Decía un personaje de Valle-Inclán ―don Estrafalario, en el esperpento Los cuernos de don Friolera― que nuestro teatro clásico, a falta de la capacidad de transmitir la violencia estética que se encuentra, por ejemplo, en la Ilíada, «tiene toda la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática».
Zalabardo sabe bien los años que he
ejercido como profesor y las clases de gramática que he impartido. ¿Podría
decir que los alumnos se divertían durante esas clases? Sinceramente, he de
reconocer que no, que la gramática no es una disciplina que resulte atractiva
para el alumnado; sabido es que todo cuanto sean reglas y normas estrictas repele
al espíritu juvenil, ansioso de libertad. Las clases más amenas eran aquellas
en que se dejaban a un lado las tediosas cuestiones de sintaxis o de morfología
y mirábamos hacia otros aspectos de la lengua, como pudiera ser el de su
función comunicativa. A mí me gustaba trufar las clases con chistes y
adivinanzas ―«Dónde lleva aceituna la h? En el hueso»―.
Confieso que alcancé fama de ser un malísimo contador de chistes.
¿Quiero decir con esto que la
gramática debe ser desterrada de las clases? Por supuesto que no. Creo muy necesarias
obras como la Nueva Gramática de la Academia o la Gramática
descriptiva, de Ignacio Bosque, como también la Gramática
descomplicada, de Álex Grijelmo. Pero no hay que abusar de ellas
ante los alumnos. Por eso también me preguntaba muchas veces ―y me sigo
haciendo la pregunta―: ¿Buscamos convertir a nuestros alumnos en eminentes y
eruditos filólogos o conseguir que se comuniquen lo más correctamente posible
en la lengua que adquirieron ya en su nacimiento?
Pienso que lo segundo. A esta idea fui llegando al comparar mis clases con las de enseñanza de lenguas extranjeras. El Centro Virtual Cervantes, en 1998, publicó un interesante estudio de Irene Doval Reixa, de la Universidad de Santiago, y Mar Soliño Pasó, de la Universidad de Salamanca, Gramática y comunicación: ¿conceptos antitéticos?, en el que hablan de cómo en la enseñanza de lenguas extranjeras se produjo un proceso de desgramaticalización porque el aprendizaje de la gramática es incompatible con una enseñanza cuyo objetivo último sea la capacidad comunicativa.
La experiencia enseña ―no sé cuántos profesores de lengua estarán de acuerdo conmigo― que la acumulación de reglas gramaticales no hace que nuestros alumnos se expresen mejor en público, acierten a exponer su pensamiento por escrito en el modo debido, redacten un CV cuando aspiren a un puesto de trabajo, entiendan mejor lo que han leído en un libro o en un periódico, u oído en la radio.
¿Qué hacer, entonces? En otro
artículo, ¿Es necesario estudiar gramática para aprender un idioma?
―no recuerdo ahora la fecha― su autor, Álvaro Heras se pregunta cuál es
la influencia real del estudio de la gramática en el dominio de un idioma.
Llega a la conclusión de que lo mejor es aprender de forma subconsciente,
sin necesidad de un estudio consciente de las reglas. Y pone un ejemplo muy
simple. Un niño pequeño dirá en sus primeros años ―puesto que la lengua tiende
a la regularidad― yo no cabo
o esto se ha rompido. Pero, a fuerza de escuchar en el contexto
en que se mueve la manera de hablar de otros en quienes confía ―sus padres, sus
maestros, los libros― acaba por decir quepo y roto
sin necesidad de conocer las reglas sobre verbos irregulares españoles.
Lo que le quiero decir a Zalabardo
es que, sin abandonar la enseñanza de la gramática ―siempre será necesario el
conocimiento de las reglas por las que se rige nuestro código― habría que
prestar más atención a la mejora de la competencia comunicativa, que es el
principal objetivo que pretendemos. Hacer que los alumnos lean, hablen en
público, escriban… Y, sobre sus propias creaciones, ir explicando las reglas;
pero no al revés. Que esto no se cumple del modo debido es la causa de que
numerosos profesionales de la comunicación cometan errores que no deberían
cometer, provocando que quienes los siguen incurran también en ellos. Hace unos
días, en un periódico de prestigio leía: «El equipo de Ancelotti se
adelanta en la eliminatoria de octavos ante un rival sólido impulsado por una
genialidad de Brahim». ¿Es Brahim un genio de ese rival sólido o
es integrante del equipo de Ancelotti? El texto hubiese quedado totalmente
claro si se hubiera redactado, por ejemplo, «Una genialidad de Brahim
adelanta al equipo de Ancelotti ante un rival sólido».
Pocos días después, en el mismo
medio, leo: «Aquel que se ofende cuando una mujer reclama igualdad debería
pensar en porqué lo hace». Aquí, la redacción adecuada tendría
que haber sido «pensar por qué lo hace» o «pensar en el
porqué de lo que hace». Si un profesional no es capaz de usar
correctamente porque, porqué, por que
y por qué, ¿cómo pretenderemos que un hablante medio lo haga?
Antes, cuando yo era pequeño, se nos enseñaban reglas muy simples de manera también simple. Por ejemplo, en un dictado se incluían frases de tipo «Ahí hay un hombre que dice ay», o «Cuando vaya al campo, saltaré la valla para coger bayas» y cosas de ese tipo. Sobre los propios textos del alumno se irían explicando las reglas. Así sabrían que, en una información sobre un suceso no debe decirse «Hubo un incendio, resultando heridas tres personas», sino «…un incendio, en el que resultaron heridas…». Se aprendería de manera natural ―subconsciente, dice Hervás― que el gerundio expresa anterioridad o simultaneidad, pero nunca posterioridad.
El filólogo tiene obligación de
conocer todo el conjunto de las reglas, como el ingeniero aeronáutico cuanto
hay que saber de su materia; pero al hablante normal ―sin necesidad de saber
qué sea pleonasmo, metátesis, solecismo y todas esas cosas― hay que dirigirlo a
que conozca de manera intuitiva que es una barbaridad redactar un cartel que
ponga «Prohibido el paso a todos los animales, excepto al burro del
alcalde», que decir «Detrás de mí» es más correcto que «Detrás
mía», que, aunque Arguiñano diga almóndiga,
las que están «ricas, ricas y tienen fundamento» son las albóndigas,
o que, en fin, si decimos que «estamos helados» o que «lo hemos visto», sobran
los añadidos de frío o con mis propios ojos.