Esténtor es un personaje que se cita en la Ilíada una sola vez, en el canto V, y, además, solo para aludir a tremendo vozarrón: Hera se detuvo y dio un grito como los de Esténtor, de voz broncínea, cuyo grito era tan fuerte como el de cincuenta hombres. Si su recuerdo ha perdurado hasta nosotros es, en gran medida porque en los diccionarios leemos que el adjetivo estentóreo significa ‘[referido a la voz] muy fuerte, ruidoso o retumbante’, y procede de una voz tardolatina, derivada, a su vez de un griego formado a partir del nombre de este personaje que citamos.
Le cuento a Zalabardo que son frecuentes los nombres propios formados
a partir de otros comunes o de adjetivos con los que se quiere destacar una
cualidad de la persona que lo luce. En La celestina, el nombre de
Calisto se deriva del kalós, y significa ‘hermoso,
apuesto’. Sobre el de Melibea, también de origen griego, se ha
escrito bastante, pues unos defienden que significa ‘la que cuida bueyes’, mientras
otros, quizá más, piensan que quiere decir ‘la que es dulce como miel’.
En el asunto que nos ocupa hoy, lo curioso es que mientras muchos
nombres derivan de un adjetivo o señalan una cualidad (Ambrosio,
‘inmortal’; Isabel, ‘consagrada a Dios’; Sofía, ‘la
que tiene sabiduría’; Iker, ‘portador de buenas noticias’, etc.),
en el caso de Esténtor, origen de estentóreo, nos
encontramos con el proceso inverso. Lo que ya se cita menos es que Esténtor
tiene su razón de ser en la raíz indoeuropea (s)tend-, ‘trueno’, que
da el verbo griego sténo, del que proceden nuestros tronar,
trueno, tronido, atónito, detonar,
estruendo y otros.
Pero la historia de este adjetivo, estentóreo, y su
confusión con ostentóreo, da para más. José Antonio Pascual,
filólogo y, en un tiempo, vicedirector de la RAE, escribió en 2013 un
ensayo, No es lo mismo ostentoso que ostentóreo. La azarosa vida de las
palabras, en el que comenta, junto a otras cuestiones, este tipo de
deslices. Sobre este caso particular, cuenta que ya Juan Benet, en su
novela Herrumbrosas lanzas, había escrito (aquí sí a propósito) …don
Tertuliano con su ostentórea presencia…, y aclara que lo que en Jesús
Gil fue un error, en Juan Benet fue un intencionado recurso de
estilo; y sentencia: Esa es la diferencia que separa los juegos de palabras
de Quevedo y las equivocaciones que comete Sancho sin quererlo.
Pascual, siguiendo con su discurso, avisa de que la lengua
no es una enemiga a la que debamos combatir y advierte sobre el hecho de que no
pocos escritores de prestigio cometen errores de tipo más o menos parecido que
nos pasan de largo, porque hay palabras españolas en cuyo uso tropezamos dos,
tres, cuatro y hasta cinco veces. Y pone el caso de la extendida confusión
entre términos que no son sinónimos, aunque los tratemos como tales, caso de ver
y mirar, oír y escuchar o infligir
e infringir. El último ejemplo, además, mueve a crear el no menos
ostentóreo vocablo inflingir que a veces se oye y
se lee. Este académico, le cuento a Zalabardo, nos previene también sobre otros
errores en los que incurrimos: las llamadas combinaciones imposibles, que se
dan cuando juntamos términos que son incompatibles. Por ejemplo, cuando no
reparamos en que algo puede acarrear daños, pero nada acarrea
felicidad; o cuando, aun sabiendo que se puede celebrar una
victoria, olvidamos que no se puede celebrar una muerte.
Zalabardo se ríe porque dice que hemos comenzado hablando de la Iliada para explicar el vozarrón que puede distinguir a alguien para terminar haciéndonos a la idea de que sería de mal gusto, por ejemplo, celebrar el tricentenario de la muerte de alguien, cuando lo procedente es recordarlo o a conmemorarlo. Cuestión que, me dice sin parar de reír, sí que podría parecer ‘ostentórea’.
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