sábado, mayo 17, 2025

LA AGONÍA DE «USTED»


La evolución de una sociedad se observa en los cambios de la lengua a través de los años. Trato de explicarle a Zalabardo que tal afirmación es una verdad incontestable. Ahora estamos de viaje, sentados en la terraza de un bar donde quizá nunca hayamos estado antes. Un camarero se nos ha acercado y, sonriente, nos ha saludado: «¡Hola, chicos!, ¿qué deseáis tomar?» Zalabardo se levantó y, de forma algo exagerada, recorrió con la vista todo nuestro entorno. El camarero quiso colaborar: «¿Se te ha caído algo?» Y Zalabardo, con la cachaza que a veces simula, respondió: «No, nada. Es que busco a los chicos». El camarero, un joven con pelo engominado y un bigote que es casi un reguero de hormigas, pareció no darse cuenta de la ironía que reflejaba el comportamiento de mi amigo, aunque puso cara de extrañeza.

            Casi sin esperarlo y antes de que nos pongan la cerveza que pedimos, nos encontramos con un tema de conversación: la generalización del tuteo. Nuestra lengua heredó del latín medieval dos formas de pronombre, y vos, que se usaban según la situación: la forma latina tu era propia de un trato de familiaridad entre las personas, explica nuestro ; vos ―que en principio era el plural de tu― llegaría a adoptar en castellano la función de expresión de respeto o cortesía. Proceso idéntico sirve para explicar en francés las formas tu y vous.

            Pero, en el siglo XVI ―en nuestro país― se comenzó a expandir la forma vos para toda clase de usos, en perjuicio de . Manuel Alvar ―de quien siempre me he honrado en ser discípulo― dice en Morfología histórica del español que «el avulgaramiento de vos produjo vuestra merced». Y explica que la cuestión no quedó ahí, sino que continuó evolucionando con formas voacé, vuaced, vuarced…, hasta acabar en usted que ―nos dice― se documenta por primera vez en 1620 en un texto de Tirso de Molina.



            Según eso ―me interrumpe Zalabardo―, usted provocó la muerte de vos en nuestra lengua. Le respondo que sí, aunque el voseo familiar siga siendo práctica común en muchos países de la América de habla hispana; pero hablar de ello daría para otra conversación. Ahora ―le digo a mi amigo―, lo que nos ocupa es cómo vivimos un periodo en que está afirmándose ―si no lo ha conseguido ya desde hace tiempo― como forma provocadora de la agonía usted, que pierde terreno a marchas forzadas.

            En efecto, no es difícil observar cómo se extiende el tuteo. ¿Es malo o censurable? No tiene por qué serlo. La naturaleza de la lengua es cambiar con los años y las mentalidades. En el enfrentamiento tú/usted intervienen muchas circunstancias. Quizá interesaría indagar sobre dónde está el origen del cambio que observamos. Hay dos teorías ―le explico a Zalabardo―, aunque sinceramente no me atrevo a tomar partido por ninguna de ellas. Unos dicen que todo radica en que el inglés carece de formas de tratamiento y no cuenta más que con you. Familiaridad y cortesía se manifiestan de otra manera: el empleo de simplemente you mostraría cercanía, familiaridad; en cambio, si se pretende ser respetuoso o cortés, se usa el apellido de la persona antecedido de mr. o mrs. La otra teoría sostiene que todo se inició hacia los años 40 y 50 del siglo pasado cuando, tanto el fascismo como el comunismo impusieron el empleo de la palabra compañero como signo de igualdad y ausencia de jerarquías sociales.

            Lo que parece también innegable es que la extensión del tuteo obedece a la búsqueda de una situación menos formal, a una aspiración de cambio en las convenciones sociales. Pero la cuestión no es tan fácil. Habría que pensar en lo que decía Calderón en El alcalde de Zalamea, que poco importa errar en lo de menos si se acierta en lo principal. Y en lenguaje jurídico existe un aforismo que dice «utile per inutile non vitiatur», o sea, que lo útil no se vicia por lo inútil.

            Lo útil en este caso, el calderoniano acertar lo principal, es tener una idea clara de cuándo procede y cuándo no el tuteo. Tres factores deberían tenerse en cuenta para utilizarlo. Es la edad el primero; si nos dirigimos a una persona mayor, a la que no conocemos, es preferible utilizar usted. El segundo factor es el contexto; en una entrevista de trabajo, o cuando llegamos a un notario para cualquier asunto, resulta recomendable emplear usted. Y el tercero de los factores es el grado de confianza; en la caja de un supermercado, si nos atiende cada día la misma persona, podemos muy bien emplear , aunque si nos encontramos por primera vez con otra persona debamos emplear usted. Dado esto, no debe olvidarse que la persona a la que nos dirigimos nos pida que la tuteemos para crear un clima de confianza. Pero estos factores tienen siempre una segunda parte. Ocurre, por ejemplo, con el camarero que nos sirve diariamente el desayuno o con el empleado de banco que nos atiende con frecuencia.



            Lo que no me parece de recibo ―digo a mi amigo― es esa especie de colegueo que se ha impuesto, que no se limita a optar entre o usted, sino que traspasa unos límites que podrían incluso irritar. Por ejemplo, la forma de hablar del camarero a que me refería al comienzo y que provocó la irónica respuesta de Zalabardo.

            Se ha generalizado el mal uso ―que aunque se observe con mayor claridad en hostelería se da también en otros medios― de dirigirse a un grupo que se sienta en un restaurante o que entra en unos grandes almacenes «¿Qué tal, familia?», «¡Hola, chicos!» o expresiones semejantes, nacidas a partir de la expansión indiscriminada del tuteo. No creo en la fórmula ―que muchos aconsejan― de emplear el mismo tratamiento con que se dirijan a nosotros. No sé si será la edad o la costumbre, pero Zalabardo y yo preferimos seguir utilizando la forma de cortesía usted salvo que haya un nivel de confianza suficiente para emplear el tuteo. Por lo mismo, no nos gusta ver en un supermercado el anuncio «Coge aquí tu carro», o en un banco «Tu banco de confianza» o en cualquier anuncio publicitario «Tú eliges». Por supuesto que yo elijo, pero mi elección es continuar siendo cortés y respetuoso sin poner trabas en el camino a la confianza y familiaridad en el trato.

domingo, mayo 11, 2025

CONOCER A VICENT VAN GOGH

 

Llevo unos días ―le comento a Zalabardo― algo preocupado porque no dejan de entrarme peticiones ―de estas menos― y sugerencias ―de estas muchas más― de amistad en Facebook. Le digo a mi amigo que cada día me siento menos receptivo hacia las redes sociales. Hay quien basa su ilusión en tener cantidades ingentes de amigos virtuales ―miles, a ser posible―. No entiendo este interés porque no sé qué es en realidad un amigo virtual ni que valor puede tener.

            Pero el dichoso algoritmo ―o los algoritmos, pues no entiendo bien el sistema― que dirige las redes y el mundo de internet, se empeña en hacerme llegar publicaciones que el susodicho algoritmo considera que deberían interesarme, aunque me importen un pimiento. Del mismo modo, no se cansa de enviarme sugerencias de amistad de personas de las que ―hasta ahora― desconocía incluso su existencia.

            Un ejemplo: me suena el móvil y es un mensaje de Facebook que me sugiere que Rigoberto Mandioca Pezúñez podría ser mi amigo. O que un usuario de la red ―aquí prefiero no dar nombres― me pide que seamos amigos. ¿Qué sé yo de Rigoberto o qué saben de mí otras personas para que yo solicite o acepte esa amistad? Le digo a Zalabardo que, en ocasiones leo textos interesantes de personas con las que no me une ninguna afinidad. Ese seguimiento no me crea la necesidad de pedirles que sean mis amigos. ¿Qué impide que sigamos interesándonos en unas publicaciones sin perder por ello el estatus de seres libres y desconocidos? Me gustan las novelas de Sara Mesa ―le pongo a Zalabardo este ejemplo―, pero no pierdo ni un segundo en pedirle su amistad virtual.

            Porque hablamos de amistad virtual. ¿Qué es virtual? El Diccionario de Manuel Seco lo define como ‘que no es efectivo o real’; y en el mundo de la informática, ‘que parece o funciona como real, sin serlo’. O sea, que, como dice el refrán ―pido perdón a los granadinos―, quien tiene un tío en Graná, ni tiene tío ni tiene ná. Un amigo virtual vale de poco, porque ―y esto es lo esencial― ni es amigo ni es nada.

            El poeta latino Ovidio ―en momentos desagradables de su vida, pues padeció destierro― compuso obras como las Tristias en las que no se limitaba a quejarse, sino que hablaba de literatura y de amistad. Y al hablar de esto último, decía sentirse parte del grupo de los poetas y no escatimaba su afecto hacia quienes compartían esa actividad. Es decir, que los apreciaba porque había algo que los unía, la literatura.

 


           También fray Luis de León manifestaba un afecto parecido. En la Oda a Salinas no se limita a elogiar la obra del gran maestro de música, sino que ―hacia el final del poema― cita a sus amigos escritores y dice: «amigos (a quien amo / sobre todo tesoro)». La amistad es, pues, algo sumamente valioso porque establece un vínculo entre personas unidas por determinadas afinidades.

            Cuando Antonio Machado se dirige a José María Palacio y le dice «Palacio, buen amigo / ¿está la primavera / vistiendo ya las ramas de los chopos?», o más adelante le pide confirmación de un hecho: «Por esos campanarios / ya habrán ido llegando las cigüeñas», no se está dirigiendo a ningún ente virtual. Este Palacio ―por quien tan pocas veces nos preguntamos quién pudiera ser― fue casi uña y carne de Machado durante su etapa soriana. Casado con una prima de Leonor, este periodista estuvo muy unido con el poeta, publicó bastantes de sus poemas e incluso fundaron juntos algún periódico.

            Ovidio, fray Luis y Machado hablaban de personas muy afines que no tenían nada de virtuales, que no necesitaban decirse «sé mi amigo» porque un lazo muy real los ataba.

            Y a todo esto ―me interrumpe Zalabardo― ¿a qué viene lo de conocer a van Gogh? Entonces le cuento que ―a veces― en la vida tiene uno encuentros casuales que difícilmente se olvidan. Como el que tuve yo el otro día en la cacereña Guadalupe. Me encontraba sentado en un banco del Mirador del Parque de la Constitución, admirando la bella estampa del pueblo, cuando se nos acercó un señor que salía del Centro de Salud. Hacía sol y la temperatura era agradable, aunque las previsiones hablaban de lo contrario. Comenzamos a hablar del tiempo ―tema siempre socorrido para iniciar una conversación― y el buen señor echó mano de las predicciones meteorológicas populares: Cuando el Picobu tiene copa, Guadalupe hecha una sopa, dijo señalando un cerro que teníamos frente cuya cima cubrían unas nubes.

 


           El refranero popular suele contradecirse con frecuencia en temas meteorológicos, pues si uno anuncia que en abril, aguas mil, se le une otro que sostiene que las aguas de abril caben todas en un barril. Me explicó que el Picobu era el nombre que allí dan a aquel pequeño cerro y añadió otros que ―naturalmente― se sentía obligado a glosar: Nieblas altas, aguas bajas; A finales de marzo y primeros de abril, si el cuclillo no canta, o ha muerto o le viene la fin. «¿Sabe usted lo que es un cuco?» ―me interrogó, para, de inmediato, continuar―: «¿Sabe usted por qué se llama así? Porque es muy cuco, y en lugar de trabajar, aprovecha el nido que otros hacen para dejar allí sus huevos».

            Hablamos de que también a mí me gustan los refranes, de mi paisano Rodríguez Marín, de los frailes jerónimos que fundaron el monasterio, de los marqueses de Riscal y de la Romana, que fueron dueños de aquellas tierras. Pero yo no conseguía que me dijera su nombre: «Yo tengo sangre alemana, portuguesa y española». De ahí no pasaba, porque enlazaba otro refrán: ¡Quién fuera caballo en mayo, perro por san Miguel, gato por la matanza y, en viernes, mujer! Y me retaba a que adivinara el sentido: «En mayo, la hierba es más tierna; los higos por san Miguel son más dulces; los gatos tienen mucha comida cuando hay matanza; y, en día laborable, ser mujer, porque ella no trabaja». No le digo nada y atribuyo su machismo a su edad ―me confesó tener noventa y un años―.

            Zalabardo vuelve a la carga: «Pero, ¿qué pasa con van Gogh?» Así que debo ir al grano. Tras mucho andar y desandar ―refrán para arriba, refrán para abajo―, yo le insistía en querer saber su nombre: «Es que quiero contar nuestro encuentro en internet, porque los dos somos aficionados a los refranes». Por fin, me dijo: «Yo me llamo José Vicent van Gogh». Quedé asombrado, sin dar crédito a lo que oía: «¿Vincent van Gogh?». «No, Vicent, como Vicente, pero sin la e final». Insistí: «Pero, ¿van Gogh?». Y él, imperturbable, respondió: «Sí, sí, como el pintor. A veces he pensado si, de alguna manera, seremos parientes, aunque eso es muy difícil de demostrar».

            Suenan las campanas de la cercana parroquia de la Trinidad, y la conversación se corta: «Es que a esta hora regreso a mi casa para comer». José Vicent van Gogh no solicitó ser mi amigo; ni yo le hice a él petición de serlo suyo. Es casi seguro que el tiempo no nos dará oportunidad de volver a encontrarnos. Pero la media hora que pasamos hablando nos convirtió en amigos reales.

sábado, mayo 03, 2025

LA LLAVE, EL CÓNCLAVE Y SINODALIDAD

 


Hay palabras ―le digo a Zalabardo― que, por su misma sencillez, disimulan toda su carga simbólica. Es lo que pasa con llave. Todos estamos acostumbrados a ese instrumento metálico ―en tiempos, enorme y pesado, hoy diminuto y fácil de llevar― que, introducido en una cerradura, activa su funcionamiento. No importa que la llave clásica haya sido sustituida en nuestro tiempo por microchips insertados en una plaquita de plástico (los chips de identificación por radiofrecuencia); su función no ha variado.

            Antigua o moderna, la llave posee un valor simbólico en el que no solemos pensar. La llave es independencia, confianza, éxito y seguridad. Por eso llamamos llave a cualquier recurso que elimina el obstáculo que nos impide alcanzar un objetivo; a la acción ―en un deporte de lucha― con la que se inmoviliza al contrario; al dispositivo que permite o impide el paso de agua por un conducto; a la asignatura cuyo aprobado es necesario para pasar al nivel superior; a la dovela superior, en un arco, que traslada fortaleza de las demás; a la actuación que nos permite salir airosos en cualquier trance…

            La raíz indoeuropea kleu-, ‘gancho, clavija’, es el origen del verbo latino claudo, ‘cerrar’ (porque se cerraba mediante un gancho). De ahí proceden claustro, cláusula, concluir, clavícula, recluir, excluir… Pero también es origen de clavis, llave. El castellano, que en algunas cuestiones parece querer llamar la atención entre las lenguas románicas, usa llave porque palatalizó en ll todo grupo inicia cl latino (clamare, ‘llamar’), pues, en nuestro entorno, el catalán dispone de clau, el francés, de clé, el italiano de chiave, o el portugués de chave.

            La charla anterior nos lleva a Zalabardo y a mí hasta cónclave, término muy utilizado en estos días tras la muerte del papa Francisco. Aunque el origen de la palabra está en la unión de cum y clavis, ya en el latín clásico existía conclave, -is, ‘habitación cerrada con llave’ e, incluso, ‘calabozo’, voz atestiguada en Terencio y en Cicerón. Sin embargo, esta palabra, con el tiempo, se ha ido especializando en significar el ‘proceso en que los cardenales se reúnen para elegir nuevo papa’.



            Desde los primeros tiempos del cristianismo, era normal la reunión de los prelados para decidir sobre el sucesor del pontífice difunto. Pero lo que hoy nos parece tan natural nos debe hacer pensar en un suceso peculiar acaecido en el siglo XIII. A la muerte del papa Clemente IV ―en 1268―, los cardenales reunidos en la ciudad italiana de Viterbo no lograban ponerse de acuerdo. La causa eran las rencillas entre los franceses y los italianos. Tras tres años de votaciones fallidas, en 1271, las autoridades civiles de la ciudad de Viterbo tomaron una decisión drástica: los cardenales permanecerían literalmente encerrados con llave ―en cónclave― en un local que ni siquiera disponía de techo, por lo que estaban expuestos a los elementos. También se les racionó la comida. De allí no saldrían hasta haber elegido un nuevo papa.

            La medida tuvo rápido efecto. Fue elegido Teobaldo Visconti ―Zalabardo me pregunta si este Visconti tendrá relación con el director de cine Luchino Visconti, pregunta que no le puedo responder―. Teobaldo, que en aquellos momentos era obispo de Lieja, no estaba presente en el cónclave. Se encontraba en Tierra Santa, encabezando las tropas de Eduardo I de Inglaterra en la conocida como Novena Cruzada, por lo que, en el invierno de aquel año, abandonaría la campaña tras conocer su designación.

            Accedió al papado con el nombre de Gregorio X y, poco después ―en 1274―, convocaría el Concilio de Lyon, en el que se regularon todas las medidas a las que se tendría que ajustar en adelante el proceso de elección papal. Una de ellas era la que imponía que el elegido fuese un cardenal. Él mismo no lo era en el momento en que fue elegido y hubo que llevar con prisas su acceso al purpurado.

            También estamos acostumbrados a ver que el cónclave se celebre en la Capilla Sixtina, lo que no siempre ha sido así. No existió sede prefijada hasta 1492 en que se decidió que la reunión tendría lugar en el Vaticano. Pero solo en 1878 se determinó que la capilla decorada por Miguel Ángel fuese el lugar de celebración del cónclave. Y así sigue la cosa por el momento.

            Ya que estamos con este tema, le sugiero a Zalabardo que también podríamos referirnos a otra palabra, sínodo, que, sin estar directamente relacionada con llave, tiene gran resonancia en nuestros días gracias a un derivado suyo, sinodalidad. Si miramos en un diccionario, encontraremos que sínodo se recoge como término propio del lenguaje eclesiástico. El Diccionario de Manuel Seco solo dice que es ‘asamblea de eclesiásticos, especialmente de obispos’. Y aunque el de la RAE presenta como cuarta acepción que, en astronomía, es ‘conjunción de planetas’, ni en el Glosario de la Sociedad Española de Astronomía ni en el del Planetario de Buenos Aires aparece recogido tal término.

            Sínodo es término griego formado por συν, ‘encuentro, reunión, asamblea’ y ὀδος, ‘camino, viaje, ruta’. En la antigua Grecia, se llamó sínodo a la reunión que celebraba en Delos la Liga Marítima. En términos generales, un sínodo era una reunión para caminar juntos en la resolución de un asunto. Pero muy pronto la Iglesia acogió el término para designar las reuniones de la jerarquía eclesiástica, bien con carácter universal o bien local.



            Sinodalidad
, por su parte, es un neologismo que comenzó a emplearse en el Concilio Vaticano II, pero que ha sido relanzado por el difunto papa Francisco y que ha levantado ampollas en algunos círculos eclesiásticos que creen mermado su poder. Las conversaciones que Javier Cercas mantiene con personas muy allegadas al pontífice y que podemos leer en El loco de Dios en el fin del mundo, libro que le encargaron escribir sobre el viaje del papa a Mongolia en 2023 y cuya lectura recomiendo, deja muy claro qué sea la sinodalidad. Ya no es solo la reunión de obispos durante un tiempo determinado, sino un proceso de varios años en el que interviene todo el pueblo cristiano. Todos están invitados y nadie debe ser excluido.

            Me pregunta Zalabardo si eso significa imponer una democracia en el funcionamiento de la Iglesia. Esa misma pregunta planteó Cercas a varios entrevistados. Todos le decían que no es exactamente eso, pues la Iglesia no puede entenderse como una sociedad política, pero sí algo parecido: terminar con el clericalismo, creencia de que la jerarquía religiosa es quien decide en todo, e imponer un sentido de participación efectiva de todos los fieles, e incluso de quienes no lo son. Una de las tareas que aguardan a quien salga elegido papa en este cónclave es la de hacer realidad tal concepto.