sábado, septiembre 12, 2020

DE LA ALGARROBA AL QUILATE

 

 


           Llega septiembre y aquí estamos de nuevo Zalabardo y yo tratando de comentar en esta Agenda algunas cuestiones de la lengua que puedan resultar, al menos, curiosas. El tema de hoy me viene sugerido por dos circunstancias diferentes, pero que se han dado muy cercanas en el tiempo.

            La primera de ellas, la conversación mantenida con un señor que, encaramado en un alto algarrobo, cogía su fruto para alimentar a su ganado, mientras caminaba por el llamado Camino del Corcel, en los Montes de Málaga; la segunda, durante una visita al Castillo de Gibralfaro. El encuentro de un panel explicativo sobre el algarrobo y sus propiedades. Lo que ni Zalabardo ni yo sospechábamos es que dos palabras aparentemente tan dispares, algarroba y quilate, pudieran estar tan emparentadas.

            Algarroba es palabra de procedencia árabe, ḫarrūbah, que a su vez procede del persa har lup, que significa ‘quijada de burro’. De ahí proceden todas las variantes garrofa, garrofón, garrofín, garrofina, etc. Por la forma y aspecto de la vaina de esta legumbre, los griegos se valieron de otra metáfora y la llamaron keration, palabra de raíz indoeuropea kerds-, que significa ‘cuerno’, y de donde también proceden queratina, ciervo, carótida e, incluso, cráneo. No obstante, sobre keration, los árabes formaron la palabra qīrât, que, de designar todo el fruto, pasó a señalar solo su semilla, conocida también como garrofín. Y aquí surge la cuestión, pues qīrât quedó en español como quilate, aunque ha ido alterando su significado.


            La algarroba, de naturaleza humilde, se considera hoy alimento para animales. Pero no debe olvidarse que, en tiempos de penuria, la harina de algarroba fue fuente de alimento para los humanos y que aún hoy es muy apreciada en cosmética, en alimentación (se emplea para bizcochos, chocolates, miel…) y en farmacia (es buena para afecciones intestinales). No en vano, los catalanes siguen empleando el refrán guayar-se les garrofes, que es similar a nuestro ganarse las habichuelas. Zalabardo me hace recordar que, de pequeños, aparte del palodú, la caña de azúcar, los majoletos y otras chucherías, comprábamos unos canutitos rellenos de este fino polvo de algarroba molida y envueltos en papel de colores. Su apariencia era la del actual cacao en polvo y, su sabor, dulzón, aunque un poco acre.

            Pero vamos al quilate, que es lo que nos interesa ahora. Ya Covarrubias dice que de estas semillas “los romanos hacían cierta forma de peso muy pequeño, y pesaban como se pesa también con granos de trigo”; y aquí es donde se inicia la historia de hoy. Para determinar el peso y calidad de algunos productos, en este caso metales preciosos como el oro o gemas, se necesitaban medios de gran precisión de los que no se disponía. Los griegos, o tal vez los romanos, no sé con seguridad, comprobaron que las semillas de la algarroba, los quilates, presentaban un tamaño y un peso muy uniforme y era difícil diferenciar unas de otras. Eso los movió a utilizarlas como referencia a la hora de pesar perlas, gemas y oro.

 


           Cada semilla pesa 200 mg. Y, en el momento de establecer un canon de medidas, se determinó que un quilate serían cuatro semillas de algarroba; luego se comprobó que 5 granos pesan 1 gramo. Serían los árabes quienes cambiaran la relación quilate/peso y lo convirtieron en ley de pureza de un metal (sobre todo, el oro). Surge, entonces una pregunta: ¿por qué el 100% de pureza se estableció en 24 quilates? La razón, le digo a Zalabardo es sencilla: en principio, por el sistema duodecimal utilizado por los romanos; pero, además, el emperador Constantino I decidió acuñar, en el siglo IV, unas monedas que basaran su prestigio en tener un peso constante y una máxima pureza. Así apareció el solidus de oro, con un peso de 4,5 gramos; es decir, el equivalente al peso de 96 semillas; o sea, 24 quilates.

 


           Por eso, cuando decimos que una joya de oro es de 24 quilates, queremos decir que es oro puro casi al 100%. Y si decimos que es de 18 quilates, estamos afirmando que, de cada 24 partes, 18 son oro puro y 6, otros metales. Y por ese valor constante y seguro, en español, el verbo aquilatar, inicialmente ‘establecer la ley de pureza’, pasó a significar ‘analizar algo con todo detalle y precisión para separar lo que es puro de lo que es de naturaleza inferior’.

            Por si alguien no conoce este detalle, me avisa Zalabardo que diga que los rosarios tradicionales están hechos con semillas de algarrobas, lo que hace que sus cuentas sean tan regulares.

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