domingo, enero 14, 2024

EL BUEN NOMBRE

 

Ver un apellido acompañando a un nombre pensamos que es lo más natural del mundo. El apellido obedece a un deseo o a una necesidad de identificarse, de diferenciarse frente a otros que pudieran tener el mismo nombre. Pero ni siempre ni en todos los lugares y culturas ha sido así. Si pensamos un poco, reparamos en que muchos grandes personajes de la historia son conocidos solo por su nombre: Viriato, Aníbal, Cleopatra. A veces, se les añadía un apelativo para distinguirlos: Alejandro el Grande, Iván el Terrible, Alfonso el Sabio… Cuando se comienza a utilizar, el empleo de los apellidos no es tampoco igual en todas partes. En Roma, a los nacidos se les adjudicaba un praenomen (nombre de pila), un nomen (nombre de la gens o familia a la que se pertenecía) y un cognomen (rasgo peculiar, característica propia del individuo o de su familia). Cicerón ―lo cuenta Plutarco― se llamaba Marco (lo que hoy es nombre) Tulio (porque pertenecía a esa familia) Cicerón (porque, se dice, alguien de su familia tenía la nariz en forma de garbanzo o porque la familia se dedicaba a la venta de esa legumbre). Entre nosotros, al nombre lo acompañan el apellido paterno y el materno. En otros lugares, solo se utiliza el paterno e incluso la esposa pierde el propio y adopta el de su marido. Pero incluso hay culturas en que al apellido se le concede tan poca relevancia que ni siquiera existe.

            Le digo a Zalabardo que no pretendo hacer una historia del apellido, sino solo contarle una curiosidad. Pero necesito seguir un poco más. Se supone que esa necesidad de identificarse dejando registrado el apellido tuvo su comienzo hacia el siglo IX y que se consolidó en el XVIII. En España, será ya avanzado el XIX cuando por ley queda establecido que a cada persona se le asignarán dos apellidos, el paterno y el materno y por ese orden. Los apellidos tienen muy variados orígenes. Puede ser una característica física (Calvo, Moreno…), un lugar de procedencia (Sevillano, Valencia…), una profesión (Herrero, Zapatero…), una razón religiosa (Iglesias, San Juan…) o, lo más común, la referencia familiar (López, Domínguez…).

            Le estoy hablando a mi amigo ―está claro― del caso de España. Entre nosotros, lo común es el apellido que nos ligue a los progenitores, en especial al padre, pues el de la madre se unió más tarde. Pero en un principio, el apellido que se heredaba no era el del padre, sino el que se obtenía sobre el nombre del padre, el que indicaba de quién éramos hijos. Por eso, el hijo de alguien llamado Rodrigo Yáñez no se llamaba, por ejemplo, Pedro Yáñez, sino Pedro Rodríguez (el hijo de Rodrigo). Tuvieron que pasar muchos años para que el apellido paterno se transmitiese a través de generaciones.

 


           Tengo que echar mano ahora de otro tema. Mi amigo sabe ―lo sabemos todos― el valor que en nuestra sociedad se le ha concedido siempre al honor y a la honra ―sería largo pararse ahora a ver qué diferencia una cosa de la otra―. Hasta hubo en los Siglos de Oro un género teatral que conocemos como comedias de honor. El honor llegaba a implicar discursos sociales, políticos, religiosos, de pureza de sangre o de fidelidad conyugal, de identidad… Estudiándolas, Menéndez Pidal aludía a la fuerte relación que existía entre lo familiar y lo social. Tal vez por ahí se pueda explicar cómo una ofensa infligida a una persona afectaba a toda su familia y cómo de enraizado estaba lo de defender el buen nombre o lo de ser de familia de buen nombre.

                Ya llego a lo que quería, el buen nombre. Ese buen nombre es lo que mantiene limpio el honor de nuestro linaje, el que concede respeto a nuestra identidad, lo que declara quiénes somos. Ser un Alba, un Téllez, un Ramírez, pretende marcar nuestro puesto en la escala social. Le pido a Zalabardo que recuerde la divertida película Plácido, en la que un personaje interpretado por José Luis López Vázquez no dejaba de repetir: «Yo soy Quintanilla, de los Quintanilla de la serrería). Claro que, a veces, un apellido puede entenderse como un desdoro. A alguien puede molestarle llamarse Mojón, Braga, Ladrón, Gordo, Mellado, Rufián, Oreja… Entre otras cosas, eso nos ayuda a entender que nuestras leyes permitan la alteración del orden o incluso el cambio de apellidos.

            Y ya va la curiosidad que le anunciaba a Zalabardo. Recorriendo algunos pueblos de la Subbética cordobesa, he observado la fuerza con que se mantiene una antigua costumbre: en la puerta de las iglesias e incluso en las paredes de las calles de los pueblos se colocan esquelas mortuorias para dar a conocer a todos el fallecimiento de una persona. Pues bien, en Priego de Córdoba he visto la de alguien cuyos apellidos eran Calmaestra Expósito. Del primero destaca su extrañeza; del segundo, las connotaciones negativas que encierra.

            No he podido evitar la tentación de investigar un poco. Calmaestra, según el Instituto Nacional de Estadística, lo portan unas trescientas personas como primer apellido y otras tantas como segundo. La mayor parte de ellos, en la provincia de Córdoba. Es pues un apellido raro del que sus portadores se sienten orgullosos hasta el punto de que tienen una especie de asociación. Su origen es oscuro, pero lo consideran noble. Según unos, procede de la españolización de un tal Karl Mestre, alemán que comandaba un grupo de personas traídas por Carlos I para repoblar la sierra cordobesa después de una epidemia. Pero otros sostienen la existencia de un documento del siglo XIII en que se menciona a un Calmaestra homenajeado por Fernando III tras la conquista de Arjona.

 


           ¿Pero qué pasa con Expósito? Al contrario que el anterior, este es un apellido de los considerados humillantes, de los que nadie querría tener por no ser buen nombre. Aunque como apellido parece que se comenzó a utilizar en Italia, Esposito, proviene del latín expositus, ‘lo que se echa fuera’. Entre los romanos se llamaba así a quienes se dejaban fuera de la familia. En Italia, y luego en España, se les ponía este apellido a aquellos niños, «hijos de la vergüenza» que se dejaban abandonados a la entrada de una iglesia o ante un convento o casa de caridad, para que se criasen en un hospicio y, luego, entregados en adopción. Covarrubias, en su Tesoro de la Lengua Castellana, los define así: «El niño que ha sido echado de sus padres, o de otras personas en los campos o en las puertas de los templos desamparándolos a su ventura: y de ordinario son hijos de personas que padecerían sus honras, o sus vidas si se supiese cuyos son». El Expósito, por tanto, carece de linaje, no tiene familia a cuyo buen nombre acogerse, pues sus progenitores le niegan el suyo.

1 comentario:

siroco-encuentrosyamistad dijo...

Muy interesante disertación sobre los nombres. Ahora que leo a Galdós y sus episodios, me asombra la variedad y la elección de dichos nombres para caracterizar a sus personajes.

Mi hija se llama Alba. Cuando he de ir a su nueva casa, siempre me siento importante al decir: "Voy a la casa de Alba" ;o)