viernes, enero 06, 2023

HISTORIA DE PALABRAS: ESTENTÓREO

Esténtor es un personaje que se cita en la Ilíada una sola vez, en el canto V, y, además, solo para aludir a tremendo vozarrón: Hera se detuvo y dio un grito como los de Esténtor, de voz broncínea, cuyo grito era tan fuerte como el de cincuenta hombres. Si su recuerdo ha perdurado hasta nosotros es, en gran medida porque en los diccionarios leemos que el adjetivo estentóreo significa ‘[referido a la voz] muy fuerte, ruidoso o retumbante’, y procede de una voz tardolatina, derivada, a su vez de un griego formado a partir del nombre de este personaje que citamos.

            Le cuento a Zalabardo que son frecuentes los nombres propios formados a partir de otros comunes o de adjetivos con los que se quiere destacar una cualidad de la persona que lo luce. En La celestina, el nombre de Calisto se deriva del kalós, y significa ‘hermoso, apuesto’. Sobre el de Melibea, también de origen griego, se ha escrito bastante, pues unos defienden que significa ‘la que cuida bueyes’, mientras otros, quizá más, piensan que quiere decir ‘la que es dulce como miel’.

            En el asunto que nos ocupa hoy, lo curioso es que mientras muchos nombres derivan de un adjetivo o señalan una cualidad (Ambrosio, ‘inmortal’; Isabel, ‘consagrada a Dios’; Sofía, ‘la que tiene sabiduría’; Iker, ‘portador de buenas noticias’, etc.), en el caso de Esténtor, origen de estentóreo, nos encontramos con el proceso inverso. Lo que ya se cita menos es que Esténtor tiene su razón de ser en la raíz indoeuropea (s)tend-, ‘trueno’, que da el verbo griego sténo, del que proceden nuestros tronar, trueno, tronido, atónito, detonar, estruendo y otros.

            En este punto podríamos considerar acabado el apunte, pero le cuento a Zalabardo que ese adjetivo nos sirve para contar otras cosas. Por ejemplo, el caso llamativo de que el que fuera presidente del Atlético de Madrid y alcalde de Marbella, Jesús Gil, no por descuido, sino por simple desconocimiento, creó en unas declaraciones suyas un neologismo chusco, ostentóreo, en el que confundía (sin que esa fuera su intención) ostentoso, ‘llamativo por su apariencia lujosa o aparatosa’, con estentóreo, cuyo significado ya hemos aclarado al principio. Aquel error dio pie a muchos escritos satíricos contra el político-empresario, o al revés, según cada uno quiera. Con agudeza, hubo quien sostuvo que ostentóreo era adjetivo adecuadísimo tanto para Gil como para sus actos porque en ambos se reunían la ostentación y el ruido casi insufrible. El novelista Paco Umbral, con su habitual ironía, incluso sugirió que la RAE debería incluir el término en su diccionario.

            Pero la historia de este adjetivo, estentóreo, y su confusión con ostentóreo, da para más. José Antonio Pascual, filólogo y, en un tiempo, vicedirector de la RAE, escribió en 2013 un ensayo, No es lo mismo ostentoso que ostentóreo. La azarosa vida de las palabras, en el que comenta, junto a otras cuestiones, este tipo de deslices. Sobre este caso particular, cuenta que ya Juan Benet, en su novela Herrumbrosas lanzas, había escrito (aquí sí a propósito) …don Tertuliano con su ostentórea presencia…, y aclara que lo que en Jesús Gil fue un error, en Juan Benet fue un intencionado recurso de estilo; y sentencia: Esa es la diferencia que separa los juegos de palabras de Quevedo y las equivocaciones que comete Sancho sin quererlo.

            Pascual, siguiendo con su discurso, avisa de que la lengua no es una enemiga a la que debamos combatir y advierte sobre el hecho de que no pocos escritores de prestigio cometen errores de tipo más o menos parecido que nos pasan de largo, porque hay palabras españolas en cuyo uso tropezamos dos, tres, cuatro y hasta cinco veces. Y pone el caso de la extendida confusión entre términos que no son sinónimos, aunque los tratemos como tales, caso de ver y mirar, oír y escuchar o infligir e infringir. El último ejemplo, además, mueve a crear el no menos ostentóreo vocablo inflingir que a veces se oye y se lee. Este académico, le cuento a Zalabardo, nos previene también sobre otros errores en los que incurrimos: las llamadas combinaciones imposibles, que se dan cuando juntamos términos que son incompatibles. Por ejemplo, cuando no reparamos en que algo puede acarrear daños, pero nada acarrea felicidad; o cuando, aun sabiendo que se puede celebrar una victoria, olvidamos que no se puede celebrar una muerte.


            Zalabardo se ríe porque dice que hemos comenzado hablando de la Iliada para explicar el vozarrón que puede distinguir a alguien para terminar haciéndonos a la idea de que sería de mal gusto, por ejemplo, celebrar el tricentenario de la muerte de alguien, cuando lo procedente es recordarlo o a conmemorarlo. Cuestión que, me dice sin parar de reír, sí que podría parecer ‘ostentórea’. 

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