sábado, marzo 08, 2025

LA ANTIPATÍA DE LA GRAMÁTICA

Decía un personaje de Valle-Inclándon Estrafalario, en el esperpento Los cuernos de don Friolera― que nuestro teatro clásico, a falta de la capacidad de transmitir la violencia estética que se encuentra, por ejemplo, en la Ilíada, «tiene toda la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática».

            Zalabardo sabe bien los años que he ejercido como profesor y las clases de gramática que he impartido. ¿Podría decir que los alumnos se divertían durante esas clases? Sinceramente, he de reconocer que no, que la gramática no es una disciplina que resulte atractiva para el alumnado; sabido es que todo cuanto sean reglas y normas estrictas repele al espíritu juvenil, ansioso de libertad. Las clases más amenas eran aquellas en que se dejaban a un lado las tediosas cuestiones de sintaxis o de morfología y mirábamos hacia otros aspectos de la lengua, como pudiera ser el de su función comunicativa. A mí me gustaba trufar las clases con chistes y adivinanzas ―«Dónde lleva aceituna la h? En el hueso»―. Confieso que alcancé fama de ser un malísimo contador de chistes.

            ¿Quiero decir con esto que la gramática debe ser desterrada de las clases? Por supuesto que no. Creo muy necesarias obras como la Nueva Gramática de la Academia o la Gramática descriptiva, de Ignacio Bosque, como también la Gramática descomplicada, de Álex Grijelmo. Pero no hay que abusar de ellas ante los alumnos. Por eso también me preguntaba muchas veces ―y me sigo haciendo la pregunta―: ¿Buscamos convertir a nuestros alumnos en eminentes y eruditos filólogos o conseguir que se comuniquen lo más correctamente posible en la lengua que adquirieron ya en su nacimiento?

            Pienso que lo segundo. A esta idea fui llegando al comparar mis clases con las de enseñanza de lenguas extranjeras. El Centro Virtual Cervantes, en 1998, publicó un interesante estudio de Irene Doval Reixa, de la Universidad de Santiago, y Mar Soliño Pasó, de la Universidad de Salamanca, Gramática y comunicación: ¿conceptos antitéticos?, en el que hablan de cómo en la enseñanza de lenguas extranjeras se produjo un proceso de desgramaticalización porque el aprendizaje de la gramática es incompatible con una enseñanza cuyo objetivo último sea la capacidad comunicativa.

 


           La experiencia enseña ―no sé cuántos profesores de lengua estarán de acuerdo conmigo― que la acumulación de reglas gramaticales no hace que nuestros alumnos se expresen mejor en público, acierten a exponer su pensamiento por escrito en el modo debido, redacten un CV cuando aspiren a un puesto de trabajo, entiendan mejor lo que han leído en un libro o en un periódico, u oído en la radio.

            ¿Qué hacer, entonces? En otro artículo, ¿Es necesario estudiar gramática para aprender un idioma? ―no recuerdo ahora la fecha― su autor, Álvaro Heras se pregunta cuál es la influencia real del estudio de la gramática en el dominio de un idioma. Llega a la conclusión de que lo mejor es aprender de forma subconsciente, sin necesidad de un estudio consciente de las reglas. Y pone un ejemplo muy simple. Un niño pequeño dirá en sus primeros años ―puesto que la lengua tiende a la regularidad―  yo no cabo o esto se ha rompido. Pero, a fuerza de escuchar en el contexto en que se mueve la manera de hablar de otros en quienes confía ―sus padres, sus maestros, los libros― acaba por decir quepo y roto sin necesidad de conocer las reglas sobre verbos irregulares españoles.

            Lo que le quiero decir a Zalabardo es que, sin abandonar la enseñanza de la gramática ―siempre será necesario el conocimiento de las reglas por las que se rige nuestro código― habría que prestar más atención a la mejora de la competencia comunicativa, que es el principal objetivo que pretendemos. Hacer que los alumnos lean, hablen en público, escriban… Y, sobre sus propias creaciones, ir explicando las reglas; pero no al revés. Que esto no se cumple del modo debido es la causa de que numerosos profesionales de la comunicación cometan errores que no deberían cometer, provocando que quienes los siguen incurran también en ellos. Hace unos días, en un periódico de prestigio leía: «El equipo de Ancelotti se adelanta en la eliminatoria de octavos ante un rival sólido impulsado por una genialidad de Brahim». ¿Es Brahim un genio de ese rival sólido o es integrante del equipo de Ancelotti? El texto hubiese quedado totalmente claro si se hubiera redactado, por ejemplo, «Una genialidad de Brahim adelanta al equipo de Ancelotti ante un rival sólido».

            Pocos días después, en el mismo medio, leo: «Aquel que se ofende cuando una mujer reclama igualdad debería pensar en porqué lo hace». Aquí, la redacción adecuada tendría que haber sido «pensar por qué lo hace» o «pensar en el porqué de lo que hace». Si un profesional no es capaz de usar correctamente porque, porqué, por que y por qué, ¿cómo pretenderemos que un hablante medio lo haga?



            Antes, cuando yo era pequeño, se nos enseñaban reglas muy simples de manera también simple. Por ejemplo, en un dictado se incluían frases de tipo «Ahí hay un hombre que dice ay», o «Cuando vaya al campo, saltaré la valla para coger bayas» y cosas de ese tipo. Sobre los propios textos del alumno se irían explicando las reglas. Así sabrían que, en una información sobre un suceso no debe decirse «Hubo un incendio, resultando heridas tres personas», sino «…un incendio, en el que resultaron heridas…». Se aprendería de manera natural ―subconsciente, dice Hervás― que el gerundio expresa anterioridad o simultaneidad, pero nunca posterioridad.

            El filólogo tiene obligación de conocer todo el conjunto de las reglas, como el ingeniero aeronáutico cuanto hay que saber de su materia; pero al hablante normal ―sin necesidad de saber qué sea pleonasmo, metátesis, solecismo y todas esas cosas― hay que dirigirlo a que conozca de manera intuitiva que es una barbaridad redactar un cartel que ponga «Prohibido el paso a todos los animales, excepto al burro del alcalde», que decir «Detrás de mí» es más correcto que «Detrás mía», que, aunque Arguiñano diga almóndiga, las que están «ricas, ricas y tienen fundamento» son las albóndigas, o que, en fin, si decimos que «estamos helados» o que «lo hemos visto», sobran los añadidos de frío o con mis propios ojos.

sábado, marzo 01, 2025

ANDALUCÍA

 


Puesto que cuando escribo este apunte es viernes, 28 de febrero, Día de Andalucía, le sugiero a Zalabardo que revisemos algunos textos que se le han dedicado a nuestra tierra. No es mi intención que hablemos de nuestro dialecto ―me parece innecesario insistir en su riqueza o en la obligación que tenemos de cuidarlo, o en la circunstancia de que fuese precisamente un andaluz, Antonio de Nebrija, quien escribiese la primera gramática del español―. Le pido que lo hagamos solo por dejar constancia documental ―frente a quienes aún sienten complejo por ser andaluces― del peso de nuestra historia y de nuestra influencia cultural en lo que llamamos España.

            Le propongo a mi amigo comenzar con palabras de Alfonso Grosso, que, en Andalucía, un mundo colonial, habla del espíritu integrador de esta parte de España: «No imaginaremos [en Andalucía] una postura nacionalista […] ni siquiera de regionalismo. […] En último término, se trata de todo lo contrario: de su deseo de incorporación en igualdad de condiciones al cuerpo nacional y la única verdad evidente es que […] cuando Andalucía despierta […] es capaz de cualquier cosa, como ponerle, por ejemplo, luminarias a todas las calles de Córdoba en pleno siglo X […] o levantar, como Sevilla, la torre más alta del mundo ―la Giralda― a finales del siglo XII». Y poco más adelante, señala: «Cuando buena parte de Europa no era más que un glaciar, y ni Roma era Roma, ni Grecia era siquiera Grecia aún, Andalucía era ya Andalucía. La Biblia hace referencia a ella cuando habla de los reyes de Tharsis, los primeros reyes andaluces».

            En efecto, en el primer libro de los Reyes (10,22), se lee hablando de Salomón: «La flota del rey se hacía a la vela, e iba la flota de Hiram una vez cada tres años a Tharsis a traer de allí oro y plata, y colmillos de elefantes y pavos reales». Y aunque sean muchas las discusiones de los especialistas, todo parece indicar que Tharsis no era sino el reino de Tartessos, en el sur peninsular, de cuyas minas de plata y oro habla Plinio en su Historia Natural.

            Tharsis, Al-Andalus, Andalucía. ¿De dónde nos proviene el nombre? Es difícil saberlo. Si las teorías circulan de norte a sur mantienen una idea, «tierra de los vándalos», uno de los pueblos germanos que vinieron a la Península. Si circulan de sur a norte, la idea es otra. No entremos en la discusión, pues no tenemos argumentos para inclinarnos hacia un lado o hacia el otro. Pero desde el sur, los propios judíos andalusíes ―al hablar de la tierra de Sefarad a la que se vieron expatriados― sostienen ―lo hace Moshe ben Ezra en su Libro de la Disertación y el Recuerdo― que el nombre Al-Ándalus que los musulmanes dieron a Sefarad procedía del gentilicio correspondiente a Andalisán, personaje que vivió en época del rey Ispán, relacionado a su vez con Aspamia, denominación utilizada en las tradiciones de la diáspora judía para esta tierra, de donde procederá también el Hispania latino. Dejamos ahí la cosa y, quien quiera puede añadir, quitar o buscar por donde le parezca mejor.

            José Manuel Cabra de Luna, presidente de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo, de Málaga, pronunció un Día de Andalucía de 2016 un discurso ―Elogio de Andalucía. Hacia un nuevo humanismo― en el que afirmaba: «Quiero recuperar a los andaluces que con su vida y con su obra nos han constituido, nos han hecho ser lo que somos y como somos». E iniciaba un repaso elogioso de la aportación en diferentes disciplinas de la cultura española por parte de esos andaluces. En esa relación aparecen los nombres de Ibn Gabirol, Maimónides, Avicena, San Isidoro, Averroes, Trajano, Adriano, Séneca, Turina, Falla, Bernardo de Gálvez, Nebrija, Velázquez, Picasso, Góngora, María Zambrano, Lorca, Machado, María Teresa León, Aleixandre, Cernuda… Y culmina: «Por lo que nos aportaron, los que vivimos en esta tierra tenemos la obligación de hacer de la cultura un territorio común».

 

           Le sugiero a Zalabardo que cerremos el breve apunte de hoy con palabras de Blas Infante en su Ideal andaluz: «Andalucía existe: no es preciso crearla. […] Se ha dicho que el pueblo andaluz no tiene historia […] La historia no es la narración de las bélicas manifestaciones de una continuada actividad guerrera. Esta será la historia de la barbarie humana. Según su verdadera concepción, la historia de un pueblo es la de su genio, pugnando siempre, a través de los obstáculos históricos, por explayar e imponer sus alientos civilizadores. Y esa historia la tiene Andalucía».

        Dejemos, pues, que otros se enzarcen en disputas defensoras de un nacionalismo trasnochado. Que a nosotros nos baste, simplemente, sentirnos orgullosos de ser andaluces.