Subiendo desde León, a Asturias se puede entrar por una moderna autovía. Pero si lo que uno quiere es disfrutar de paisaje agreste y alegrar los ojos, se puede desviar unos cuantos kilómetros al oeste, entrar por el puerto Ventana y bajar encajonado por la garganta del Taberga. De esta forma, el viajero tendrá ocasión de hacer un primer recorrido a pie y fundirse con la naturaleza.
Poco después de atravesar Proaza, cerca de las tierras donde habita el oso, llegados a Villanueva de Santu Adrianu, podemos dejar el coche a un lado de la carretera y subir, no siguiendo por la carretera, sino adentrándonos en el Desfiladero de las Xanas, hasta el pueblecito de Pedroveya. No son sino unos pocos kilómetros, pero al final nos espera un buen reposo en Casa Genoveva, donde es posible probar una de las más gustosas fabadas de todo el principado. Y si logramos una de las mesas que están bajo el hórreo que se levanta delante de la casa, mientras alrededor cae un un casi imperceptible sirimiri, no hay más que hablar.
Así como Galicia está llena de meigas, Asturias está llena de xanas. Las xanas son ninfas que habitan las fuentes, las cuevas y los ríos. Todo el principado está inundado de leyendas sobre estos mágicos seres como la que os cuento ahora. Por esta tierra de la que os hablo se cuenta que, cuando llegaron los moros y casi sin encontrar resistencia se apoderaron de toda España menos las zonas montañosas del norte, hubo muchos reyes ineptos y grandes señores cobardes que para no ser molestados y tampoco hacerles frente, con el peligro de ser derrotados, firmaron alianzas humillantes con reyezuelos y caudillos mahometanos.
Uno de estos señores, de nombre Maurago, que vivía en Trubia, se comprometió a entregar cada año cincuenta de las más hermosas doncellas para engrosar los harenes de los infieles. Enterados los habitantes de la región de tan infamante acuerdo, antes de que los soldados de este gobernador pudieran iniciar su requisa, convencieron a algunas de las doncellas para que huyeran y se escondieran en el monte. Cuatro de ellas, logrando burlar todos los controles, encontraron refugio, después de andar tres o cuatro días, en una hoz abierta por un pequeño arroyo de aguas cantarinas que desaguaba en el Trubia.
Pero los soldados, que tenían espías por todas partes, se enteraron del escondite y no tardaron en internarse por el mismo desfiladero. Las jóvenes, sintiendo cerca el ruido de la tropa, se acongojaron. Entonces fue cuando se oyó una voz dulce y modulada como el silbo del aire entre los robles: "Si queréis ser mis xanas, nada os ocurrirá y seréis felices por toda la eternidad". "¿Qué hemos de hacer para convertirnos en xanas?", preguntó una de las jóvenes. "Basta con que bebáis un sorbo de mi agua". Así lo hicieron las cuatro doncellas. Cuando los soldados las encontraron y se dispusieron a apresarlas, ellas los miraron muy fijamente con sus ojos verdes y los soldados se convirtieron de inmediato en ovejas que se dispersaron por el monte.
Maurago, extrañado de que sus soldados no regresasen, envió otro contingente, pero les ocurrió lo mismo que a los primeros. Entonces, el gobernador tomó la decisión de reunir una tropa más extensa que las anteriores y ponerse él mismo a la cabeza para averiguar lo ocurrido. Cuando llegaron al lugar donde habitaban las cuatro xanas, comenzaron a gritar llamando a los soldados perdidos, pero nadie les respondía. Entonces las xanas decidieron dejarse ver, puesto que las xanas, por lo común, son invisibles. Maurago se dirigió a ellas: "Decidme, xanas, ¿qué ha pasado con los soldados que he enviado por estas tierras?" "¿Qué soldados dices, señor? Aquí no hay más que ovejas". Y así era en realidad, como bien podía comprobar el enfadado señor, que continuó en tono amenazador: "Si no queréis contestarme, haré que los soldados que me acompañan arrasen estos lugares". "¿De qué soldados hablas?", dijeron ellas. "¿No te hemos dicho que aquí no hay otra cosa que ovejas?" Y Maurago, volviendo la mirada hacia atrás, comprobó cómo tenían razón y se halló a sí mismo vestido pobremente como un pastor.
Comprendió entonces el error cometido y rogó a las xanas que deshicieran el encanto. Ellas le dijeron que en sus manos estaba conseguirlo. Que bastaba romper el tratado que había firmado con los moros y hacerles la guerra en lugar de someterse a ellos. Maurago juró que así lo haría. En el preciso instante, todos los soldados volvieron a su ser primitivo y él a vestir sus galas habituales. Y como había jurado, rompió el infamante tratado y se unió con el resto de los señores y tropas que dieron inicio a la reconquista de España.
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Cuando el otro día escribí mi comentario en el apunte de Las margaritas de Enol, para resaltar los valores de los ciclistas aficionados, lo que menos podía imaginar es que esta tarde viendo el Tour presenciaría una de las más aparatosas caídas de ciclistas que he visto en TV. Me encontraba reflexionando acerca del poco cuidado que a veces tiene la afición que, con tal de sacar una foto de frente, hacer fresco con la bandera, echar agua o, simplemente, animar a un corredor, no se percata del poco espacio que deja para que pasen los ciclistas y los hay que, apuran tanto, que llegan a ponernos los vellos de punta. Entonces fue cuando, de repente, se produjo la terrible caída, tan multitudinaria que terminó por cortar el paso a los que venían detrás y tuvieron la suerte de no caerse. Las imágenes posteriores mostraron a más de uno afectado por el accidente, provocado al parecer por un enganchón entre ellos, pero no se esperan consecuencias mayores que den lugar a que alguno tenga que retirarse y dar por concluido el Tour.
Pero, como suele decir el escritor, no es de esto de lo que quiero hablar sino de otra anécdota que le pasó a uno de mis vecinos de la Colina. Corrían los primeros años sesenta cuando él cursaba sus estudios de bachillerato y tuvo lugar esta historia. Aquel sistema educativo no era obligatorio, ni mucho menos; era durísimo y se accedía por medio de una prueba de ingreso a partir de los diez añitos. Si el maestro, además de hacer la leche en polvo por las tardes en un gran recipiente de hojalata, pues entonces no eran frecuentes los de plásticos, no había preparado adecuadamente a los chavales, no se superaba la prueba de ingreso, de la que examinaba un tribunal. Con fortuna se podía volver a intentar al curso siguiente, contra la paciencia de los padres que en aquella época solían reservar muchas tareas domésticas a los hijos.
Mi vecino era de los que se levantaban muy temprano a estudiar si la tarde anterior no había tenido tiempo suficiente. La lección, en todas las asignaturas, te la preguntaban a diario y tenías que estudiar todos los días. Las calificaciones se daban mensualmente en un cuadernillo que tenías que entregar firmado por el cabeza de familia días después. Cada trimestre, los alumnos se volvían a examinar de todo el contenido impartido en la materia, de modo que era obligatorio estudiar para saber. Pero no todo era tan duro: para finales de mayo, después de darle dos repasos a los libros (que por unas cuarenta pesetas venían acompañados de un programa), los alumnos podían disfrutar de vacaciones hasta después del Pilar.
Una mañana fría de invierno, mi vecino daba un último repaso en la cama, tapado hasta la cabeza y sujetando el libro con una mano, a la Formación del Espíritu Nacional que horas después le preguntarían. La asignatura era semanal y en las clases el profesor sacaba a la pizarra a los diez o doce alumnos que cada vez explicaban la lección, mientras él, ocupado en sus cosas, parecía escucharlo todo. Aquella mañana aún no había amanecido, hacía mucho frío y había acabado el repaso demasiado pronto, de modo que podía volver a dormirse hasta que le llamaran para levantarse. Pero para ello había que levantarse para apagar la luz, cuyo interruptor, como era costumbre entonces, estaba situado cerca de la puerta, enfrente de la cama. “¡Y con tanto frío tengo que salir de la cama para apagar la luz!”. La luz era cara y los medios económicos de las familias eran escasos, de modo que descartó dormirse con la luz encendida. Pensó entonces que si tuviera poderes sobrenaturales, si fuera dios, le bastaría con pedirlo para que la luz se apagara. Y decidió, convencido, decirlo: “luz apágate”. En ese preciso instante, por los motivos que fueran, la luz se apagó. Sobrecogido y muerto de miedo, pensó que jamás volvería a usar sus "poderes mágicos" por si acaso era dios. Se tapó hasta las orejas y se durmió. Una vez que amaneció, le llamaron a la hora habitual de todos los días. Se levantó; la luz estaba apagada y el interruptor de cerámica, esos que había que girar para darle a la luz, funcionaba perfectamente encendiéndola y apagándola. Han pasado muchos años desde entonces y aún sigue sin comprender qué pudo pasar aquel día, pero desde aquel momento es agnóstico.
Escritor, ¿está Zalabardo de vacaciones?, no sale para nada estos días.
El viejo de la colina
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