Le digo a Zalabardo que siento muy lejanos
los años en que aún daba clases, que me parece una eternidad el tiempo
transcurrido desde que me jubilé. Y, sin embargo, hay tics de los que no logro
desprenderme y todavía quedan en mí vestigios de mi condición de profesor. Como
me queda una duda, ignoro si la razón me asiste o no, que tampoco he podido
solventar: la de creer que exigimos a los alumnos una serie de conocimientos complicados,
cuya utilidad práctica desconozco, al tiempo que descuidamos su formación en
conocimientos instrumentales más necesarios. La especialización, me digo, es
tarea reservada a la Universidad; antes, en la primaria y en la secundaria, los
profesores de Lengua deberíamos limitarnos a proporcionar eso que algunos creen
pomposamente haber descubierto ahora, las habilidades básicas (lectura fluida y
comprensiva, expresión oral y escrita correctas, mayor caudal léxico, acercamiento
a nuestra cultura literaria y fomento de la lectura, lo que no es poco). Alcanzado
este objetivo, el bachillerato procuraría dotar de los conocimientos y técnicas
que se juzgan imprescindibles para quien desea acceder a la Universidad. No
digo que estemos inculcándoles contenidos que no deban saber, sino que, en no
pocas ocasiones, lo hacemos con un grado de profundidad que no les permite asimilarlos
adecuadamente. Esa ha sido durante años mi gran preocupación. Pero, y este problema
lo hemos tenido todos los profesores, chocamos con unos sistemas de enseñanza y
unas programaciones que parecen olvidar algo para mí tan simple.
Hace unos días, hablábamos de la
dificultad de hallar sinónimos perfectos. Hoy les ha
tocado el turno a los antónimos. “¿No podríamos hablar de
si es mejor Ronaldo que Messi o Messi que Ronaldo, como
hace todo el mundo?”, me echa en cara Zalabardo. Entonces yo no desaprovecho la
ocasión que me brindan sus palabras: ¿Estás viendo?, le digo. Tú enfrentas a Messi con Ronaldo, lo que supone: 1, hacer una comparación; 2, considerar que
uno y otro tienen características diferentes, y hasta contrapuestas; y 3, establecer
que uno es mejor que otro. Conclusión: si uno es mejor, el otro es peor o, en
cualquier caso, menos mejor. Ya estamos empleando, sin caer en la cuenta, la antonimia.
Zalabardo, paciente al cabo, se siente
atrapado en una red de la que no sabe escapar y decide soportar que siga
hablando de antónimos. Pero no es ese mi objetivo final, como podrá ver quien
tenga la paciencia de seguir leyendo.
Si se dice que son sinónimas
las palabras que tienen el mismo significado y pueden sustituir las unas a las
otras en contextos semejantes (el
temporal ha amainado/remitido), antónimas son aquellas
cuyos significados son contrarios (esta
persona es agradable/desagradable). En resumidas
cuentas, el antónimo de A sería no A ¿Debería bastar este
planteamiento para alumnos de niveles básicos y medios? Porque la cuestión no
queda ahí, ya que con los antónimos ocurre igual que con los
sinónimos, que es difícil establecer cuándo un término significa, en verdad, lo
contrario que otro. Veamos unos ejemplos. Parece claro que lo opuesto a macho
es hembra,
¿pero cuál es el contrario de rojo: azul, blanco,
verde,
añil…?;
¿es en verdad vender lo contrario de comprar? Ante tales situaciones, los
lexicólogos empiezan a hacer clasificaciones y hablan de antónimos graduales
(cuando los términos son extremos de una escala: caliente, templado,
tibio,
frío,
gélido…),
de antónimos
complementarios (si el significado de uno elimina el del otro: vivo/muerto),
o de antónimos
recíprocos (si el significado de uno implica el del otro: comprar/
vender).
Aun así, todavía se nos plantean
problemas. Por ejemplo: vale decir que comprar/vender son tan recíprocos
como preguntar/responder?
Porque si digo A compra una casa a B, nadie duda de que estoy diciendo que B vende
una casa a A; en cambio, si digo A pregunta a B, ¿quién me asegura que
B responde
a A?
Cuestiones de este tipo me llevaron
a convencerme, hace años, de la dificultad que entraña preparar ejercicios que
determinen si los alumnos han comprendido la complejidad de determinados temas.
Entonces, me cuestionaba si no valdría más ayudarlos a que aumentaran su capacidad
lectora, a entender mejor lo que leen y a manifestar mejor lo que piensan; a luchar
por que les resulte amena la lectura, concediéndoles cierto grado de libertad a
la hora de elegir qué leer; a que dispongan, en suma, de los medios para una
más correcta expresión oral y escrita. Las complejidades léxicas, sintácticas,
fonéticas…, (que son muchas), ¿por qué no las dejamos para los especialistas?
Pero como sobre esta relación entre pedir
y dar
queda más tela que cortar, decido parar y continuar en el próximo apunte.
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