sábado, enero 14, 2023

SOBRE NOMBRES Y APODOS

Hace unos días, visitando Benaoján, viví una divertida historia que cuento a Zalabardo. Hablábamos con un hombre del lugar que, en un momento de la conversación, nos preguntó: «¿Qué han venido, a ver el pueblo?» Con intención de hacer un chiste, le respondí: «Es que ya que hemos estado visitando el Gato ―la cueva―, no queremos irnos sin visitar a los ratones». El hombre, con toda naturalidad, siguió: «¿Son ustedes familia de ellos?» Su pregunta obedecía a que, cosa que ignorábamos, en ese pueblo hay una familia a quienes apodan los Ratones.

            Que el nombre es importante no ofrece dudas. Todo lo que es tiene su nombre e incluso se dice que lo que carece de él no existe. El nombre es la palabra que designa y distingue tanto a los seres vivos o inertes como a los objetos físicos y a los conceptos abstractos. Ya en el Génesis, cuando se narra el proceso de la creación, se afirma que, según iba creando algo, Yahvé lo llamaba de una forma y que, una vez creado el hombre, al que hizo dominador de cuanto existía, mandó pasar ante él a todos los seres vivos «para que viera qué nombre les daba, y tal como el hombre llamara a cualquier ser vivo, ese sería su nombre».

            Según esto, le digo a Zalabardo, al ser los humanos «seres superiores», nos corresponde un nombre único, que convenga a cada uno y lo individualice (Juan, Felipe…); ese es el nombre propio. Todos los demás, «seres subordinados», deberán aguantarse con un nombre genérico, el nombre común (gallina, olivo…). Revisada la mayor parte de los mitos de creación de las principales culturas, observamos que la gente, la humanidad, en sus albores, era escasa. Por tanto, distinguir a cada uno era cosa fácil: Adán, Eva, Caín… ¿Quién iba a confundirlos si no había nadie más? En el más antiguo de los libros conocidos, el Poema de Gilgamesh, vemos que es así; los nombres son Gilgamesh, Enkidu, Siduri, Utnapisthim… Y nadie los confundía.

            Pero, claro, como Yahvé impuso el mandato «creced y multiplicaos», cada día había más gente. Consecuencia: empezaron a matarse unos a otros porque, al parecer, no cabían todos y, en cuanto a los nombres, llegó un momento en que el catálogo pareció agotarse ―y mira que hay nombres raros― y fue preciso ir añadiendo algo a cada uno para no confundirse. Así vemos, en la Ilíada, que lo más frecuente es unir a cada nombre el del padre para distinguirlo de cualquier otro. Por eso hay un Áyax, hijo de Telamón, y un Áyax, hijo de Oileo. Y casi todos los héroes de la guerra de Troya se nos citan de esta manera: Menelao, hijo de Atreo; Elefénor, hijo de Calcodonte o Menesteo, hijo de Péteo.

            O sea, se inventaron los apellidos que, a lo que se ve, casi desde el origen y en todas partes siguen un modelo común: padre o familia de la que se procede. Eso explica nuestros Diéguez (hijo de Diego), Fernández (hijo de Fernando) y demás. Pero, en no pocas ocasiones, para variar, el apellido puede surgir del lugar de procedencia o del oficio a que uno se dedica: Sevilla, Platero, Zapatero… Y en el caso de los judíos españoles obligados a convertirse, el apellido era muy comúnmente el nombre de un santo: Sampedro, Santamaría… Nada de esto es cosa de hoy; En el Nuevo Testamento nos encontramos, por ejemplo, con María Cleofás (porque Cleofás era su marido), María Magdalena (porque era de Magdala) y el mismísimo Jesús de Nazaret.

            Yo iba lanzado contándole todo esto a Zalabardo hasta que, en un momento, me interrumpió: «Muy bien todo eso que dices; pero ¿qué tiene que ver con los Ratones de Benaoján?» Abandono, pues, el camino que llevaba y le explico que, a cada día que pasa, el asunto se complica más. Por ejemplo, si el padre de Jesús era José de Nazaret, a nadie se le escapa que, aunque en aquella época Nazaret pudiese ser una población pequeña, es seguro que habría más de un José. ¿Solución? Se recurre a un nuevo elemento de diferenciación y hablamos de José de Nazaret, el carpintero. En otros lugares y en otras épocas el asunto se solventó, como en España modernamente, usando también un segundo apellido, que procede de la madre: José Álvarez Domínguez (en teoría ‘hijo de Álvaro y de Dominga’).

            Y como la imaginación popular es inagotable, lo que tampoco es nuevo, no se desprecia unir al nombre un apelativo (rasgo, cualidad, defecto…) que distinga al nominado. En el Poema del Cid, el héroe se llama Rodrigo Díaz, lo normal, pero también de Vivar (por su pueblo) y Cid Campeador (como lo llamaban los musulmanes contra los que luchaba). A ver quién confunde a ese. Y el personaje más cercano a él era Minaya (un vasquismo, ‘mi hermano’) Alvar Fáñez, el de ardida lanza (‘animosa lanza’, ‘valiente guerrero’).

            Con lo que vamos entrando, le digo a Zalabardo para aclarar su duda, en el campo de los apodos y los motes, que, siendo más comunes en zonas rurales, se dan en todas partes. Aunque apodos y motes no son exactamente lo mismo, aquí los vamos a tratar como sinónimos. El apodo o mote es una cualidad, o un defecto, por el que se distingue a una persona y que, en ocasiones se transmite de generación en generación. Miguel Delibes, en sus novelas, presenta estos personajes: Daniel el Mochuelo, Roque el Moñigo, Germán el Tiñoso, las Guindillas, Gerardo el Indiano, el Tío Ratero, el Nini, don Anteo el Poderoso, doña Resu el Undécimo Mandamiento

            Los motes y apodos son un material de gran valor etnográfico y servirían para estudiar el trasfondo social de la población en que se emplean. El cantaor Alonso Núñez, conocido como Rancapino, es hijo de Orillito y nieto de la Obispa. En mi pueblo, entre los que recuerdo y los que algunos amigos me hacen llegar, hay apodos como estos: Dientejaca, Tumbaollas, Sapa, Tanque, Jeringoslacios, Chocolate, Rascahuevos y algunos más. Pero, le añado Zalabardo, como pocas cosas hay nuevas bajo el sol, también los apodos tienen una larga tradición. Por ejemplo, Cayo Julio César se llamaba así por caesarius, ‘cabellera’, en razón de que era casi calvo; y Marco Tulio Cicerón, por cicer, ‘arveja’, porque tenía una verruga que parecía tal.

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