miércoles, septiembre 08, 2010

EL CUADERNO ESCONDIDO. 02. COMO LA UÑA DE LA CARNE (Leyendo el Poema de Mío Cid)


Allá, en una esquina de la sala apenas iluminada, sentado sobre un escabel, podemos ver al caballero. La mejilla apoyada sobre la mano derecha y el ceño fruncido, contempla en su torno todo aquello que ha de abandonar dentro de pocas horas.
Un velo de tristeza le cubre el rostro. Los ojos, acuosos, luchan por no derramar las lágrimas que, a duras penas, pueden contener. No quiere que sus hombres lo vean así. No quiere que se diga que ha sido débil a la hora de afrontar el castigo impuesto por su señor.
Mira las estancias vacías, como vacías están las perchas, sin aquellos pájaros tan lucidos con los que salía a cazar los pocos días que no le ocupaba la guerra. Se los ha dejado a su sobrino, el joven Félix Muñoz, que tan aficionado se ha mostrado a la cetrería desde que fue capaz de sostener sobre su puño a un azor.
Jimena ya no está. Y tampoco las hijas, las casi niñas aún Sol y Elvira. Ha considerado más prudente mandarlas por delante, acompañadas de fuerte séquito, hacia Cardeña. Allí, en San Pedro, permanecerán al cuidado del abad el tiempo que dure su estancia fuera de Castilla.
Él ya sabía que esto podía suceder, y Jimena bien que se lo avisó, cuando se prestó a ser quien exigiera a don Alfonso el juramento de no haber tomado parte en la muerte de su hermano. Otros muchos pusieron excusas para no hacerlo; pero él nunca había sido de los que dan un paso atrás en momentos decisivos. Y su honor de caballero y la lealtad debida a su rey, don Sancho, alevosamente muerto a las puertas de Zamora, requerían pedir la jura ante el altar de Santa Gadea.
Todos estos pensamientos lo asaltan mientras está sentado en aquella esquina. Pero también sabe que no debe retardarse ya mucho. Los plazos dados por el rey se van cumpliendo y no es posible demorarse más. Si quiere llegar con la amanecida a San Pedro es hora ya de ponerse en camino. Jimena es fuerte y sabrá sobrellevar la distancia, pero las niñas son pequeñas y desvalidas; ¿qué será de ellas?
Los pocos hombres que lo acompañan esperan fuera. Ojalá se les unan algunos más. El caballero comprende que no sirve de nada lamentarse ni se gana nada permaneciendo allí sentado. Y menos mal que han conseguido, bien que con engaños, que Raquel y Vidas, los dos usureros, les den el dinero que precisan para los próximos gastos.
Rodrigo se levanta, echa una última mirada a todo su alrededor y se ajusta los guantes. Jimena y sus hijas lo esperan allá en San Pedro. Ya es hora de ir a despedirse de ellas. Fuera, sus leales, jinetes ya sobre sus monturas, esperan, dispuestos a partir. Martín Antolínez, su buen amigo, sostiene las riendas de su caballo. En el cielo se observan los primeros indicios de que pronto llegará la amanecida.



Cantar de Mío Cid (siglo XII): El Cid, camino del destierro, se despide de su mujer e hijas (texto modernizado)


Aprisa cantan los gallos y quiere romper el amanecer
cuando llegó a San Pedro el buen Campeador
con los pocos caballeros que le sirven por su voluntad.
El abad don Sancho, hombre buen cristiano,
rezaba los maitines, al tiempo que amanecía;
y doña Jimena estaba con cinco de sus damas,
rogando a San Pedro y a nuestro Creador:
—Tú, que a todos guías, ayuda a Mío Cid el Campeador[...]


Delante del Campeador, doña Jimena se puso de rodillas,
lloraba abundantemente, le quiso besar las manos.
—¡Merced, Campeador, que naciste en buena hora!
Por malos intrigantes sois ahora echado de esta tierra.


¡Merced, Cid, de barba tan excelente!
Henos aquí ante vos yo y vuestras hijas,
que son pequeñas y aún casi niñas [...]
Bajó las manos el de la hermosa barba
y a sus dos hijas en los brazos las cogía,
las apretó contra su corazón de tanto como las quería;
llora de forma abundante y suspira con fuerza:
—¡Ya, doña Jimena, mi amada mujer,
igual que a mi alma así es como os quiero!
Ya lo veis que hemos de separarnos en vida,
yo me iré, y vosotras aquí habréis de permanecer [...]


El Cid a doña Jimena la va a abrazar,
doña Jimena al Cid va a besarle la mano,
lloran de tal modo que no saben qué hacer,
y él a las niñas vuelve a mirarlas:
—A Dios os encomiendo, mis hijas, y al Padre Celestial,
Ahora nos separamos, Dios sabe cuándo nos volveremos a unir.
Llorando tan fuertemente, que nunca se vio escena igual,
así se separan unos de otros como la uña de la carne.

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