Me pregunta Zalabardo si no creo que, a la hora de adoptar neologismos, en bastantes ocasiones nos puede más el afán de esnobismo o la vanidad de aparentar mayor cultura que el resto de los mortales que la verdadera necesidad de usar un término novedoso. Le contesto que lo que hay que procurar en todo momento es no ser un purista rígido en el manejo del vocabulario. Pero si me pide un sí o un no, ¿puede existir esnobismo en la adopción de una nueva palabra?; la respuesta es sí. No obstante, ¿puede existir la necesidad de acoger nuevos vocablos?; la respuesta en este caso es también sí.
Como
veo su cara de duda, le pongo un ejemplo de lo primero. En muchos ambientes nos
encontramos hoy con la palabra coach. ¿Es necesaria? Diría rotundamente
que no y que quien la emplea demuestra bastante descuido a la hora de revisar
nuestro léxico. El prestigioso diccionario de la lengua inglesa Webster,
cuya primera edición es de 1928, dice que un coach es un ‘profesor
privado’ o, hablando en términos deportivos, un ‘entrenador’. Pero está claro
que a lo largo del tiempo las palabras pueden ir ampliando sus significados por
cuestión de matices. Pues bien, sea cual sea el sentido en que usemos coach,
¿qué palabras españolas podrían servirnos? Son unas cuantas: entrenador
personal, tutor, profesor particular, instructor,
guía nutricional, asesor, mentor, consejero…
Y podrían salir otras cuantas si buscamos en el armario de nuestras palabras.
¿Qué significa esto? Que coach es un anglicismo absolutamente
inútil que deberíamos desterrar.
Pero
vamos a lo segundo. En la mitología tenemos un personaje, Medea,
que, abandonada por Jasón, su marido, para casarse con la hija de
Creonte, decidió vengarse matando a Creúsa y su
padre, y a sus propios hijos. En la tragedia de Eurípides, Medea
dice a Jasón: «Tú no debías, después de haber deshonrado mi lecho,
llevar una vida agradable, riéndote de mí; ni la princesa, ni tampoco el que te
procuró el matrimonio, Creonte.» En la acción de Medea
se unen homicidio, infanticidio y parricidio.
Pero hay un matiz que ninguna de ellas recoge. Medea lleva a cabo
su horrible crimen no porque tenga nada contra las víctimas, sino porque quiere
hacer daño a Jasón. O sea, que hablamos de una conducta conocida
ya hace casi tres mil años, pero que hoy calificamos como violencia
vicaria.
Si acudimos al DLE, o al de Seco,
leeremos que vicario-a es la ‘persona que tiene las veces, poder
y facultades de otra o la sustituye’ y puede suplirse por los sinónimos sustituto
o suplente. Pero en 2012, Sonia Vaccaro, psicóloga
argentina, experta en violencia de género acuñó, basándose en esa definición,
el giro violencia vicaria, ‘la que se ejerce sobre los hijos para
herir a la mujer’. Una vez aceptado su uso, bien se entiende que el adjetivo vicario-a
acoge el significado de ‘acto lesivo contra alguien que se realiza para dañar a
otra persona’. Palabra antigua con significado nuevo.
Zalabardo me pregunta si este modo de comportamiento, palabras de larga historia que se actualizan con un significado nuevo, es fenómeno común. Y debo responderle que más de lo que nos parece, aunque no siempre con éxito ni por necesidad. Y buscamos algunos casos. Curioso es el de la palabra resiliencia. Nos dice el DLE que es la ‘capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos’. A nosotros nos ha llegado desde el inglés resilience, pero es un latinismo, ya que procede de resiliens, adjetivo derivado del verbo resilire, ‘saltar hacia atrás, retirarse’. En inglés era un tecnicismo que designaba la ‘capacidad de los materiales para recuperar su forma original tras cualquier presión’.
Le pido a mi amigo que piense en una esponja o en una pelota
de goma cuando las apretamos con la mano. ¿Qué sucede cuando aflojamos la
presión? Que la esponja y la pelota vuelven a su forma inicial. Están fabricadas
con materiales resilientes. Sin embargo, hubo un médico, Michael
Rutter, psicólogo infantil especializado en niños con autismo, que en 1972 aplicó
en psicología el término resiliencia definiéndolo como ‘la manera
en que las personas responden a los riesgos a lo largo del tiempo’. Y de ahí ha
terminado por significar, como dice el Diccionario de Manuel
Seco, la ‘capacidad de superar las adversidades o dificultades con rapidez
y facilidad’.
Le hablo a Zalabardo de otra palabra también muy de uso
actual, empoderar. Ya en 1611, Sebastián de Covarrubias
decía que este verbo «es palabra muy antigua en la lengua castellana» y añade
que significa ‘dar poder o entregar’. Pero el Diccionario de la RAE,
desde su primera edición hasta la de 2014 ha venido manteniendo que era un
término desusado que significa ‘apoderar’.
No obstante, la palabra arrastra una historia. Hacia 1960, el pedagogo y educador brasileño Paulo Freire comenzó a utilizarla con el sentido de ‘hacer fuerte a alguien’. Y en 1972, diversos movimientos feministas la emplearon con el significado de ‘mejorar las condiciones sociales para la mujer incrementando la participación femenina en la toma de decisiones’. También en este caso la palabra acogió bajo su seno un campo mayor y en la citada edición de 2014 del DLE se dice que es ‘conceder poder a un colectivo desfavorecido socioeconómicamente para que, mediante su autogestión, mejore sus condiciones de vida’, que en la última edición ha quedado como ‘hacer poderoso o fuerte a un grupo social desfavorecido’.
Un último ejemplo. Empatía es un término
griego que, en principio, significaba ‘pasión’; sin embargo, Galeno la
aplicó en medicina como, ‘sufrimiento, enfermedad’. Pasados bastantes siglos, el
psicólogo Edward Titchener, nacido en la segunda mitad del siglo XIX, la
empezó a utilizar para designar la ‘capacidad de un terapeuta para comprender
los sentimientos de su cliente’. Y hoy, de forma general, se usa para
significar la ‘capacidad de identificación con los sentimientos de otro’. Estos
ejemplos, creo, sirven para demostrar que hay palabras antiguas que pueden
expresar significados nuevos sin necesidad de recurrir a neologismos.


