domingo, junio 12, 2016

EL ARCHIVERO DE LA PUEBLA DE CAZALLA



            Componer el Quijote a principios del siglo xvii era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del xx, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote. (Jorge Luis Borges)

Moreno Carbonero. 1ª salida de don Quijote, 1889
            Me pedía Zalabardo opinión sobre la no demasiado antigua costumbre de “modernizar” textos antiguos para hacerlos accesibles a los lectores actuales. Él sabe bien que siempre he defendido el valor del texto original sobre cualquier intento de adaptación o cambio que busque “ponerlo al día”, si no es del todo imprescindible. O, matizando, que se puede adaptar un texto para permitir que se acerque a él cualquier persona que carezca de los medios y formación suficientes que les permitan enfrentarse a ellos. Pero una persona de mediana cultura no necesita que le destripen un libro.
            Hablando con un viejo amigo, Pepe Navarro, salió a relucir un trabajo que una editorial le había encomendado: una traducción de las Metamorfosis de Ovidio, destinada a escolares. No sé si pretendía alguna disculpa, pero mencionó el conocido dicho italiano traduttore, traditore, que pretende defender la tesis de que toda traducción es una traición.
            Intenté argumentarle que la traición, si acaso, será siempre la mala traducción. Porque sin las traducciones desconoceríamos muchas obras maestras compuestas en otros idiomas. La cuestión, pienso, es cómo se aborde la tarea. Simplificando bastante, digamos que una traducción debe ceñirse lo máximo posible al original, lo que no significa traducir palabra por palabra de forma literal, sino procurar transmitir al lector la esencia de la obra de manera que le sea comprensible según los principios de su propia lengua y cultura sin forzar demasiado la lengua y cultura de que proviene.
            Le pongo a Zalabardo un ejemplo que creo fácil. Tengo dos ediciones de Ulises, de Joyce. La primera es una traducción de José Salas Subirats, de 1945; la segunda, de José María Valverde, treinta años posterior. En el párrafo inicial de la traducción de Salas, vemos que para la palabra bowl, que aparece dos veces, se prefiere, primero, bacía y luego tazón. Valverde se decanta ambas veces por cuenco, que me parece más natural.
            Pero modernizar, “traducir” una obra clásica sin moverse del ámbito de la lengua en que fue escrita es caso diferente. No me opongo a una modernización de las obras de Berceo o del Poema de Mío Cid, por ejemplo. Son muchos los años que nos separan de su aparición y muy acusada la evolución de la lengua. Pero con la misma sinceridad digo que no creo el argumento de que un español de hoy no es capaz de leer el Quijote, escrito hace cuatro siglos. La lengua no ha cambiado tanto como para eso. Tampoco, lógico, es la misma. Por eso me parece suficiente la existencia de ediciones anotadas, sin mucha carga de erudición. Es el mejor camino para que un hablante cobre conciencia de cómo evoluciona el idioma que habla y qué cambios se han experimentado. 

            Pongo dos ejemplos. Si alguien lee en una de las obras de Calderón de 1635: Señor, si quieres saber / quién estaba en mi retrete, / don Juan era, no queda duda de que habrá qué explicarle el sentido de retrete en la época. De hecho, el diccionario español-italiano de Franciosini, de 1620, al comentarlo, dice que es un aposento pequeño y recogido en la parte más secreta de la casa a donde uno se retira ‘a far i suoi studi’. El primer caso que encuentro de retrete con el sentido que tiene hoy es el diccionario de Terreros, de 1788, que dice que es el ‘lugar o cuarto separado para hacer las necesidades comunes'.
            Del mismo modo, a un lector de Manrique habrá que explicarle que, en el siglo xv, el verbo recordar significaba ‘despertar’, ‘prestar atención’, pero nunca suprimir ni modificar la palabra. Y así todo.

            Andrés Trapiello, ha escrito una “traducción” del Quijote al español de hoy que, con todos mis respetos, me parece innecesaria. En un artículo reciente, cuenta la anécdota de las dificultades que tuvo para hallar el equivalente de la expresión lanza en astillero, que siempre se ha venido interpretando como ‘de lanza abandonada, vieja o mohosa, inútil ya’. Hasta que un archivero de La Puebla de Cazalla, pueblo sevillano cercano al mío, lo puso en antecedentes de haber encontrado documentos de la época de Cervantes en que la expresión en astillero no significa ‘colgado, guardado o mohoso’, como se viene diciendo, sino ‘dispuesto, a punto de ser usado’. ¿No es mejor, pues, explicar cómo ha evolucionado el término astillero desde lo que significó hasta lo que significa hoy en lugar de suprimir la palabra y decir ‘de lanza olvidada’ cuando tal vez Cervantes quiso decir ‘dispuesto a coger la lanza’, que es lo que escribe Trapiello?
       Y pienso, ¿no es mejor que los lectores del Quijote vean que luego, ‘inmediatamente’ ha pasado a significar ‘más tarde’, qué sepan lo que es una puerta falsa o un becoquín pese a que sean palabras o expresiones caídas en desuso?
            Le digo a Zalabardo que debemos estar agradecidos  a personas como este archivero, José Cabello, que nos ayudan a conservar la memoria de muchas palabras que ya se habrían perdido, sobre todo en estos tiempos tan dados al ‘usar y tirar’, a considerar que el tiempo no vale nada y que hay que desechar cualquier cosa (o palabra) que tenga una vida superior a unos breves días. Porque si hubiera que contar la historia de don Quijote en la lengua que hoy se gasta en los medios, estaríamos apañados.

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