tantos ejemplos que no me resuelvo a citar ningún lugar.
            Así pues, digo a mi amigo: si Calepino es tan parco en su explicación y Covarrubias duda y no se atreve a dar ejemplos, ¿cómo quieres que lo sepa yo?

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