sábado, septiembre 26, 2020

LAPIDACIÓN, TOSCOS Y PIEDRAS JEÑAS


             Cuenta el libro IV del Génesis que Tubal-Caín, hijo de Lamec, de la estirpe de Caín fue creador de la metalurgia e inventor de las primeras armas, en especial las espadas. Me insinúa Zalabardo que ya podía haberse dedicado a otro oficio, por ejemplo, a zapatero, que es más útil y menos dañino. De todas formas, le digo, es pura leyenda y el hecho no vuelve a citarse en ningún otro libro de la Biblia, que yo recuerde.

            No obstante, el libro sagrado de los judíos, y posteriormente también de los cristianos, ofrece innumerables referencias a un tipo de ejecución aplicable a determinados delitos que consideraban merecedores de ser castigados con la pena de muerte, la lapidación. No solo en el Antiguo Testamento; también en el Nuevo. Recuérdese, si no, el episodio en que Cristo anima a lanzar la primera piedra a quien esté libre de culpa.


            La lapidación es posiblemente la más horrible de las penas de muerte —si hay alguna que no lo sea— por el modo lento y doloroso con que muere el ajusticiado. La lapidación, si nadie me corrige, es una invención judía, que los musulmanes acogieron poco después; que, de un modo u otro, todas las sociedades han usado y, por incomprensible que parezca, aún sigue vigente en la legislación de no pocos países.

            Pero no es mi intención, le digo, hablar de ese tema, sino de la palabra. Lapidación, ‘matar a alguien a pedradas’, viene del latín lapis, -idis, que significa precisamente ‘piedra, pedrusco, roca’. De lapis proceden términos menos violentos, como lápiz, lápida, lapicero, lapidario (‘estudio de las piedras preciosas’) o dilapidar (‘malgastar una fortuna tirando el dinero como si fueran piedras sin valor’), etc. Lo curioso es que el latín posee, también otra palabra, petra, -ae, que significa exactamente lo mismo y de la que encontramos en nuestra lengua piedra, apedrear, pedrusco, pedernal, pétreo, pedrada, etc.

            Trato de informarme sobre esta cuestión y me dicen que lapis es palabra de mayor prestigio, casi la única que se utiliza en el latín clásico y, cuestión no desdeñable, de más antigüedad. En cambio, me explican, petra es posterior, tomada del griego, donde recaló, a su vez, parece que del arameo. Petra, según esta información, es propia de lo que se conoce como latín vulgar o coloquial y se introdujo, especialmente, a través de una influencia religiosa; el episodio en que Cristo dice a Simón Bar Jona que, desde aquel momento, su nombre sería Pedro, piedra sobre la que edificaría su Iglesia podría ser la base de lo que digo.

            Zalabardo empieza a mirarme, nervioso, sin entender qué persigo con esta acumulación de datos dispersos. Lo tranquilizo indicándole que ya llegamos a lo que me interesa, que son las piedras y el papel que tenían en nuestra niñez, cuando no teníamos playstation ni nada de eso. Le pido que recuerde cuando, allá en el pueblo, y esto era algo que sucedía no solo en el nuestro, un grupo de niños de una barriada se enfrentaba a un grupo de barriada diferente y nos retábamos a una pedrada, es decir, una batalla con piedras.

 


           No se me ha ocurrido investigar, pero creo que, mucho antes de que Tubal-Caín inventara las espadas, ya existirían las pedradas, modo de enfrentamiento más antiguo y menos lesivo, pues no es igual cortar el cuello o sacar las tripas a alguien con una espada que dejarlo inconsciente o abrirle una brecha con una buena jeña. Claro que no tenemos documentación sobre el caso. Es relato posterior el que nos cuenta que David mató a Goliat valiéndose de su honda de pastor. Mi profesor de historia nos contaba con orgullo cómo los honderos de la antigua Urso, la actual Osuna, se distinguieron en las guerras entre César y Pompeyo; a veces he pensado que, aunque usasen como proyectiles las piezas bicónicas de plomo que con facilidad aparecían en los campos, no pocas veces los proyectiles serían simples toscos cogidos del suelo. Juvenal, en La guerra de Yugurta, llega a utilizar la expresión lapidibus pugnare, ‘luchar con pedruscos’, en los enfrentamientos entre númidas y romanos. En el Quijote, Ginés de Pasamonte y el resto de desagradecidos galeotes pagaron su libertad lloviendo sobre el caballero y su escudero una inmensa cantidad de ñoclos, que no creo que hubiese por aquellos caminos otro tipo de piedras. Y, en Arroz y tartana, Blasco Ibáñez narra ya enfrentamientos a pedradas a la salida del colegio entre niños chuetas, ‘pertenecientes a una etnia de origen judío establecida en levante’ y niños cristianos viejos.

            O sea, me dice Zalabardo, que lo que hacíamos los niños era seguir una atávica tradición. Precisamente a la salida de los colegios, recuerda, una forma de matar el tiempo era apedrear farolas o perros que se nos pusiesen por delante; y, cuando surgía un conflicto, la diana de nuestras piedras eran los niños de otro barrio. Le confieso a mi amigo que no participé en demasiados de estos enfrentamientos, no tanto por ser prudente o pacífico, sino más bien por tímido y medroso de que me quedara señalada la frente como consecuencia de un toscazo recibido.


            De esto quería hablar hoy con mi amigo, de los distintos nombres que tenían las piedras que utilizábamos en las pedradas o en los ataques incívicos contra perros y farolas: tosco, ñosclo, canto, peladilla, chinarro, pedrusco, jeña… Acertar con ellas tenía también su nombre: toscazo, pedruscazo, ñosclazo, jeñazo… Algunas se comprende con facilidad lo que son, pero otras requieren algo más de estudio, por ser términos bastante localistas.

            Por ejemplo, el tosco, lo leo en María Moliner, es lo que en levante llaman tosca, un tipo de roca caliza muy porosa y de forma irregular. La piedra jeña, que era la reina de las piedras en mi pueblo, creo que es la que Alcalá Venceslada llama heña, ‘piedra muy compacta, dura de tallar y redondeada’, palabra probablemente relacionada con el verbo heñir, ‘apretar bien con los puños la masa’; un jeñazo podía dejar un chichón de los de campeonato. Pero, le digo a Zalabardo, nunca he sabido ni he hallado nada sobre cuál pueda ser el origen de ñosclo.

            No quiero incitar a los niños de hoy a que recuperen las pedradas; simplemente advierto con nostalgia cómo se van perdiendo algunas palabras.

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