lunes, agosto 15, 2011


EL CAMINO DE SANTIAGO. HISTORIAS Y ESTAMPAS DEL CAMINO. 1.

    Siempre que salgo de vacaciones, y este año he cumplido un antiguo sueño que guardaba desde hace tiempo, recorrer el Camino de Santiago, Zalabardo me pide a la vuelta que le haga una detallada descripción del viaje. He creído que, en lugar de eso, sería mejor transcribir algunas de las notas que iba tomando mientras avanzaba en el camino. No es una crónica al uso, sino breves estampas que perduran en el recuerdo.

    Por qué hacer el Camino. La vida de los hombres viene definida en toda su duración por un constante afán de búsqueda. Ya lo dejó dicho Gonzalo de Berceo: Todos somos romeros que un camino andamos. Y, de forma más laica, también lo afirmó Machado: Se hace camino al andar. Varias razones son las que nos pueden llevar a emprender el Camino de Santiago: culturales, religiosas, deportivas… En cualquier caso, una vez que comienzas a andar, todas ellas se pierden, o se funden, y se apodera del caminante un espíritu de aventura, o la atracción por seguir esa senda que han pisado antes millones de personas desde hace más de mil años, que ya no lo abandona hasta pisar las piedras de la plaza del Obradoiro. Cuando lo inicias (nosotros escogimos, cuestión de edad, un tramo no complicado en exceso, el que se inicia en Sarria), puedes estar seguro de que la razón de ese caminar se te olvida y ya no se piensa en otra cosa más que en seguir esa riada de gente que marcha toda en el mismo sentido, de esa gente que alberga la esperanza de llegar a Santiago.

    ¡Buen Camino! Porque el Camino es gente, gente que fraterniza con cuantos se van cruzando. “¡Buen Camino!”, es el saludo que hermana a todos. Y “¡Buen Camino!” es la respuesta. Es el deseo compartido de poder arribar a la meta con el menor quebranto posible; sin sucumbir al azote de las casi inevitables ampollas; sin sufrir las lesiones de rodillas motivadas por las despiadadas bajadas ni las torceduras de tobillos por los suelos irregulares; sin quejarse en exceso por el cansancio, pues siempre habrá alguien que está efectuando un esfuerzo mayor que el tuyo. Pero todos son merecedores de elogio y, al fin, el afán de rematar lo iniciado es idéntico e iguala a todos los peregrinos. Por eso, cuando alguna laceria nos asalta, ahí están el betadine, y las tiritas, y las vendas, y las rodilleras; si tú no llevas el botiquín básico del caminante, no importa, que no faltará quien te proporcione el suyo desinteresadamente. Y una vez completada la necesaria asistencia, la despedida es la misma: “¡Buen Camino!”

    Un paisaje hermoso. Valle-Inclán dijo una vez que le gustaba México porque su nombre se escribe con x. A mí siempre me gustó Galicia por su paisaje y por el nombre de sus pueblos; y la obra de Valle tuvo mucho que ver en ello. Porque el Camino, aparte de gente, es también paisaje. Se ve desde que abandonamos, con la amanecida, Sarria, aunque no sea esta la etapa más bella. El Camino nos permite recorrer la Galicia más profunda y tradicional. Sus bosques de robles, de eucaliptos, de pinos. Sus helechales y sus campos plantados de heno o de maíz. Sus pueblos imposibles, que creeríamos inexistentes ya y que apenas están conformados por un par de casas de piedra oscurecida por los años y muchas veces ya deshabitadas: Vilei, Mirallos, Gonzar, Ligonde, Carballal, Leboreiro, Parabispo, Rúa, San Paio... En cada revuelta del Camino, o en cada rincón de estos pueblos, creeríamos encontrar al tullido de Céltigos o al ciego de Gondar. Sus iglesitas acogedoras, casi todas acompañadas inevitablemente de su también pequeño cementerio: San Lázaro, San Xulián do Camiño, Santa María de Leboreiro, San Xoan de Furelos, Santa María de Melide… Y un cielo frecuentemente gris que derrama de manera incansable su orvallo, aunque, con frecuencia también, ese orvallo se convierta en lluvia inmisericorde con el caminante, como ocurrió entre Melide y Arzúa y entre O Pedrouzo y San Paio.

    Un exalcalde cicerone. Es Portomarín un pueblo de unos 1700 habitantes al que se accede a través de una imponente escalera y en cuyo centro se topa uno con la no menos imponente mole de su iglesia fortaleza de San Nicolás. Alguien pudiera considerar suplicio entrar por la escalera habiendo posibilidad de hacerlo por la carretera para llegar, al fin, al mismo sitio. Pero tras los veintidós kilómetros soportados desde Sarria, al caminante le parece más llevadera la escalera que el rodeo por la carretera.
    Allí nos encontramos con Antonio, quien, según sus palabras, había sido alcalde de la localidad y se interesa por indicarnos el arranque del Camino para la siguiente etapa, o por indicarnos los lugares más recomendables para comer, o por saber si tenemos reservado alojamiento. Ya, de paso, nos interrogó acerca de nuestra procedencia y del origen de nuestra andadura. Al saber que éramos malagueños, nos contó que él visitaba con frecuencia Torremolinos y Fuengirola, lugares que le gustaban mucho.
    Nos puso al tanto de cómo el pueblo primitivo había sido inundado cuando se construyó el embalse de Belesar, en el río Miño, y cómo se levantó el nuevo en su actual emplazamiento, adonde se trasladaron, piedra por piedra, la iglesia de San Nicolás, la hermosa ermita de San Pedro, la balconada del ayuntamiento, así como una casa propiedad del obispo de Lugo, pues, decía en voz baja, “aquí la Iglesia siempre tuvo mucho poder”. Nos aconsejó visitar las ruinas del pueblo viejo y los restos del puente primitivo, visibles cuando las aguas del embalse están muy bajas, cosa que ahora sucedía. También aprovechó para criticar al actual ayuntamiento, que, en su opinión, no cuida el tramo de Camino de su competencia tal como lo hacía el ayuntamiento que él presidió. Incluso nos hizo una confidencia maliciosa. La que habla de la existencia de un pacto secreto entre el alcalde actual y los propietarios de albergues privados de la zona para no abrir los albergues municipales hasta que aquellos estuviesen cubiertos. “Vayan ustedes a saber por qué”, añadió mientras sus ojillos brillaban.

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