sábado, enero 25, 2025

¡ASÍ SE ESCRIBE LA HISTORIA!

 


Con esa expresión queremos manifestar nuestro desengaño por no ver reflejado en un texto lo que consideramos verdadero y también la usamos para censurar a quien falta a la verdad cuando refiere un suceso.

        En la parte IV de la General Estoria de Alfonso X leemos un relato bastante novelesco de la muerte de Alejandro Magno. No se le puede censurar nada, teniendo en cuenta la época y la dificultad de acceder a documentación fiable. Se dice ahí que Yolas, hijo de Antípatro, que sentía inquina hacia Alejandro, le proporcionó durante un banquete un veneno disuelto en vino. Enterados los generales macedonios de que su caudillo agonizaba, exigieron verlo y le dijeron «Gran emperador nuestro, queremos que nos digas quién nos gobernará tras tu muerte». Alejandro les respondió: «Caballeros y amigos míos. Os declaro libres de todo vasallaje y sometimiento a mi persona, por lo que, a mi muerte, será vuestro señor aquel a quien elijáis». Acaba el Rey Sabio la narración de este episodio diciendo que los caudillos macedonios solicitaron a Alejandro que allí mismo nombrase sucesor suyo a Pérdicas.

            Le digo a Zalabardo que en este relato se observa muy claramente la dificultad de escribir la Historia de manera objetiva ―por razones muy diversas― y que en su construcción actúan desde la justificable ignorancia hasta los intereses más innobles que podamos imaginar. Alfonso X, por la época en que vivió, carecía de la suficiente y necesaria documentación y se debía servir de relatos muchas veces legendarios. Así, en el relato alfonsino se da por segura una muerte por envenenamiento cuando la historiografía más reciente y fiable piensa que murió víctima de paludismo. Y ―por otra parte― se lee la magnanimidad del héroe al nombrar heredero y la aceptación de sus caudillos cuando los estudios posteriores demuestran que la muerte de Alejandro acarreó una dura lucha por el poder y la decadencia del imperio macedónico.

 


           «¿Me quieres decir ―pregunta Zalabardo― que la Historia no es creíble?». Por supuesto, le niego tal tesis. Me limito a decirle que la Historia exige una continuada y estricta revisión porque el primer relato lo hacen siempre los vencedores, los conquistadores, los colonizadores, los interesados en dejar una versión de los hechos acorde a sus intereses. Por tanto, esa primera versión nace ―casi siempre― matizada por una óptica subjetiva e interesada. Si a esto unimos los errores que puedan deslizarse por la ausencia de documentación de los hechos o por una inadecuada interpretación, el resultado final puede ser bastante desalentador. Por eso, siempre habrá que someterlo a revisión y estudio.

            Me pide Zalabardo que le aclare esto algo más, pues no acaba de entenderme. Recurro a la estricta actualidad. Por ejemplo, el conflicto de Ucrania no lo cuenta del mismo modo un ruso que un ucraniano; o el de Gaza no lo ve igual un israelí que un palestino. Haría falta un distanciamiento para contar los hechos de forma desapasionada. Incluso ―en ocasiones― el distanciamiento tiene que ampliarse. En la narración de nuestra historia, una perspectiva sostiene que la guerra civil se inició con un golpe de estado y derivó hacia un largo periodo de dictadura. En cambio, para otros se inició como un necesario alzamiento salvador que se continuó con un proceso de pacificación y modernización del país. Un análisis objetivo ―que en la construcción de la Historia de la España del siglo XX está tardando― podría poner reparos a ambas interpretaciones, porque no es cuestión de hablar de buenos y malos, sino de contar fríamente la verdad y reparar cualquier injusticia que aún no haya sido reparada.

            Pero le sugiero a Zalabardo que nos remontemos a tiempos más lejanos. ¿Cómo se nos contó en nuestros años escolares el episodio de la Armada Invencible? Durante muchos años ha prevalecido una visión casi romántica defendida por nostálgicos de la España imperial que sostenía que nada se hizo mal y que las condiciones meteorológicas adversas se confabularon contra nuestros barcos. Y en ese relato, lo que más destacaba era que un rey abatido, Felipe II, al tener noticia del desastre, dijo solemnemente: «Yo mandé mis barcos a luchar contra hombres, no contra los elementos». Queda bonito, pero es mentira, ya que el rey jamás dijo tal cosa.

            La historiografía seria se pone en marcha y descubre que la frase, al parecer, se difundió a partir de que un historiador del XIX, Modesto Lafuente, la incluyese en su monumental Historia General de España. ¿Fue, entonces, invención suya? Siempre hay quien no acaba de estar de acuerdo y un buen día apareció otro investigador que nos daba la verdad fetén: que un comediógrafo, Juan Pérez de Montalbán (1602-1638), seguidor de Lope, en su obra El segundo Séneca de España, ponía en boca de Felipe II estas palabras: «Yo la envié contra hombres, no contra mares y vientos». Llegados a esto, ¿qué dijo entonces nuestro rey, si es que dijo algo? Busco y parece que no hay acuerdo, pues si en un lugar se declara que dijo: «Pido a Dios que me lleve para sí por no ver tanta mala ventura y desdicha», en otra parte podemos leer que dijo: «Debemos loar a Dios por cuanto Él ha querido que ocurriera así».

            Sería posible que ―tras lo que llevamos hablado mi amigo y yo― alguien soltara lo de ¡Así se escribe la Historia! ¿Pero quién fue el autor de esta última frase? Por suerte ―le digo a Zalabardo― existe un documento que nos lo aclara. Una carta escrita en septiembre de 1766 por François-Marie Arouet, más recordado como Voltaire, a su amiga la Marquesa de Deffaud. En ella le cuenta que el rey de Prusia le envió cien escudos para socorrer a una familia necesitada y le pidió que, además, les ofreciera asilo en Wessel, a lo que Voltaire respondió que con gusto hubiese querido él mismo presentárselos. El rey de Prusia leyó esta respuesta en presencia del embajador inglés, que no entendió bien lo que decía. Y esto es lo que Voltaire contaba a su amiga: «El joven Tronchin, que no piensa que tengo ya setenta y tres años y no puedo salir de mi casa, imagina que voy a encontrarme con el rey de Prusia y así se lo traslada a su padre; este lo cuenta por todo Paris; y los gacetilleros no paran de hablar del asunto. ¡Y así es como se escribe la Historia; a ver quién se fía luego de los verdaderos historiadores!».



            Esta anécdota del siglo XVIII nos vale para observar que entonces, como ahora, la prensa ya tenía predicamento suficiente para poner las bases de un relato que ―pudiera ser― algún día resultase difícil de aclarar. En Theodoros, la reciente novela de Mircea Cǎrtǎrescu, vemos este curioso caso: «Como suele ocurrir, los periodistas hurgaron en su pasado y le fabricaron una historia que, convertida en leyenda, ha resultado después difícil de verificar». ¿Podríamos estar contemplando en la España de hoy la presencia de unos medios empeñados en crear una historia que se tornará leyenda y que, más tarde, dará pie a que la gente común ponga en duda lo que los historiadores honorables nos cuenten?

sábado, enero 18, 2025

MORDERSE LA LENGUA

 

Si hay algo peor que la censura, no cabe duda de que es la autocensura. Nos enterábamos Zalabardo y yo hace unos días de que Ann Telnaes, caricaturista estadounidense, Premio Pulitzer de Caricatura Editorial en 2001, ha dimitido de su puesto en The Washington Post porque le han censurado una viñeta en la aparecían Jeff Bezos, dueño del diario y de Amazon, Mark Zuckerberg, dueño de Meta/Facebook, y otros grandes magnates arrodillados ante Donald Trump y ofreciéndole donaciones para su campaña.

            Zalabardo, que tiene una memoria más fiable que la mía, me recordó que, siendo presidente del Gobierno Mariano Rajoy, en mayo de 2018, durante una visita a Valencia en que fue abucheado por un grupo de pensionistas, Carmen Martínez de Castro, Secretaria de Estado de Comunicación, sin observar que estaba siendo grabada, comentó al Presidente: «¡Qué ganas de hacerles un corte de mangas de cojones y decirles: ‘Pues os jodéis’!». Muy poco después, la Editora de Informativos de TVE en Valencia, Arantxa Torres, dimitió porque le censuraron la grabación y no le permitieron emitirla en la cadena pública.

            Telnaes y Torres son ejemplos de periodistas que tienen la dignidad de dimitir de un trabajo antes que dejar que sus superiores amordacen su libertad de expresión, opinión y actuación y censuren un trabajo con el que los dejan en evidencia. No son muy frecuentes estos casos. A muchos les cuesta mantener la rectitud y no dudan en decir ―como Groucho Marx―: «Si no le gustan mis principios, no se preocupe, tengo otros» y no se ruborizan al ponerse ellos mismos la mordaza. También resulta fácil comprobar cómo hoy en muchos medios ya no se recurre a la censura porque se considera más efectiva la información sesgada.

 

           Hablando de estos casos, no podemos olvidar que Darío Villanueva, director de la RAE entre 2014 a 2018, escribió en 2021 Morderse la lengua, un libro en que denunciaba cómo en nuestra sociedad se ha ido instalando la desinformación, sobre todo recurriendo a dos técnicas mendaces: la corrección política y la posverdad. Si la primera pudo en sus inicios ser digna de elogio, pues pretendía evitar el lenguaje que pudiese ser ofensivo, excluyente y marginador hacia grupos desfavorecidos, ha terminado, por desgracia, convirtiéndose en recurso para callar lo que pueda ser interpretado como ofensivo por cualquiera. Y la posverdad es la distorsión de la realidad ―dirigiéndose a las creencias y emociones antes que a la razón― manipulándola con el fin de influir en la opinión pública mediante la creación de lo que cínicamente llaman verdades alternativas.

            De morderse la lengua es tal vez de lo que hablaba Mariano José de Larra en su durísimo artículo contra la censura Lo que no se puede decir no se debe decir, publicado en octubre de 1835: «…Voy a escribir ya; pero llego a este párrafo y no escribo. Que no es injurioso, que no es libelo, que no pongo anagrama. No importa, puede convencerse el censor de que se alude, aunque no se aluda. ¿Cómo haré, pues, que el censor no se convenza? Gran trabajo: no escribo nada…»

            Este afán censor reina hoy por todas partes. En multitud de actuaciones ―artísticas, sociales, comunicativas― siempre hay quien encuentra razones ideológicas, religiosas o políticas para sentirse ofendido y pedir la supresión, incluso la condena penal, de lo que no le gusta. La gran paradoja es que este ataque a la libertad de expresión se hace, precisamente, amparándose en el argumento de la libertad de expresión. Los censores intolerantes no se dan cuenta ―o aunque se den no hacen caso― de que las creencias y los sentimientos propios no tienen por qué coincidir con los de los demás. Y que es posible que esos sentimientos que se consideran ofendidos podrían ser causa de ofensa para otros sentimientos distintos.

            Así, morderse la lengua ha llegado a ser una locución que en nuestro idioma significa ‘contenerse al hablar, callando aquello que se quisiera decir’. También tenemos un refrán, En boca cerrada no entran moscas, con el que manifestamos la ‘utilidad de estar callado, pues el silencio excusa de muchas necesidades’. A propósito de este refrán, le cuento a Zalabardo cuál podría ser su origen, que no tiene que ver con lo que hoy entendemos. Se dice que, en el siglo XVI, hizo una visita a Calatayud el emperador Carlos I, que padecía prognatismo ―esa deformación del maxilar inferior que lo hace que mantenerse más adelantado que el superior, lo que obliga a estar con la boca semiabierta―. Un labriego que se le acercó le dijo: «Cerrad la boca, majestad, que las moscas de este reino son traviesas».



            Hoy abundan quienes pretenden que nos mordamos la lengua, quienes ―sin la ironía del labriego― nos incitan a mantener cerrada la boca. Persiguen tal cosa ―Zalabardo me hará ver que se ha dicho un poco más arriba― quienes buscan coartar nuestra libertad de expresión haciendo cuanto esté en sus manos para implantar, desvergonzadamente, la suya. Zalabardo sabe que no soy defensor de la tesis que sostiene que, en una reunión, no debe hablarse de política, ni de religión, ni de fútbol. ¿De qué hablamos, entonces, si somos animales políticos, si desde el comienzo de la humanidad preocupa el sentimiento religioso, si el fútbol es el deporte más extendido y el que mayor cantidad de público atrae? Podríamos preguntarnos de qué política, de qué religión, de qué fútbol desean que no hablemos. ¿Vamos a vivir toda la vida mordiéndonos la lengua? ¿Mantendremos permanentemente cerrada la boca ―aunque no padezcamos de prognatismo― mientras los más intolerantes lenguaraces son las moscas que revolotean ―amparados en su poder y sus riquezas― intentando que nos dobleguemos ante las reglas que ellos inventan?

sábado, enero 11, 2025

¿SON EN VERDAD ACIAGOS LOS MARTES?


Mi paisano Francisco Rodríguez Marín, erudito, reconocido cervantista, poeta, estudioso de la literatura popular e insigne paremiólogo, definió el refrán como «dicho popular, sentencioso y breve, de verdad comprobada, generalmente simbólico y expuesto en forma poética, que contiene una regla de conducta u otra enseñanza». Y Cervantes puso en boca de don Quijote: «Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la misma experiencia».

            Como suele decirse ―viene bien aquí echar mano del refranero― que algo tendrá el agua cuando la bendicen, los refranes han atraído la atención de muchos estudiosos, tanto antiguos como modernos. Apenas nadie se opone a mantenerlos en el altar en que por lo general son colocados. Sin embargo ―le digo a Zalabardo― ninguno de los elogios que se les aplican evita que topemos con algunos ―y no son pocos― que resultan a todas luces contradictorios. Decimos que a quien madruga, Dios le ayuda y, no obstante, a la vez damos por bueno que no por mucho madrugar amanece más temprano; frente a la intención es lo que cuenta tenemos por seguro que el infierno está lleno de buenas intenciones; y aunque aceptamos que la cara es el espejo del alma, nadie tiene dudas de que ―en no pocas ocasiones― las apariencias engañan. ¿Acaso esto prueba que esa «sabiduría popular» no es tan de fiar?

            Ni mucho menos. Mi amigo y yo somos fervorosos defensores del refranero. Pero en la vida no todo el monte es orégano y no faltan ocasiones en que se nos vuelva alcaravea. Por eso no debe escandalizar que haya refranes no ajustados a «verdades comprobadas» ni que más de uno no sean fruto «de la misma experiencia». Hay refranes de cuya enseñanza se duda y que, a poco que meditemos, manifiestan más una superstición, «creencia contraria a la razón», cuando no una superchería, «engaño o falsedad flagrante». Por ejemplo, ¿qué experiencia sustenta la creencia del carácter aciago de los martes? Si aplicamos lo dicho más arriba sobre las paremias contradictorias, tenemos aquí un buen campo de análisis. Contra el martes se alinean, entre otros muchos: En martes, ni te cases ni ye embarques; En martes, ni tu hija cases ni tu marrano mates; Si quieres que tu gallina buenos pollos saque, ni le pongas trece huevos, ni la eches en martes. Aunque contra esta vulgar creencia podemos reunir otra amplia lista en que se mantiene que tan malo puede ser el martes como cualquier otro día: Buenos y malos martes los hay en todas partes; Cada martes tiene su domingo; En todos los tiempos y en todas partes hay domingos que son martes.


            Le hago saber a Zalabardo que no pretendo que desarrollemos aquí un estudio de los refranes. Pero sí podríamos entretenernos un poco buscando la razón por la que se considera que el martes ha de ser más funesto que cualquier otro día. En nuestro apoyo podemos acudir a la opinión de un gran erudito del siglo XVIII, Benito Jerónimo Feijoo. En los ocho volúmenes de su Teatro crítico universal, publicados entre 1726 y 1740, y en los cinco de las Cartas eruditas y curiosas, que fueron apareciendo desde 1742 a 1760, reúne este fraile benedictino una gran cantidad de ensayos que se imponen como objetivo rebatir supersticiones y errores muy comunes en su tiempo. En uno de estos ensayos, titulado Días aciagos, se detiene precisamente en la creencia sobre el mal agüero de los martes. Con su ironía y conocimientos, desmonta la tesis de dos historiadores, Juan de Mariana y Jerónimo Zurita, que, haciendo más caso de habladurías y leyendas que de certezas históricas, defienden que se comenzó a considerar nefasto el martes porque en tal día de 1276 sufrió una derrota Jaime el Conquistador. Tiempo después, Diego Clemencín, en su edición del Quijote de 1833, incluye una nota en el capítulo X de la segunda parte en la que sugiere que esta superstición se inició a raíz de la derrota de Alfonso el Batallador en la batalla de Fraga, en 1134.

            En el ensayo de Feijoo leemos: «La observación del martes como aciago pienso que es particular a España; pero, debajo de la generalidad de reputar tales o tales días faustos o infaustos, es manía muy antigua y muy repetida en el mundo». Y pone como argumento un libro, Dies geniales, del italiano Alessandro Alessandri, que dedica un capítulo completo a explicar cómo en todas las culturas se señalan días felices o infelices sin que exista una causa cierta que ampare tal costumbre.



           ¿Cuál es la base ―me pregunta entonces Zalabardo― de que en España consideremos nefasto el martes? Le digo que eso no sucede solo en España, sino en otros muchos países y que ya mi paisano Rodríguez Marín, en Los Refranes del Almanaque, afirmaba que era una superstición de clara filiación gentílica. En efecto, tenemos que remontarnos a la mitología griega. El nombre de ese día de la semana, martes, procede de que era el dedicado a Marte, dios de la guerra, causante de violencia y conflictos. Creyentes griegos y romanos de la influencia de los dioses en la vida cotidiana, el martes no se consideraba día adecuado para bodas, actividades o negocios que requerían buenos augurios.

            ¿Y por qué se asocia también este día con el número trece? En este caso ―le digo a Zalabardo― hay una relación estrecha entre superstición y religión. Una tradición sin fundamento sostiene que Cristo fue crucificado un día 13; en la última cena eran 13, y este puesto correspondió a Judas, el apóstol traidor; en el capítulo 13 del Apocalipsis se habla del Anticristo y de la bestia de trece cabezas; en la Cábala, son 13 los espíritus malignos; en la mitología vikinga, al banquete de Valhala acuden 13 dioses y este puesto corresponde a Loki, dios traicionero y caótico…

            Feijoo escribe en el ensayo citado acerca de la naturaleza aciaga del martes: «Lo peor no está en que esta observación es falsa sino que sobre todo es supersticiosa, y lo mismo digo de la observación de otro cualquier día, o de la semana o del año, como fausto o infausto, y asimismo como apto o inepto para que alguna operación o diligencia tenga buen efecto […] Es supersticioso observar qué tiempo, verbigracia, si lluvioso o sereno, hizo en los días de San Vicente, San Urbano y de la conversión de San Pablo, para colegir de ahí si la cosecha será buena o mala». Le pregunto a Zalabardo si sabe que Feijoo ―el del siglo XVIII, no el de ahora― fue denunciado ante la Inquisición por sus ideas renovadoras y que se salvó gracias a una pragmática de Fernando VI en la que se declaraba que las obras del benedictino eran «del agrado de su real majestad».

            Zalabardo se ríe y me dice que, por lo que le cuento, parece que nunca han faltado manos blancas que no reparan en la suciedad propia. 

sábado, enero 04, 2025

¿AÑO NUEVO?


Como si viviésemos un eterno retorno, todo se nos repite y nos encontramos con que ya ha pasado la Navidad, ya ha pasado la Nochevieja y ya ha pasado 2024. Ayer tarde, en la consulta del médico, una doctora joven ―por el cansancio de las fiestas o el exceso de trabajo― se armó un lío con las recetas; en una escribió 2 de diciembre, en lugar de enero, y, en la otra, 2024 en lugar de 2025. En la farmacia descubrieron los fallos y se hizo necesario acudir a me hicieran recetas nuevas y correctas. Cuando se lo cuento a Zalabardo, se me echa a reír en la cara y me dice: «¿Año nuevo? ¿Vida nueva? ¿Tiempo nuevo? No sé la pobre doctora, pero tú sigues perteneciendo al grupo de los ilusos que piensan que las cosas cambian cuando la realidad no es otra que quienes cambiamos, si acaso, somos nosotros».

            Lo que más me extraña es ese si acaso que introduce en su discurso, porque yo me veo cambiado. Y se lo digo. Con no sé bien si incredulidad sobre sus propias palabras o desencanto, me contesta: «Solo en eso aciertas. En lo demás, tendemos a creer que el tiempo pasa, que los años pasan y que las cosas pasan, y que solo nosotros nos mantenemos incólumes y constantes. Nos equivocamos al no pensar que somos nosotros los que pasamos por el tiempo, que no tiene ni principio ni fin y, para colmo, nos deja tirados en la cuneta en cuanto que le parece».

            Creo que mi amigo se está poniendo muy filosófico y que no hay que tomar las cosas así. Pretendo que piense en la cantidad de nuevos propósitos, de deseos de felicidad, de mensajes alegres que la gente intercambia estos días. Sin darme tiempo a seguir, mi amigo continúa: «¿Ves lo que te digo? ¿Tú has leído cuando Manrique nos advierte del engaño de pensar que lo que se espera durará más que lo que ya pasó, o que solo es sabio quien no duda en dar lo venido por pasado? ¿Tú has leído al emperador Marco Aurelio cuando nos pide recordar que se vive solo en el momento presente, un breve lapso, pues el resto es vida pasada o futuro incierto? ¿Tú has leído a Horacio aconsejarnos que no concedamos crédito al futuro, pues mientras hablamos se habrá fugado el tiempo? ¿Tú has leído a Quevedo decir que ayer se fue y mañana no ha llegado? Todo ello se resume en el famoso carpe diem, o sea, vive el presente, consejo tan manido como poco seguido por muchos».


            Me quedo pensando en todo ello mientras Zalabardo se levanta a coger algo. Es un periódico de hoy, viernes, día 3, tercer día del nuevo y ―deseado― venturoso año 2025. Lo abre y me lee fragmentos de un artículo de Juan José Millás: «Se sigue matando a las mujeres, continúan naufragando cayucos, el hambre sigue haciendo estragos por doquier […] No somos capaces de imaginar cómo es morirse congelada a los veinte días de nacer».

            Reacciona así Millás ante la tragedia de que, entre los refugiados de Gaza, haya muerto a causa del frío un bebé de veinte días. Zalabardo ―en quien ya no voy viendo incredulidad ni desencanto, sino rabia poco contenida― casi me grita: «¿Año nuevo, vida nueva, tiempo nuevo, felicidad y prosperidad? Mira las noticias: sigue el genocidio palestino por parte del Estado de Israel, sin que nadie le ponga freno; sigue la guerra en Ucrania, promovida por un dictador con delirios imperiales; siguen sin poner solución honrosa al problema de los inmigrantes; siguen los atentados terroristas por parte de mentes intolerantes y fanáticas. ¿Qué nos trae el cambio de año?»


            Pero Zalabardo no se detiene: «Y, si nos vamos ya al terreno de los comportamientos ridículos, ahí sigue una organización ―fanática e intolerante, a más de hipócrita― llamada Hazte oír y que más bien debiera llamarse Ponte al día, escucha y comprende la realidad. Tiene la desfachatez de denunciar a una actriz cómica por mostrar una estampita que, según ellos, ofende sus principios y creencias religiosas ―aunque por una estampita que santifica a una política de su cuerda no se sintieron ofendidos―. Los miembros de esa absurda institución podrían ser denunciados cuando se atiborran de carne de cerdo o de solomillos de ternera porque con ello ofenden las creencias y principios religiosos de musulmanes e hindúes. O podrían ser denunciados por enriquecimiento injusto en negocios de alquileres y construcción. O por acaparar productos alimenticios para conseguir alzas de precios. O por negarse a un divorcio que ellos consiguen con otras prácticas o un aborto que realizan de maneras disimuladas en caras clínicas…».

            Me siento apabullado por las palabras de Zalabardo, siempre tan comedido. No sé siquiera si debo hablar, pero me atrevo y, pese a cuanto me dice, le pregunto si ve mal que la gente se desee paz, prosperidad y unos mejores tiempos. Mi amigo guarda silencio, parece meditar y, finalmente, me dice: «¡Pues claro que no me parece mal! Lo que me molesta es la despersonalización en que caemos casi sin pensarlo. Internet nos tiene tan comido el coco que no sabemos dar un paso sin recurrir a ella». Ahora resulta que mi amigo la toma con Internet. Y le pido que me lo aclare, porque lo encuentro hoy bastante sulfurado. «Mira» ―me dice― «Internet es uno de los mejores inventos de los últimos tiempos. Nos ofrece posibilidades casi sin cuento e inimaginadas hace solo treinta años. Pero nos volvemos tan vagos que solo cogemos de ella lo malo».



            Hoy soy yo quien escucha y Zalabardo quien habla. Por eso le ruego que, con brevedad, me aclare sus últimas palabras. Y lo hace: «Conectiva, una compañía dedicada al estudio de las patologías cerebrales, ha publicado recientemente un análisis que concluye en que el uso inapropiado de Internet provoca problemas de atención, de memoria, de aprendizaje, de comportamiento, de interacciones… ¿Te pongo un ejemplo? En otro tiempo, llegadas estas fechas, alguien ―que podías ser tú― compraba una tarjeta de felicitación en la que escribía un breve mensaje, la metía luego en un sobre, escribía una dirección y esa tarjeta llegaba a su destinatario ―yo, por ejemplo―. Con las redes sociales, un sujeto escribe un mensaje despersonalizado que envía, mediante un clic, a todos sus contactos ―¿100, 200, 300, 1500…?― de los que posiblemente no conozca más que a una decena. Eso sí, añade una foto muy bonita de un belén, un paisaje nevado, unas copas de cava…, que ha sacado también de la red. Y ya no digo nada cuando lo que se envía es uno de esos dichosos reenviados muchas veces. O sea, que Pepito, o Manolita, no pierden siquiera el tiempo en decirme: ‘Hola, Zalabardo, que lo pases bien’; ni siquiera escriben el nombre del destinatario. Envían algo que alguien envió a otro, y este a otro, y este a otro… y, así, hasta el infinito y más allá. ¿Vale la pena perder el tiempo en ver un reenviado?»

            Creo que tengo que callar y no añadir nada. Si acaso, sugerir que reflexionemos sobre las palabras de mi amigo.