sábado, marzo 14, 2015

PEDIR LIMOSNA CON LA BALLESTA


Ana Santos Payán, la gaviera

            Como no hay dos sin tres (y a la tercera va la vencida), le digo a Zalabardo que con este cierro la serie de apuntes en torno a refranes y locuciones relacionadas con pedir y dar. Gonzalo de Correas dice que el refrán del título se utiliza cuando obligan por fuerza a lo que es de gracia. Parecido es el que reprende a los desagradecidos que, una vez recibido un favor, se consideran con el derecho a seguir recibiendo otros: al villano, dalde el huevo y pedirá la sal. Es lo que en nuestros días se indica con dar la mano y tomarse el brazo.
            Le señalo a Zalabardo que no sé si hemos reparado (por ahí va el apunte de hoy), en la cantidad de solicitudes que, con más o menos fundamento, se elevan a la Real Academia Española con motivo del DRAE. En ellas hay de todo: que se supriman determinadas palabras, que se incluyan otras, que se modifique una definición. Confieso a mi amigo que en mi crítica hay bastante de autocrítica, pues también yo me he dejado llevar en no pocas ocasiones por esa fiebre peticionista.
            ¿Es que la gente no tiene derecho a hacer eso?, me responde Zalabardo. Debo reconocerle que sí, que ese derecho no se puede negar a nadie, pero que deberíamos ejercerlo con moderación y coherencia. Sin ir con la ballesta por delante. Porque hay evitar que nos apliquen el refrán que ya mencionaba el otro día: pedimos a Dios que nos dé y no sabemos qué.
            Cuando elevamos a la Academia una petición (a veces mostrando grandes dosis de indignación) olvidamos con frecuencia qué sea un diccionario. Y es que el diccionario, cualquier diccionario, no es anterior a la lengua (el uso concreto de nuestra facultad de lenguaje), ni a las palabras (las unidades más reconocibles para un hablante común), ni a los significados (lo que pretendemos indicar con las palabras que utilizamos). El diccionario, siempre, va por detrás, recogiendo las palabras que usamos y lo que decimos con ellas. Tan por detrás que, en no pocas ocasiones, cuando el diccionario da cabida a una palabra, esta ya ha dejado de emplearse. También se da que, a veces, una palabra no llega nunca a ser recogida.
 
Revista erótica Sicalíptico. Barcelona 1904
          
Del mismo modo olvidamos que el diccionario nunca impone la lengua y las palabras y los significados que debemos usar, sino que se limita a dar fe de los que empleamos. Es un frío espejo que refleja nuestra personalidad lingüística. Si no nos gusta la imagen, debemos empezar a cambiar nosotros antes de pedir la rectificación del diccionario. Hacer esto último tiene tufo a hipocresía.
            Pero no olvidemos otra verdad: los tiempos, las costumbres, las personas y la sociedad cambian. Por eso, pobre de quien  no reconozca que la lengua cambia. Entonces, ahí sí, el diccionario habrá de cambiar y reflejar la nueva realidad. Por eso, le digo a Zalabardo, cuando nuestra sociedad sea más igualitaria (de verdad, no de boquilla), cuando no nos dejemos arrastrar por los prejuicios de todo tipo y cuando no sucumbamos a ningún afán discriminatorio, nadie acusará al diccionario de incluir acepciones ofensivas ni de marginar a ningún grupo o comunidad.
            ¿Alguien tuvo que pedir que el DRAE diese entrada a sicalíptico o a estraperlo, por citar solo dos ejemplos? Cuando se hicieron de uso general, se les dio entrada y punto. La vida de ambas, sin embargo, fue relativamente corta. Mientras escribía una novela ambientada en los años de la agonía del Trienio Liberal, encontré en un periódico de la época la palabra surriguista, que no aparece en ningún diccionario y desconozco su significado. ¿Debo culpar a los diccionarios por no recoger términos que no han calado en la sociedad y permanecen casi olvidados? Aun así, no negaré que a todo diccionario se le pueden encontrar errores. La tarea de adición, supresión, corrección y revisión, debe ser continua. Eso es lo que hay que pedir a sus responsables. Aparte de que, faltaría más, no es necesario que una palabra esté en el diccionario para que hagamos uso de ella.
            Quiero terminar con un ejemplo que, siendo singular, refleja, sin embargo una actitud bastante generalizada (y sálvese quien pueda). En su último libro, Aurora Luque incluye un poema titulado La palabra gaviera, que va seguido de una nota final que da cuenta de que se envía a la RAE junto con la petición de que en el DRAE se incluya el término gaviera. Esa petición creo que fue iniciativa de Ana Santos Payán (1973-2014), fundadora de la editorial El gaviero, de Almería. Varias consideraciones me suscitan la lectura del poema, la nota y la petición. La primera es que gaviera, femenino de gaviero (que sí está en el DRAE) es en el poema una bella metáfora contra la que nada debe objetarse. ¿Por qué gaviera no está recogida? Porque en la época en que existía y tenía sentido el término gaviero no había mujeres que se dedicaran a tal menester. Como no había médicas, ni ingenieras, ni alcaldesas (pero sí bachilleras). Las modernas técnicas de navegación no requieren que haya gavieros (ni gavieras), que, según un Diccionario náutico del siglo xvii, es el ‘marinero escogido que entre los de la dotación del buque se destina para dirigir en las cofas y en lo alto de los palos las maniobras que allí se ofrecen’ y su función es otear el horizonte.
 
Anuncio en un periódico de Mallorca, 1934
          
Otra consideración. Nada impide, esté o no recogido en el DRAE, que una palabra de cualquier oficio tradicionalmente desempeñado por hombres y que hoy desempeñen también las mujeres adopte una forma de femenino ajustada a la norma gramatical. ¿Se puede utilizar gaviera? Por supuesto, igual que Alberti emplea batelera. Pero resulta, en este aspecto, que hay muchas mujeres que dicen de sí mismas que son médicos, o ingenieros, o lo que sea, porque no les gusta ser médicas o ingenieras. ¿Qué culpa tiene el diccionario, cualquier diccionario, de eso? Según esa actitud, el hombre que asiste en un parto habría de ser comadrona o partera y no comadrón o partero; y el asistente en los vuelos, azafata y no azafato.
            Y aun otra más. ¿Por qué muchas mujeres que escriben poesía prefieren ser llamadas poetas y no poetisas? Supongo que por la connotación peyorativa que, en tiempos pasados, se dio a ese femenino, pese a ser una forma muy antigua derivada del latín poetissa. Frente a tal deseo, escritoras como Lucila Castro, Ana Rossetti o Rosa Chacel, ninguna de ellas dudosa de no defender su condición femenina y los derechos de la mujer, se consideran  poetisas, mejor que poetas. ¿También la culpa de que no nos pongamos de acuerdo en cuestiones tan simples es del diccionario?
            ¿Queda claro lo que indica que no se puede pedir limosna con ballesta o que no deben  pedirse dientes al gallo? Pensemos primero qué es lo que deseamos y luego, tal vez, se nos conceda. Si no es así, andaremos siempre por un callejón oscuro.

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