sábado, marzo 05, 2016

LAS FUENTES DE LA LENGUA



            El lenguaje no lo hace el poder, no lo hace la academia, no lo hacen los escritores. Lo hacen los cazadores, los pescadores, los campesinos, los caballeros, es el lenguaje del alba, es el lenguaje de la noche, hay que acudir a las bases donde se forma la lengua (Jorge Luis Borges)

Detalle de la casa de Francisco Villalobos, en Monda
            Hemos vivido estos días el trámite, fallido, del proceso de investidura para nuevo presidente. “No sé —le pregunto a Zalabardo— qué te ha parecido”. Mi amigo es de mi misma opinión. Aparte de los argumentos más o menos válidos de cada uno de quienes intervinieron, encontré una pobreza oratoria rayana casi en lo vergonzante. Incapacidad para dirigirse a un auditorio sin necesidad de leer una chuleta; lectura defectuosa, titubeante y llena de inseguridades de los papeles que se llevaban con respuestas ya decididas antes de que hubiera preguntas, pobreza léxica y retórica. Vamos, que hay alumnos de primaria que leen mejor que ellos. Y, en algunos, bastantes, abundancia de errores gramaticales y sintácticos. Aparte de la manía esa de las innecesarias duplicidades del género para que nadie nos pueda tildar de machistas: señores diputados y diputadas (¿por qué no señoras diputadas?), los ciudadanos y las ciudadanas engañados (¿dónde queda y engañadas, si queremos ser consecuentes?).
            Pero, sobre todo, comento con mi amigo, asombra la pobreza de léxico, la falta de variedad, la repetición continua de términos, la ignorancia de que se puede recurrir a sinonimias, a giros diferentes con los que es posible decir lo mismo y hacer más amena la exposición. En fin, una pena.
            Me pregunté cuántos de esos diputados —tanto los antiguos como los nuevos subían y bajaban del estrado de oradores con gesto altivo, enfadado, suficiente, soberbio, engreído o presumido, como de quien va pensando ¡Ahí ha quedado eso; a ver qué dicen ahora!— serían capaces de entender un texto tan llano y limpio como este escogido al azar de Las ratas, la novela de Miguel Delibes:
            Una vez limpios los pesebres, se encaramó ágilmente en el pajar y arrojó al suelo con la horca unas brazadas de paja. Después se descolgó, cogió la criba y cernió el tamo en rápidos movimientos de vaivén. Seguidamente, repartió la paja entre los dos pesebres y la cubrió, luego, con un serillo de cebada. El niño le miraba hacer atentamente y cuando acabó de repartir el grano le dijo:
            —Cuélgalo patas arriba; si no, en lugar de ahuyentarlos hará de cimbel.
 
Fragmento de una carta de Francisco Villalobos
            Ante situaciones semejantes, recuerdo el lenguaje limpio y claro de la carta que me envió Francisco Villalobos, campesino jubilado, de Monda, con quien me encontré un día en la Fuentes de los Morales y trabamos conversación; y nos hicimos unas fotos. Ese hombre me invitó a su casa, en el campo. Una casa adornada con aperos y utensilios ya no usados hoy. O la carta de ese desconocido, para mí, Antonio, soldado que, en 1924, durante la Guerra de África, destinado en la guarnición de Bab-el-Sar, escribe a su tío y no expresa preocupación por su estado, sino por cómo esté su familia, aquí en la península, pues teme que le oculten noticias para no preocuparlo.
Fragmento de una carta de un soldado en la G. de África
            Hoy escuchamos la radio, vemos la televisión, entramos en las redes sociales, oímos a los políticos, a los banqueros, a tanto chiquilicuatre como hay por ahí, y nos enfrentamos a una lengua rebuscada, artificiosa, carente de naturalidad, plagada de anglicismos y solecismos, de impropiedades, y creemos que así es como hay que hablar y escribir.
            No negaré que el tiempo actúa sobre la lengua como actúa sobre todo y que, en el léxico, se van produciendo bajas y altas, que aparecen y desaparecen palabras. Eso es natural y síntoma de vitalidad. También los árboles pierden cada año sus hojas y las renuevan con la primavera. Pero, le pregunto a mi amigo Zalabardo: esa gente de la que hablo, ¿sería capaz de reconocer en las paredes de la casa de Francisco Villalobos, de Monda, qué es un yugo (o ubio) y, en él, cuáles son las costillas, cuál la gamella, cuál el barzón? De cuanto cuelga de esos muros, ¿sabría decir, por ejemplo: eso es un bieldo, un rastro, un hocino (o jocino), una cabezada (o qué sea en ella la frontalera, qué las anteojeras, qué el mosquitero), un zurrón, un escobón, una sera? ¿Podría explicar para qué ave es esa jaula vacía con tan peculiar forma y cómo se llama ese mueblecito que la sustenta?
Detalle de la casa de Francisco Villalobos, en Monda
            Le digo a Zalabardo que nuestro error (o pecado) es no escuchar, aunque los oigamos, a esa gente que, como señala Borges, hace de verdad la lengua: el campesino, el cazador, el pescador, el hombre de pueblo… Por eso, nunca defenderé un purismo inmovilista que constriña el libre desarrollo de la lengua. Pero siempre pediré que no digamos baby-sitter si podemos decir canguro, que en deporte no hablemos de drive o de hat-trick cuando pueden seguir sirviendo derechazo o triplete, que no digamos holding porque el pueblo sabe mejor lo que es un grupo, que rechacemos best seller porque ahí está éxito o superventas, que desterremos overbooking porque podremos manifestar mejor nuestro enfado hablando de saturación o sobreventa. En suma, que no olvidemos el camino que nos conduce a las fuentes de la lengua.

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