viernes, junio 20, 2025

IR AL GARETE

 

Provoca malestar y desencanto leer que España, un país entre los punteros de la Unión Europea, haya bajado en 2024 diez puestos en el Índice de Percepción de la Corrupción, publicado por Transparencia Internacional. Se nos coloca ahora en el lugar 46 de entre 180 países. Según ese informe, somos tan corruptos como Chipre o Chequia, y más que Portugal o Ruanda, por citar solo unos casos.

            El malestar se ahonda cuando nos enteramos de que en un Gobierno que se proclama de progreso y de preocupado por las mejoras sociales estalla la bomba de la corrupción con los vergonzantes casos de Ábalos y Cerdán ―que ocupaban altos puestos en el organigrama del PSOE y del propio Gobierno― y de ese Koldo ―con apariencia de chico de los recados― pero que ha resultado más pícaro y listillo que los otros dos. Y claro, nos decimos ante este panorama que al Gobierno y a su Presidente parece que todo se le va al garete.

            Dice María Moliner en su no suficientemente alabado Diccionario de uso del español ―magnífico corpus del español que compuso ella sola, sin ayudas ni subvenciones, a lo largo de quince años, en su casa, usando la mesa del salón como lugar de trabajo y fuera de su horario laboral como archivera―, que ir al garete probablemente provenga del la expresión francesa être égaré, ‘ir sin dirección’ y que, en lenguaje marítimo significa ‘ser llevada por el viento o por la corriente una embarcación que ha quedado sin gobierno’ o, más brevemente, ‘ir a la deriva’. Me dice Zalabardo que así está la política española, pues no dejamos de tropezar en la misma piedra y hemos de encarar problemas de corrupción graves que ya amargaron la vida de otros gobiernos de diferentes signos: el socialista de Felipe González, los populares de José María Aznar y Mariano Rajoy ―estos aún a la espera de resolución judicial― y, ahora, el socialista de Pedro Sánchez. O sea, que se nos sigue yendo todo al garete.

            Cree Zalabardo haber leído que la palabra mordida, con el sentido de ‘provecho o dinero obtenido de un particular por un empleado o funcionario, con abuso de las atribuciones de su cargo’ también se relaciona con el vocabulario marítimo y tiene sus orígenes posiblemente en México. Al menos ―me dice― eso ha leído en la revista mexicana CQ. Pero son dos las interpretaciones que hay. Una sostiene que se remonta a los siglos XVI y XVII y tiene que ver con el rescate de la mercancía de los buques naufragados. Los buzos que intervenían se enfrentaban a un peligroso trabajo y, por hacerlo, exigían una retribución, que consistía en la cantidad de monedas que pudieran alojar en sus bocas tras la última inmersión realizada. O sea, lo que pudiesen obtener en una mordida.



            Sin desmentir la anterior explicación hay otra que muy posiblemente se derive de la primera. En aquellos años, el comercio naval entre América y España ―y posteriormente Filipinas― era intenso. Este comercio se controlaba desde la Casa de Contratación de Indias, institución castellana que se fundó en Sevilla en 1503. Desde la Casa de Contratación se establecieron las rutas por las que los galeones llegaban desde lejanos puertos a Cádiz y Sevilla, especialmente. Para hacer posible un adecuado control, se estableció en los puertos de origen un monopolio que constituyó la llamada Carrera de Indias. Sus funcionarios eran los encargados de revisar y autorizar la salida de los buques que partían hacia la Península. Las navieras hacían cuanto podían por conseguir los permisos con la mayor rapidez posible y no dudaron en ofrecer sobornos a los funcionarios. A estos sobornos, en casi toda América, se les llamó mordidas, con lo que una palabra que se aplicaba al beneficio por un trabajo pasó a designar el beneficio por una mala praxis.

            Hemos consultado el CORDE ―Corpus Diacrónico del español― y no encuentro ejemplos del empleo de esta palabra en textos escritos más que en dos casos. Uno es en Juan Martín el Empecinado (1874), novena novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós. Allí se lee: «¿Si a mí me diera la gana de indultarle y mandar que le dieran cincuenta palos por la mordida…?» El aludido responde que, si lo indultan, no es por magnanimidad, sino porque tienen miedo a lo que pueda decir. El otro ejemplo es de Pablo Neruda. En el Canto general (1938-1949) hay unos versos que dicen: «…ellos pagaban la mordida o coima, / a unos y otros jefes. Otros / daban más.»

            O sea, que estamos ante un fenómeno que no es de ahora, lo que no aporta ningún consuelo, sino al contrario, pues es demostración de que la democracia aún debe avanzar bastante en esto de la honradez de los servidores públicos. El «Yo te concedo a ti tal obra, que te va a reportar millones, a cambio de que tú me ofrezcas a mí una pequeña parte de esas ganancias» parece ser el planteamiento con siglos de existencia.

            El malestar de Zalabardo ―y por supuesto el mío― no nace de que creamos imposible acabar con estas prácticas sucias de las mordidas. Desazona ver cómo quienes más se escandalizan ―en el momento presente― sean el PP ―que aún está metido y pendiente de resolución de veintitantos casos similares de corrupción― y VOX ―un partido formado por fanáticos integristas―.



            Que a Pedro Sánchez le cabe la culpa de ser responsable político de la situación ―pues no fue capaz de ver a quiénes metía en altos puestos― parece innegable. En tal situación, lo que cabe es presentar una moción de censura o una moción de confianza. Pero si Sánchez anda alelado por lo que se le ha venido encima y no reacciona, Feijóo está más alelado aún porque todavía no se ha repuesto por no haber salido Presidente tras las elecciones de 2023, asunto del que solo él es culpable por no conocer lo que la Constitución dice sobre las mayorías parlamentarias para acceder a la Presidencia.

            En esta tesitura, me dice Zalabardo, caso de ser él jefe de la oposición no dudaría un momento en presentar una moción de censura. Y, si la ganara, pensaría que los socialistas se han merecido perder el poder. En tal caso ―me sigue diciendo― lo que él nunca haría sería azuzar a los ciudadanos a la zafiedad de que lo llamasen hijo de puta, como él y los suyos consienten que se haga con Sánchez. Y es que, aparte de que siempre es bueno guardar las formas y la educación, Sánchez ―pese a Cerdán, Ábalos y Koldo― aún sigue siendo el Presidente de la nación. Claro que la derecha española acoge de buena gana como modelo de actuación a ese fantasmón maleducado que se ha convertido el presidente de los Estados Unidos.

sábado, junio 14, 2025

MÁS VIEJO QUE LA COTUMBLÁ

 


Ya en el siglo XVIII, Benito Jerónimo Feijoo ―no es la primera vez que hablo de él― se enfrentó a quienes criticaban la introducción de palabras extranjeras en nuestra lengua, echándoles en cara que lo que algunos llamaban pureza de la lengua no era sino pobreza. El criterio de Feijoo (Benito) se basaba en que se debía usar siempre la palabra que mejor conviniese a lo que se quería decir, con independencia de su origen. No muy apartado de este sentir se mostró ―dos siglos antes― Juan de Valdés, cuando afirmaba: «el estilo que tengo me es natural, y sin afectación ninguna escribo como hablo; solamente tengo cuidado de usar de vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolo cuanto más llanamente me es posible».

            Le estoy contando a Zalabardo una anécdota reciente. Hace unos días, un grupo de amigos de esos cuya amistad viene reforzada desde la niñez por un cemento inmune a cualquier aluminosis posible nos reunimos en Sevilla para comer. Entre los integrantes de esa reunión quiero destacar a Mari Pepa Márquez, una de las personas más vivarachas y vitalistas que uno pueda imaginar. Entre las virtudes de Pepa es preciso señalar que ella, como Valdés, usa al hablar un estilo natural, sin afectación, y se vale de vocablos que significan bien lo que quiere decir y lo hace con la mayor llaneza del mundo. Lo peculiar en ella es la espontaneidad con que sigue valiéndose de la lengua tradicional, que mezcla con la actual sin dejarse contaminar por modernismos. Pepa difícilmente hablará de leggins o de pullover y cosas así. Ella sabe que no necesita hablar de jersey porque en nuestro pueblo siempre nos pusimos saquitos o que, si hace fresco, sirve tanto una bobita como una chaquetilla. Dice velorio en lugar de velatorio, prefiere decir colorao antes que rojo, sardinel o rebate antes que escalón. ¿Inquieta ella? Ella es un bilorio. Y, si lo necesita, no pedirá una cuerda ni un cordón, sino un jical. Podría seguir poniéndole a mi amigo ejemplos del habla viva de Pepa.

            Escuchar a Pepa es un placer, porque es un ejemplo viviente del habla tradicional de nuestra zona frente a este mundo globalizado que nos ha tocado vivir, también en esto del léxico. Durante la comida a que me refiero, alguien hizo un comentario que no creo que sea recordado por ninguno de los presentes. Ni lo que se dijo ni quién lo dijo. Pero ninguno habrá olvidado la reacción de Pepa Márquez al comentario: «Eso es más viejo que la cotumblá». Por un instante, se hizo un total silencio hasta que varios, sorprendidos, preguntamos: «¿La cotumblá? ¿Qué es eso?». Aunque pueda parecer extraño, la persona más sorprendida en aquel instante fue la propia Pepa: «¿Pero ustedes no habéis escuchado nunca lo de ser más viejo que la cotumblá? Pues se ha dicho en el pueblo toda la vida». Cierto es que no supo decirnos qué o quién es la cotumblá, pero sabía perfectamente que la expresión se emplea para reforzar la antigüedad de algo, como cuando se dice ser más viejo que Matusalén o ser más antiguo que la Tana.

 


           Como siento curiosidad por estas rarezas del lenguaje, le relato a Zalabardo mis pesquisas. Lo primero que he encontrado ha sido una obrita de nuestro Rodríguez Marín, Varios juegos infantiles del siglo XVI, en que alude a una obra de Quevedo, Discurso de todos los diablos, donde se pregunta quién pudo inventar tantas palabras sin sentido que aparecen en los juegos de los muchachos. Entre ellas cita una, naqueracuza que a Rodríguez Marín le recuerda una cancioncilla de origen catalán que cantan los niños y que comienza Atusa cacaramusa.

            Carlos Ros, autor del siglo XVIII, describe en Romanç nou ese juego diciendo que un jugador, arrodillado, oculta la cabeza entre las piernas de otro ―llamado madre― y aguanta las palmadas y los pellizcos de sus compañeros, hasta que salen corriendo para esquivar las acometidas del que se levanta para perseguirlos. Este juego lo comenta también Ana Pelegrín Sandoval en Juegos y poesía popular en la literatura infantil y juvenil, 1750-1987, tesis doctoral que le dirigió Andrés Amorós en los años 1991-1992. En un capítulo titulado La campanada es el dar sin reír y sin hablar, recoge una cancioncilla, Amagar y no dar, que comienza:

Amagar y no dar.

Cantimplora cantimploramos,

Que buen juego tenemos.

Amagar y no dar…

            En una nota explica que de esa canción ―y por supuesto del juego― hay muchas versiones y cita entre ellas La cotumblá, de Rodríguez Marín. Vuelvo a nuestro paisano que dice conocer la siguiente canción murciana:

Tusa cascaramusa,

Jarrito de mear,

Alzar y no dar,

Dar sin reír,

Dar sin hablar,

Un repisquito en el culo

Y echarse a volar.

            Y nos remite a la que él recogió en nuestra tierra y que aparece en su magistral Cantos populares españoles:

A la cotumblá,

A la cotumblemo.

¡Qué lindo juego tenemos!

Que no sabemos jugá.

Amagá y no dá.

Dá sin reí.

Dá sin hablá.

Un peyisquito’n er culo

y echarse a volá.



            O sea ―le digo a Zalabardo―, que cuando Pepa Márquez hablaba de que lo que alguien dijo era más viejo que la cotumblá no hacía sino recuperar ―aunque fuese de manera inconsciente― una canción y un juego que los niños de nuestro pueblo jugarían en tiempos muy lejanos y que otro autor sevillano del siglo XVII, Rodrigo Caro, había descrito en Días geniales o lúdricos como Adivina quién te dio. El juego, con este nombre, se conservaba en nuestra época, aunque la canción cayó en el olvido. Pero se ve que no del todo, porque sirvió de base para una locución ―ser más viejo que la cotumblá― con la que se hacía referencia a la antigüedad de algo.

sábado, junio 07, 2025

HABLAR EN CRISTIANO

 

Dice el Diccionario de la Lengua Española que hablar en cristiano es «hablar en términos llanos y fácilmente comprensibles, o en la lengua que todos entienden». Como segunda acepción, dice que es «hablar en castellano». Le digo a Zalabardo que quizá sea una de esas expresiones que, por sus connotaciones despectivas ―como vestir como un gitano, engañar como a un chino, trabajar como un negro…― debiéramos evitar. Hay quien propone para sustituir hablar en cristiano usar hablar en plata o hablar de manera sencilla.

            El catedrático de la Universidad de Salamanca José Luis Herrero, en un estudio sobre el origen de la locución, señala que tal vez haya que remontarse al periodo comprendido entre los siglos VIII al X, cuando en la Península Ibérica coexistían las lenguas árabes, hebrea y latina. Pero en esta época, le digo a mi amigo, esa coexistencia era más pacífica de lo que se pueda pensar. Carlos Alvar y Jenaro Talens, en Locus amoenus, recogen una interesante antología de la poesía lírica que, a partir del siglo XII, ya fragmentado el latín en las diferentes lenguas romances, circulaba por la Península: el Cancionero de Ripoll, en latín goliárdico; las jarchas, en mozárabe ―aunque escritas en caracteres hebreos o árabes―; las cantigas gallegas; la poesía trovadoresca del  amor cortés, en catalano-provenzal y los cancioneros castellanos.



            No cabe mayor prueba de la multiculturalidad asumida de forma natural por todos los habitantes de lo que un día acabaría llamándose España. Habiendo alcanzado el castellano una situación de predominio, el rey Alfonso X (1221-1284) no tiene reparo en promover en Toledo la llamada Escuela de Traductores, para la que reunió lo más selecto de cada lengua con el fin de que los textos escritos en latín, árabe o hebreo fuesen trasladados a la lengua castellana. Sin embargo, a la hora de escribir poesía, no tuvo reparos en valerse de la lengua gallega.

            En los siglos XIV y XV comienzan a agudizarse los roces entre las diferentes culturas y, de modo especial, entre los cristianos y los judíos. Quizá fuese el momento en que se fue imponiendo eso de hablar en cristiano. José Luis García Remiro, también catedrático, pero de instituto, en un extenso trabajo de 2007 titulado De cómo la vida monástica impregnó el lenguaje del pueblo con formas de hablar y expresiones que todavía perduran en nuestro idioma, razona: «nuestra cultura popular discurrió durante siglos por los cauces de la comedia y el sermón. Desde el púlpito y desde el teatro llegaban al pueblo, junto con las ideas, muchas de las expresiones que luego circulaban por el idioma».

            Y desde el púlpito surgió hablar en cristiano. Se le unió, a la vez, una actitud etnocentrista: un grupo, los cristianos castellanos que van ocupando el territorio, piensa que la sociedad en su conjunto ha de interpretar la realidad de acuerdo con los propios parámetros culturales del grupo dominante. Entre esos parámetros está la idea de que su lengua ―el hablar en cristiano― era la forma de hablar más natural, la que todo el mundo debería usar. Cualquier otra ―hablar en algarabía, que era la lengua de los moriscos― debía ser rechazada.



            La historia de las lenguas no es algo tan simple como se cree. Pero prefiero para mi amigo una explicación menos compleja. Hacia los siglos XVI-XVII, una razón de prestigio hizo que muchos autores escogieran el castellano como lengua vehicular en detrimento de la lengua materna. Vemos bien esto que digo en el Diálogo de la lengua, de Juan de Valdés. En el siglo XIX hay un esfuerzo por recuperar y fortalecer las lenguas vernáculas no castellanas. Y en el XX, tras la guerra civil, la dictadura franquista recupera la vieja creencia etnocentrista de que solo una lengua es admisible y prohíbe el uso del resto de las lenguas españolas fuera del ámbito familiar. Incluso se reparten octavillas cuyo texto se resume en una idea parecida a esta consigna: «Sé patriota. Habla español». O sea, quien no hablaba castellano, que pasó a denominarse solamente español, no era patriota. Lo demás era pura algarabía, parloteo ininteligible.

            La Constitución de 1978 deshace en parte este entuerto y en su artículo 3 recoge que, aunque el castellano sea la lengua oficial del Estado, las demás lenguas españolas ―catalán, gallego, euskera y valenciano― serán también cooficiales en sus respectivos territorios y que la riqueza de este patrimonio lingüístico será objeto de especial respeto y protección. Un paso más se da en 2023. El 21 de septiembre se vota que todas las lenguas españolas puedan ser libremente utilizadas en el Congreso ―como ya se utilizaban en el Senado― y se habilite un sistema de traducción simultánea. Votan en contra PP, VOX y UPN. El 25 de septiembre de 2023 aparece recogido en el BOE el decreto.

            Muchos diputados ―que curiosamente destacan por condenar los nacionalismos― se aferran a un nacionalismo españolista y acogen la ley de muy mala gana. Es llamativo que, entre ellos, se cuenten muchos que tienen como lengua materna el catalán, el gallego, el euskera o el valenciano, aunque renieguen de ella. Pero la ley es la ley, por más que haya quien la desprecie.

            Le pido a Zalabardo que recuerde la Apología, de Antonio de Nebrija, autor de la primera Gramática de la lengua castellana. A principios del siglo XVI, Nebrija fue requerido por la Inquisición a causa de sus traducciones de textos bíblicos, que se juzgaban contrarias a la ortodoxia. En su defensa escribió un alegato que tituló Apología. Allí dice: «Quienes ignoran pueden alegar como causa de su desconocimiento la propia ignorancia de la que ellos mismos no han sido responsables». ¿Se puede eximir de responsabilidad a los diputados españoles que dan muestras de ignorar que todas las lenguas habladas en España son igualmente españolas y nadie puede limitar el derecho a que sean usadas? Claro que no. A sus señorías, por zoquetes que sean, hay que exigirles que conozcan bien la Constitución y las leyes que han sido discutidas y aprobadas en el propio Congreso.



            «¿Entonces ―me dice Zalabardo―, lo de Ayuso…?» Vaya por Dios. Quiero evitar dar nombres y me es imposible. Hoy viernes, mientras escribo esto, tiene lugar una Conferencia de Presidentes de Comunidades Autónomas. Pues bien, la señora Isabel Díaz Ayuso, Presidenta de la Comunidad de Madrid, cumple la amenaza que hizo ayer de que, si alguien emplea en sus intervenciones una lengua que no sea el español ―dice español y no castellano―, abandonará la reunión. Y ha abandonado la reunión cuando los Presidentes de Euskadi y de Cataluña han hablado en sus lenguas. Ella exige que se le hable en cristiano, porque todo lo demás es palabrería sin sentido y porque, en España no debe hablarse más que la lengua española. Y yo me pregunto: ¿acaso las otras lenguas no son españolas? A ella ―y a quienes como ella actúan―, no se les puede aplicar lo que decía Nebrija sobre ignorancias no responsables. Lo suyo no es ignorancia. Es irresponsabilidad, fanatismo, falta de educación y de respeto hacia quienes ostentan un cargo semejante al de ella. Si el presidente de su propio partido, gallego, empleara su lengua materna, ¿también reaccionaría de forma tan maleducada?