«¿Somos menos supersticiosos en estos tiempos de progreso, de internet, de abundancia de información, de inteligencia universal y todas esas cosas?» La pregunta me la hace Zalabardo porque, mientras paseamos, vemos una escalera apoyada contra una fachada ―unos empleados de una empresa de mudanzas sacan cajas por la terraza de un edificio― y cómo la gente da un rodeo no sabemos si para evitar riesgos de un accidente o para eludir la mala suerte que, según las creencias populares, atrae pasar bajo ella.
Empezamos
a repasar algunas de estas creencias con la intención de ver si siguen teniendo
aceptación entre el pueblo o no: cruzarse con un gato negro, evitar viajes y
bodas en martes, guardar una herradura que encontremos, alegrarse por un trébol
de cuatro hojas, preocuparse por los años de mala suerte que trae un espejo
roto, echar sal por encima del hombro si se nos derrama el vino, tocar
madera para alejar de nosotros cualquier posible mal…
Cuando
menciono lo de tocar madera ―dar tres toquecitos sobre un objeto
de madera para alejar de nosotros cualquier posible mal―, mi amigo me interrumpe
porque dice haber oído o leído que esta costumbre estaría a mitad de camino
entre la superstición y la religión o, mejor, que es un rito religioso que el
tiempo ha transformado en superstición. Acudimos al libro de Ignacio Abella
titulado La magia de los árboles para intentar hallar respuesta a
la duda de Zalabardo. Y parece que sí, que lo de tocar madera se
acerca más a un rito, a una creencia religiosa ―como tocar el parteluz del
Pórtico de la Gloria en Santiago de Compostela, por ejemplo― que a una simple y
vulgar superchería.
Lo
que nos llama la atención es que esta actitud de ver en el árbol ―y en su
madera― algo sagrado es bastante universal, por lo que difícilmente pueden
señalarse orígenes claros a la locución que, en un principio, es reconocimiento
de respeto a la naturaleza. Lo que sí parece quedar claro es su gran antigüedad,
tanta que hay que excluir la posibilidad ―pese a lo que se lee en bastantes
lugares― de su relación con el cristianismo y que sea aceptación del poder
protector de la cruz en que murió Cristo.
Muchas y muy distantes culturas primitivas consideraban que espíritus de variada condición y dioses habitaban en los árboles. Eso hacía que actos solemnes y de trascendencia, ya fuesen religiosos o civiles, tuviesen lugar bajo el amparo de un árbol o que un árbol ocupase un lugar preferente a la hora de construir una población. Marcos Yáñez, doctor por la Universidad Pompeu Fabra, nos dice en Simbología y culto del árbol y el bosque en los inicios de la cultura europea, que «para los antiguos, los bosques eran anteriores al mundo humano». Y cita ejemplos variados: el poeta Virgilio ya hablaba de hombres nacidos de los troncos de los árboles; entre los germanos, se creía en la preexistencia de un árbol cósmico, Yggdrasil, eje del universo; en la misma Biblia se crea al hombre el sexto día y se lo coloca en un bosque, el Edén, presidido por un árbol…
Ignacio
Abella, en su libro citado, comenta el calendario celta, en el que no solo
los meses, sino sus festividades principales, venían relacionados con árboles. El
mes central, mayo, mes del cedro, en que tiene lugar la fiesta de Beltaine,
fiesta de la luz y las hogueras en las montañas, se opone al mes del tejo,
fiesta de Samain, cuya víspera es Halloween, el triunfo
de las tinieblas.
Muy
lejos de allí, los indios hidarsa, de Norteamérica, pensaban que todo cuanto
existe tiene su espíritu. Los más poderosos viven en los árboles, desde donde
ayudan a los hombres. Para ellos, talar un árbol causa desgracia, e incluso
decían que el árbol talado lloraba. Por esa razón, no empleaban otra madera que
la de los árboles caídos.
En
culturas en la que sí emplean la madera de árboles vivos, por ejemplo en las
Molucas, piensan que el espíritu del árbol permanece de manera perenne en su
madera, por lo que es necesario ―cuando, por ejemplo, construyen una casa―
cuidar que esta madera respete siempre la misma orientación que tenía en el
árbol. Caso de invertir su posición, el espíritu quedaría cabeza abajo y se
enfadaría. Eso podría explicar lo que el antropólogo británico J. G. Frazer,
autor de La hoja dorada, hablando de algunas culturas filipinas,
escribía: «Los espíritus toman su morada con preferencia en los árboles altos
y majestuosos con grandes ramas extendidas. Cuando susurran las hojas al viento,
los nativos imaginan que es la voz del espíritu y nunca pasan cerca de uno de
estos árboles sin inclinarse respetuosamente y pedir perdón al espíritu por
alterar su reposo y soledad».
De lo que llevamos dicho ―comento a Zalabardo― podríamos deducir que lo de tocar madera es un acto de veneración, de respeto y agradecimiento al árbol por todo lo que nos da antes que forma de conjuro para alejar daños, como hoy generalmente se interpreta. Es aceptación de lo que la naturaleza supone para la humanidad. Pero, como sostiene Ignacio Abella, «ya nadie cree en los espíritus, cada día nos volvemos más insociables y ciegos. Los árboles se talan sin miramientos, sin decirles una palabra […] Se miden por las tablas y el dinero que producen, en vez de apreciarlos por su belleza, por la frescura de su sombra». Y cuando sobreviene un desastre como los incendios forestales de este pasado verano ―como me recuerda Zalabardo―, antes que lamentar la pérdida del bosque, nos lanzamos a la gresca política entre quienes, si tocan madera, es solo por el egoísmo de no perder la cuota de su efímero poder.
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