Quien
escribe correctamente muestra que ha disfrutado de una escolarización adecuada,
que ha leído libros y que tiene ejercitada la mente. Gracias a esa gimnasia podemos
acceder a estadios de razonamiento y cultura más elevados (Álex Grijelmo)
Creo que no sobra acompañar ese
homenaje de una breve reflexión sobre unos hechos concretos que han tenido
lugar entre octubre y hoy. He publicado una novela, No tendrías que haber vuelto,
y he estado inmerso en actos de promoción de la misma. Concluida esa fase, procede
realizar siquiera un somero análisis. Decía Antonio Machado que si un
libro nuestro fuera una sombra de nosotros mismos, sería bastante; porque francamente
es mucho menos: la ceniza de un fuego que se ha apagado y que tal vez no ha de
encenderse más. No estoy del todo de acuerdo. Prefiero acogerme a un dicho
muy popular: donde hubo fuego, rescoldo
queda.
Respecto a mi libro, lo primero que
me obliga es la gratitud debida a cuantos de una forma u otra han estado a mi
lado: José Francisco Martín Caparrós,
Javier López y Pepe Guerrero me hicieron valiosas sugerencias durante la fase de corrección;
Jesús Otaola y Librería Prometeo, publicaron la novela; José Francisco, además, me arropó en la presentación; Francisco Ruiz Noguera, poeta y
profesor de la Universidad de Málaga, y Elena
Picón García hicieron un exhaustivo y elogioso análisis en el acto que se
le dedicó en el Centro Andaluz de las
Letras. No repito sus generosas palabras por no parecer vanidoso. Solo
quiero decir que lo que esta novela sea lo es también gracias a ellos. Hay más
gente detrás en la que también pienso, pero no quiero hacer una lista que no se
acabe.
Le digo a Zalabardo que, siendo esto
importante, hay algo que lo es tanto o más. Estoy agradecido de mis lecturas. A
ellas debo cuanto escribo. Ser lector me ha hecho como soy. Me gustaría en este
apunte acertar a reflejar con exactitud el poso que en mí han ido dejando. Claro
está, en este reconocimiento hay que incluir a quienes me abrieron o me ayudaron
en el camino: don Eduardo (me duele
no recordar su apellido), mi maestro en primaria y el primero que me acercó al Quijote;
don Bernardo Martín, que me preparó
para el examen de ingreso; don Aniceto
Gómez, mi profesor de literatura en el bachillerato. Y siguen más: don Manuel Alvar, de quien aprendí que si no podemos mejorar la lengua que hemos
recibido, debemos procurar al menos no degradarla; o don Agustín García Calvo, de quien procede mi amor por los clásicos.
Con mi novela, he pretendido rendir
homenaje a la tradición literaria, esa fuente a la que todos acudimos y de la
que todos bebemos. Ella es la depositaria de nuestra cultura, que, según Vargas Llosa, puede ser experimento y reflexión, pensamiento y sueño, pasión y poesía
y revisión crítica constante y profunda de todas nuestras certidumbres, convicciones,
teorías y creencias. Pero que no puede apartarse de la vida real, de la vida verdadera.
Cerrada, pues, una etapa, no queda sino abrir otras, continuar andando y no quedarse quieto; se lo advertía Auristela a Periandro en Los trabajos de Persiles y Segismunda: el camino que nos hemos puesto es largo, pero no hay ninguno que no se acabe, como no se le oponga la pereza y la ociosidad. Por eso ya estoy embarcado en otro proyecto, en otro viaje, en otro camino, para que no me venzan ni la pereza ni el ocio.
Al escribir, al reconocer esta deuda
con mis lecturas, que de eso se trata, no me planteo solo componer una historia
que pueda atraer al lector; también quiero honrar la lengua en la que me expreso
y ser respetuoso con ella. Don Juan
Manuel, como introducción a los cuentos del Conde Lucanor, decía que
había que componer un libro de manera
que a los que lo lean, si se deleitan con
sus enseñanzas, será de provecho, y a los que, por el contrario, no las comprendan,
al leerlo, atraídos por la dulzura de su estilo, no puedan tampoco dejar de
leer lo provechoso que con ella se mezcla.
Parece que el mundo de hoy pone todo
su afán en la ciencia y la tecnología. Pero, sin despreciarlas, Vargas Llosa opina que las ciencias progresan aniquilando cuanto consideran viejo, anticuado y obsoleto; para ellas, el
pasado es un cementerio. En cambio, continúa, las letras y las artes se renuevan,
pero no aniquilan el pasado, sino que construyen sobre él, se alimentan de él y
a la vez lo alimentan.
Por eso hago mías las palabras de aquel socarrón fraile riojano, el primer escritor español que nos dejó su nombre: no soy tan loco como para inventarme lo que digo; lo que escribo lo podemos ver en libros anteriores, esos que, a lo largo de los años, me han servido de alimento. A ellos me remito y os invito.
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