sábado, octubre 25, 2025

MATAR AL MENSAJERO

 

En el siglo II a. C., Mitrídates, rey del Ponto, y el armenio rey Tigranes estaban enfrentados, pero el primero solicitó al armenio ayuda para luchar justos contra los romanos. Envió como mensajero a un amigo común, Metrodomo, joven de lúcido criterio. Tigranes preguntó al mensajero qué le aconsejaba y este le contestó: «Como mensajero, que aceptes la petición; como consejero, que la rechaces». A Tigranes no debieron gustarle estas palabras. Solicitó al joven que llevara a Mitrídates cartas con su respuesta. Lo que Metrodomo no sabía es que, en una de ellas, Tigranes pedía que se le diera muerte. Eso lo cuenta Plutarco suele decirse que ese episodio explica el origen de la expresión matar al mensajero, que es descargar las culpas de una noticia que no gusta sobre quien actúa de intermediario.

            Pero a lo largo de los siglos, no siempre se ha culpado al mensajero. En nuestra literatura medieval se observan tres actitudes diferentes. Una la vemos en el romance de la pérdida de Alhama: … cartas le fueron venidas / cómo Alhama era ganada. / Las cartas echó en el fuego / y al mensajero matara. Otra distinta, en uno de los romances de Bernardo del Carpio en que se le anuncia una traición: … las cartas echó en el suelo / y al mensajero habló: / ―Mensajero eres, amigo, / no mereces culpa, no. Y la tercera, la que vemos en un villancico que recoge el Cancionero de Upsala, del siglo XVI: Dadme albricias, hijos de Eva. / Di. ¿De qué dártelas han? / Que es nacido el nuevo Adán… Esto último llegó a hacerse frecuente: al mensajero portador de buenas noticias se lo premiaba. Esta gratificación recibía el nombre de albricias, palabra árabe que significaba buena nueva). Con el tiempo terminó siendo expresión de júbilo.

            Me pregunta Zalabardo qué pretendo con todo cuanto le he dicho. Se lo aclaro. Hubo un tiempo en que la transmisión de cualquier noticia, buena o mala, informe o comunicado de cualquier clase exigía necesariamente la existencia de un mensajero. Con buena lógica, el derecho de gentes proclamó la inviolabilidad del mandadero. La ley del mensajero reconocía que el portador de una nueva no podía ser responsable de su contenido. En La Celestina, por ejemplo, la alcahueta dice a Melibea: … no redunde en mi daño, pues no tengo otra culpa sino ser mensajera del culpado. Y en Fuenteovejuna, de Lope de Vega, dice un soldado: Yo, señor, soy mensajero, / y enojarte no es mi intento.

            Los mensajeros de hoy, los portadores de noticias ―digo a mi amigo― son los periodistas. Los medios de comunicación permiten la difusión inmediata y universal de cualquier contenido. Si un equipo de fútbol juega mal no culparemos a quien escribe la crónica del partido; si se destapa un caso de corrupción en un partido político o un caso de mala gestión por parte de un Gobierno, no cargaremos contra quien denuncia los hechos. Es un error matar al mensajero.

            «Pero tengo entendido ―me interrumpe Zalabardo― que una información, una noticia, ha de aunar veracidad, novedad, actualidad, objetividad, neutralidad, contraste de las fuentes para confirmar que son dignas de crédito…» Y lo interrumpo diciéndole que eso y algunas cosas más. «¿Y crees ―continúa él― que se cumplen esos requisitos en los medios actuales?» No tengo más remedio que decirle que no siempre. Que, desgraciadamente, en nuestros días no todos los medios actúan con la ética necesaria y el respeto que el receptor merece cuando difunden informaciones tendenciosas o, lo que es aún peor, absolutamente falsas. Y no solo carecen de ética algunos medios. También empresas, partidos políticos, grupos de presión o simples asociaciones que propalan bulos.

            Nada de esto es de hoy ni de hace un año. Goebbels, mano derecha de Hitler, mantenía que hay que hacer creer al pueblo que el hambre, la sed, la escasez y las enfermedades son culpa de nuestros opositores y conseguir que nuestros simpatizantes lo repitan a cada momento. ¿No hay en la España actual quienes utilizan las mismas tácticas? En los tiempos actuales, esta forma de proceder se extendió de manera grave desde que, en torno a 2015, Donald Trump arremetió contra los medios que no le eran afines y comenzó a difundir él noticias falsas, bulos que favorecían su causa. Lo suyo, se excusaba, no eran fake news, mentiras; las llamaba posverdades o verdades alternativas. Los bulos, las medias verdades, las mentiras falaces que circulan por algunos de nuestros medios ―escritos, radiofónicos o televisivos―, obedecen al principio que afirma: Calumnia, que algo queda. Aunque algún día florezca la verdad, ya la duda ha quedado sembrada en muchas cabezas. Los juicios paralelos están a la orden del día sin que nadie ponga coto. Esto es lo que lleva, por desgracia ―le digo a Zalabardo―, a que todavía siga vigente el prejuicio de matar al mensajero, porque, admitámoslo, hay demasiados mensajeros que con su conducta alimentan esa desconfianza.

            Ejemplos reprobables cercanos. El «caso del Fiscal General del Estado». Miguel Ángel Rodríguez, MAR, ejerció un tiempo el periodismo y en los medios en que trabajó lo conocían como «el bachiller», por no tener más título que ese. Luego entró en política y llegó a ser Secretario de Estado de Comunicación con el PP. Ahora es Jefe de Gabinete de Díaz Ayuso. Él es el muñidor de que todo este asunto nacía en la Presidencia del Gobierno de España. Citado ahora a declarar como testigo, contestó, mostrando su cinismo y ausencia de ética, que sus pruebas son sus canas, su experiencia, sus suposiciones. O sea, que creó y difundió desvergonzadamente un bulo.

            Otro ejemplo más reciente aún. Un empresario acusado de corrupción ―caso de los hidrocarburos― e ingresado en prisión, Víctor Aldama, consiguió la libertad a cambio de colaborar con la Justicia. Sacó a relucir el «caso Koldo, Ábalos y Cerdán» y acusó al PSOE de financiarse irregularmente con el conocimiento del expresidente Zapatero y Pedro Sánchez. El pasado día 20, Telemadrid anunció una entrevista con Aldama en la que el empresario desvelaría las pruebas de esa financiación irregular. Lo que dijo en la entrevista fue: «Pruebas no tengo; lo que pasa es que intuyo que las cosas fueron así».

            Tipos como estos son los que dejan en mal lugar a los mensajeros honestos ―que los hay―, los que hacen que no creamos que existió un Filípides que corrió de Maratón a Atenas para comunicar una victoria y murió tras el esfuerzo; que dudemos de aquellos jinetes del Poney Express que llevaban el correo de una costa a otra de los Estados Unidos cuando aún no existía el telégrafo, ni el teléfono, ni menos aún internet. Los que hacen que se queden sin albricias muchos mensajeros que respetan la ética. Concluyo diciéndole a mi amigo que, antes de matar al mensajero, lo que hace falta es señalar a los sinvergüenzas.

sábado, octubre 18, 2025

DURA LEX (SOBRE DERECHO Y DEBER)

 

Discutíamos Zalabardo y yo acerca de la conveniencia de escribir o no este apunte. La idea de esta Agenda ha sido, desde su inicio, plantear cuestiones relacionadas con el lenguaje y dejar que otros asuntos sean debatidos en su ambiente correspondiente, porque es posible que superen nuestros conocimientos. Sin embargo, a veces no resulta fácil. Zalabardo me ha salido por donde yo no esperaba: «Necesito que me aclares algo. Si el lenguaje es la facultad de los humanos para comunicarnos con los demás y, a la vez ―aunque en ese caso sería más adecuado hablar de lengua―, se usa también para referirse al sistema de signos que empleamos para esa comunicación, ¿qué pasa cuando lo usamos, como dicen ahora muchos, torticeramente?»

            No teniendo una respuesta inmediata, breve y mejor, se me ocurre contestarle con un ejemplo: ¿Qué es democracia? Un sistema que reconoce que la soberanía corresponde al pueblo, formado por individuos libres e iguales que delegan su poder en unos representantes legítimamente elegidos para que tomen las decisiones que han de regir el buen funcionamiento de las instituciones, las relaciones entre los individuos y el objetivo de alcanzar el máximo bienestar social. Esas decisiones se plasman en las leyes, normas o preceptos que regulan la pacífica convivencia entre los miembros de la comunidad. Para que sean efectivas, esas leyes habrán de ser no solo justas y orientadas a ese bien buscado, sino, además, de obligado cumplimiento para todos. Cada ley reconoce unos derechos y unas obligaciones que los miembros de la comunidad aceptan en aras del bien común. Por eso, su quebrantamiento conlleva una sanción para el infractor. Digamos que nadie puede ―caprichosamente― dejar de pagar impuestos ni saltarse una señal de tráfico porque tenga prisa. En cambio, sí puede exigir una educación y una sanidad públicas que sean de calidad.


            «Sí, pero a veces…», responde mi amigo. A veces, le digo, una ley puede parecernos rigurosa, rígida, severa, incluso injusta, aunque se dicte buscando un bien colectivo o el reconocimiento y defensa de un derecho. Aun así, esa ley debe ser cumplida. A eso se refiere el aforismo dura lex, sed lex, que procede del Derecho romano, base de la mayor parte del Derecho mundial actual. Es decir, la ley es dura, pero es la ley, y ese es uno de los principios generales del Derecho. Con él se quiere decir que, aunque la ley nos parezca severa, debemos cumplirla obligatoriamente si queremos que el orden social se mantenga y la seguridad jurídica de que disfrutamos no se venga abajo. Y en caso de que la ley no cumpla su objetivo, habrá que cambiarla o cambiar a los representantes que la han impuesto.

            «Entonces ―me dice Zalabardo―, ¿qué pasa con este jaleo del aborto y la negativa de algunos a elaborar las listas de sanitarios objetores a intervenir en ellos?» Pienso antes de contestar ―el asunto es complejo― y acabo respondiéndole que ―a mi parecer― estamos ante un caso claro del mal empleo de palabras y concepto que me planteaba al principio. Le digo que ―intencionadamente o no― en esta situación se confunde la naturaleza de un derecho y la de un deber al tomar posición ante unas leyes. El derecho es la facultad que asiste a una persona para exigir lo que jurídicamente le reconoce una ley internacional, nacional o autonómica. El deber, por su parte, es el compromiso u obligación, por parte de las instituciones, de otorgar a los individuos lo que las leyes les reconocen.

            La confusión de que hablo a mi amigo afecta también al concepto de derecho y deber. Porque un derecho nunca supone obligatoriedad para la persona; pero el deber siempre es ineludible. Puedo renunciar ―es un ejemplo― a mi derecho a que mis hijos reciban la educación que proporciona el Estado y llevarlos a un centro privado. Pago el centro privado y sanseacabó. En esto del aborto ―como podría decirse de otros muchos derechos― la ley establece que una mujer tiene derecho a la IVE y a que se la atienda debidamente en tal circunstancia. Pero abortar no es una obligación, sino una decisión personal. En cambio, para la sanidad pública es un deber irrenunciable atender a la mujer que solicite una IVE. El personal sanitario, por su ideología o creencias religiosas, ¿puede negarse a practicar una IVE? También este caso está previsto, puesto que hay otra ley que contempla el derecho a que sean respetadas las creencias religiosas y la ideología de los ciudadanos. El sanitario que se manifiesta objetor de conciencia puede declararlo de manera personal y manifestarlo por escrito. Lo que la ley no admite es la objeción de una institución, de un colectivo, de un centro ni de una unidad sanitaria específica.

            Las leyes han de procurar contemplar ―aunque no siempre lo consigan― todos los supuestos para que no quede ningún derecho sin atender ni ningún deber por cumplir. Esa es la razón por la que los centros sanitarios deben poseer un listado de personal objetor a la práctica de IVE. Listado que es confidencial y no público, pues nadie está obligado a declarar sobre sus creencias. ¿Para qué, entonces, este listado? Para que la dirección del centro pueda disponer que siempre haya sanitarios que cumplan con el deber de atender el derecho de la mujer.

            Esto es lo que dice la ley. Y ya sabemos, dura lex, sed lex. Un médico, a título personal, puede manifestar su objeción, porque es algo que le afecta solo a él. Una institución no, porque conculca el derecho de muchas personas que tienen otras creencias tan respetables como las suyas. «Me parece claro ―dice Zalabardo―. ¿Cómo entender, entonces, la actitud de la señora Ayuso, Presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, que se niega a elaborar la lista de objetores que la ley le pide? Lisa y llanamente, le respondo, está infringiendo esa ley. En tal caso, solo hay dos vías: una es que dimita por cuestiones de conciencia; la otra es que asuma la sanción legal que corresponda, pues nadie está por encima de la ley.


            Lo que este caso me demuestra ―le digo finalmente a mi amigo, volviendo a lo que me preguntaba― es que la señora Ayuso da muestras de despreciar o de desconocer la democracia, porque utiliza palabra y concepto de manera errónea. Y también demuestra que desprecia o desconoce qué es una ley, cuyo cumplimiento es obligatorio. La señora Ayuso está en su derecho, por sus creencias religiosas, de no ver bien la IVE. Pero, como responsable principal de una institución, no puede impedir el cumplimiento de una ley. Ante ese conflicto de conciencia, solo tiene dos opciones: dimitir del cargo que ocupa o cumplir la ley. Lo que de ninguna manera vale es obstaculizar su cumplimiento. Eso no cabe en una democracia, pues sería romper el principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.

sábado, octubre 11, 2025

TOCAR MADERA

 

«¿Somos menos supersticiosos en estos tiempos de progreso, de internet, de abundancia de información, de inteligencia universal y todas esas cosas?» La pregunta me la hace Zalabardo porque, mientras paseamos, vemos una escalera apoyada contra una fachada ―unos empleados de una empresa de mudanzas sacan cajas por la terraza de un edificio― y cómo la gente da un rodeo no sabemos si para evitar riesgos de un accidente o para eludir la mala suerte que, según las creencias populares, atrae pasar bajo ella.

            Empezamos a repasar algunas de estas creencias con la intención de ver si siguen teniendo aceptación entre el pueblo o no: cruzarse con un gato negro, evitar viajes y bodas en martes, guardar una herradura que encontremos, alegrarse por un trébol de cuatro hojas, preocuparse por los años de mala suerte que trae un espejo roto, echar sal por encima del hombro si se nos derrama el vino, tocar madera para alejar de nosotros cualquier posible mal…

            Cuando menciono lo de tocar madera ―dar tres toquecitos sobre un objeto de madera para alejar de nosotros cualquier posible mal―, mi amigo me interrumpe porque dice haber oído o leído que esta costumbre estaría a mitad de camino entre la superstición y la religión o, mejor, que es un rito religioso que el tiempo ha transformado en superstición. Acudimos al libro de Ignacio Abella titulado La magia de los árboles para intentar hallar respuesta a la duda de Zalabardo. Y parece que sí, que lo de tocar madera se acerca más a un rito, a una creencia religiosa ―como tocar el parteluz del Pórtico de la Gloria en Santiago de Compostela, por ejemplo― que a una simple y vulgar superchería.

            Lo que nos llama la atención es que esta actitud de ver en el árbol ―y en su madera― algo sagrado es bastante universal, por lo que difícilmente pueden señalarse orígenes claros a la locución que, en un principio, es reconocimiento de respeto a la naturaleza. Lo que sí parece quedar claro es su gran antigüedad, tanta que hay que excluir la posibilidad ―pese a lo que se lee en bastantes lugares― de su relación con el cristianismo y que sea aceptación del poder protector de la cruz en que murió Cristo.


            Muchas y muy distantes culturas primitivas consideraban que espíritus de variada condición y dioses habitaban en los árboles. Eso hacía que actos solemnes y de trascendencia, ya fuesen religiosos o civiles, tuviesen lugar bajo el amparo de un árbol o que un árbol ocupase un lugar preferente a la hora de construir una población. Marcos Yáñez, doctor por la Universidad Pompeu Fabra, nos dice en Simbología y culto del árbol y el bosque en los inicios de la cultura europea, que «para los antiguos, los bosques eran anteriores al mundo humano». Y cita ejemplos variados: el poeta Virgilio ya hablaba de hombres nacidos de los troncos de los árboles; entre los germanos, se creía en la preexistencia de un árbol cósmico, Yggdrasil, eje del universo; en la misma Biblia se crea al hombre el sexto día y se lo coloca en un bosque, el Edén, presidido por un árbol…

            Ignacio Abella, en su libro citado, comenta el calendario celta, en el que no solo los meses, sino sus festividades principales, venían relacionados con árboles. El mes central, mayo, mes del cedro, en que tiene lugar la fiesta de Beltaine, fiesta de la luz y las hogueras en las montañas, se opone al mes del tejo, fiesta de Samain, cuya víspera es Halloween, el triunfo de las tinieblas.

            Muy lejos de allí, los indios hidarsa, de Norteamérica, pensaban que todo cuanto existe tiene su espíritu. Los más poderosos viven en los árboles, desde donde ayudan a los hombres. Para ellos, talar un árbol causa desgracia, e incluso decían que el árbol talado lloraba. Por esa razón, no empleaban otra madera que la de los árboles caídos.

            En culturas en la que sí emplean la madera de árboles vivos, por ejemplo en las Molucas, piensan que el espíritu del árbol permanece de manera perenne en su madera, por lo que es necesario ―cuando, por ejemplo, construyen una casa― cuidar que esta madera respete siempre la misma orientación que tenía en el árbol. Caso de invertir su posición, el espíritu quedaría cabeza abajo y se enfadaría. Eso podría explicar lo que el antropólogo británico J. G. Frazer, autor de La hoja dorada, hablando de algunas culturas filipinas, escribía: «Los espíritus toman su morada con preferencia en los árboles altos y majestuosos con grandes ramas extendidas. Cuando susurran las hojas al viento, los nativos imaginan que es la voz del espíritu y nunca pasan cerca de uno de estos árboles sin inclinarse respetuosamente y pedir perdón al espíritu por alterar su reposo y soledad».


De lo que llevamos dicho ―comento a Zalabardo― podríamos deducir que lo de tocar madera es un acto de veneración, de respeto y agradecimiento al árbol por todo lo que nos da antes que forma de conjuro para alejar daños, como hoy generalmente se interpreta. Es aceptación de lo que la naturaleza supone para la humanidad. Pero, como sostiene Ignacio Abella, «ya nadie cree en los espíritus, cada día nos volvemos más insociables y ciegos. Los árboles se talan sin miramientos, sin decirles una palabra […] Se miden por las tablas y el dinero que producen, en vez de apreciarlos por su belleza, por la frescura de su sombra». Y cuando sobreviene un desastre como los incendios forestales de este pasado verano ―como me recuerda Zalabardo―, antes que lamentar la pérdida del bosque, nos lanzamos a la gresca política entre quienes, si tocan madera, es solo por el egoísmo de no perder la cuota de su efímero poder.

sábado, octubre 04, 2025

EL CURIOSO ORIGEN DE ALGUNAS PALABRAS

En Roma, cerca de la Piazza Navona, se encuentra una pequeña plaza llamada del Pasquino, debido a una estatua cuyo origen se remonta, al parecer, al siglo III a. C. Se ignora qué o a quién representa y en la Roma medieval estuvo situada en una escondida calleja. A principios del siglo XVI fue trasladada a su emplazamiento actual. El nombre con que se la conoce, Pasquino, es un misterio y se barajan varias leyendas que tratan de explicar dicha denominación. De ellas ―le digo a Zalabardo―, me quedo con una que sostiene que alguien creyó encontrar cierto parecido físico entre el rostro de la escultura y un barbero ―otros dicen que un cura― conocido por tal nombre que vivía cerca y que tenía la costumbre de escribir versos satíricos contra la nobleza y los jerarcas religiosos. Aunque casi todo el mundo sabía que eran suyos, estos escritos ―continúa la leyenda― se difundían de manera anónima. Tal proceder animó a muchos a imitarlo. Así, todo aquel que pretendiese criticar a cualquier persona importante de la ciudad escribía su denuncia en un papel que colgaba del cuello de la escultura o lo pegaba en la base sobre la que se apoya. A estos escritos se les comenzó a llamar pasquinos. Y ese es el origen de nuestro actual pasquín, el escrito breve, anónimo, satírico y, por lo general, de carácter político.

            Ese recurso para crear una palabra o para enriquecerla haciendo que un nombre propio de persona se convierta en nombre común ―a veces también propio― que denomina un objeto o otra cosa con él relacionada, es la fuente de los llamados epónimos. Zalabardo me dice si no creo que este sistema está desfasado, pues cada día vemos como estos ataques proceden de asesores políticos, de los propios políticos y de muchos medios de comunicación y programas televisivos aficionados a las habladurías. Le respondo que soy de su parecer, pero que, aun así, yo le estoy hablando de un recurso de la lengua y que en la nuestra hay más epónimos de lo que pudiera parecernos.

Como mi amigo me pide que le proporcione ejemplos, los primeros que se me vienen a la mente designan ciudades y países: Zaragoza se llama así por el emperador Augusto (Cesarea augusta), América por Américo Vespucio, Bolivia por Simón Bolívar, Filipinas por Felipe II y Colombia por Colón

 

           También la vestimenta presenta casos: la chaquetilla de lana abotonada por delante que llamamos rebeca ostenta ese nombre desde que la vimos vestir a la protagonista de la película de Hitchcock del mismo nombre. También cabe en este grupo una palabra tan común como pantalón. Su origen está en un payaso veneciano Pantaleón o Pantaleone, personaje de la commedia dell’arte, que vestía unas calzas rojas amplias que resultaron muy cómicas en toda Europa. Siguiendo con la vestimenta, habría que mencionar a Jules Léotard, acróbata francés del siglo XIX, inventor del trapecio volante. Para lograr una mayor libertad en sus movimientos ―y se supone que para lucir su musculatura― vestía un maillot justado al cuerpo y a las piernas, razón por la se empezó a hablar de leotardos. Y, por fin, podemos citar una prenda militar, el ros, ‘un chacó o morrión pequeño, redondeado y más alto por delante que por detrás’, cuya invención hay que adjudicar al general don Antonio Ros de Olano.

            En cocina, la salsa bechamel se debe a Louis de Béchameil (1630-1703) economista francés y aficionado a la gastronomía, quien la consiguió haciendo una variante de una salsa anterior.

            La botánica es otro campo rico en epónimos. Varios naturalistas han dado sus nombres a determinadas plantas. La begonia se llama así por Michel Bégon; la magnolia por Pierre Magnol; la fucsia, por Leonhart Fuchs y la buganvilla, por el Conde de Bougainville.

 

           Miremos los transportes. El simón, coche de alquiler tirado por caballos, recibe su nombre de Simón González, a quien el rey Felipe IV otorgó la concesión de este tipo servicio en Madrid. Y puesto que hablamos de transportes ―y para terminar―, le digo a Zalabardo que podemos contar aquí una curiosa historia. Se lee en varios sitios ―incluso en la publicación Rinconete, del Centro Virtual Cervantes― que el pullman, ‘vagón de lujo dotado también de camas en los trenes’ y, también posteriormente, ‘autobús con asiento reclinables para hacer más cómodos los trayectos largos’, había sido un invento de un asturiano, Jorge Martínez Pullman, que emigró a los Estados Unidos en el siglo XIX, donde creó, cerca de Chicago el pueblo Pullman City. No sé de dónde sale esta información, pues lo cierto es que el pullman lo inventó un norteamericano, George Mortimer Pullman (1831-1897). El primer vagón de este tipo quedó terminado en 1864 y adquirió pronto fama porque en él fueron trasladados desde Washington hasta Springfield los restos del asesinado presidente Lincoln.