martes, abril 21, 2009

CORREO ELECTRÓNICO Y LECTURAS

Existen inventos que son en sí mismos buenos, aunque debido al uso que de ellos hacemos podemos en ocasiones llegar a detestarlos. Eso es lo que pasa, por ejemplo, con el correo electrónico. ¿Habrá un servicio más ágil, rápido y efectivo que este cuando necesitamos contactar con otra persona, sea simplemente para comunicarnos con ella, para enviar o solicitar una información o para enviar o recibir algún documento que se precisa con la mayor inmediatez posible?
Zalabardo sabe que, y eso es cosa de los años, tanto él como yo tenemos todavía algún reparo en eso de resolver asuntos a través de Internet. Pero que nosotros, que somos de otros tiempos y costumbres, sintamos esa aprensión no significa que consideremos malo el servicio, que es positivo se mire por donde se mire. Y no digamos ya el correo electrónico. Eso de escribir una carta, introducirla en un sobre, franquearla y depositarla en un buzón y esperar a que llegue a su destino y pueda originar una contestación parece ya cosa de la prehistoria. Con lo sencillo que resulta sentarse ante el ordenador, escribir el mensaje, escoger una dirección y pulsar la tecla de envío. Sabemos que en cuestión de minutos habrá llegado a su destino y obtendremos la respuesta deseada si es que algo solicitábamos.
Pues con eso y todo, hay veces que el correo electrónico se vuelve insoportable. Cuando proporcionamos a una persona de confianza, ya sea amigo o empleado de una dependencia oficial, nuestra dirección electrónica, sabemos que con ello estamos abriéndole las puertas de nuestro equipo y dándole autorización para que se ponga en contacto con nosotros cuando lo desee, todo ello a cambio de un comportamiento semejante por su parte. Casi todos sabemos bien a casa de qué persona podemos llamar a una hora más o menos intempestiva y a quien no molestaríamos nunca porque entre nosotros no se da el grado de confianza suficiente. Con el correo electrónico pasa igual. ¿Qué defensa tenemos cuando nuestra dirección cae en manos de quien no sabe hacer buen uso de ella?
Me imagino que sabréis que con todo esto me quiero referir al correo no deseado. Y no se trata ya de esos mensajes basura en los que nos ofrecen desde la fácil obtención de la viagra hasta el mismísimo señuelo de la lotería nigeriana. Hablo de quienes sin encomendarse ni a Dios ni al diablo se dedican a reenviar cualquier archivo adjunto que les llega a toda su lista de contactos, lista en la que, sin saber por qué, nosotros nos encontramos. Zalabardo y yo tenemos algunos amigos con los que, periódicamente, intercambiamos mensajes de esta naturaleza y lo hacemos sabiendo que el otro los va a aceptar como divertidos o interesantes. ¿Pero por qué hemos de soportar a quien no tiene con nosotros ningún tipo de amistad que nos bombardee con archivos que no deseamos recibir?
Hablo de una persona concreta con quien no me une más que una circunstancial relación de conocimiento. En cuanto he escrito esto último, Zalabardo ya empieza a reír, pues sabe por dónde voy. Pues bien, no sé de qué manera ha llegado mi dirección a su poder y ahora me martiriza con envíos que él considera interesantes pero que a mí me repelen. Entre ellos, una relación de ¡179! libros que pueden ser descargados gratuitamente y que me recomienda leer. Zalabardo es que se desternilla de la risa cuando ve mi reacción ante este mensaje en que se me aconseja que lea el Quijote, la Biblia, Cien años de soledad o los Sonetos de amor, de Neruda. Supondrá que no los he leído. Me dice Zalabardo que no haga caso y que, simplemente, los borre. Pero quiero hacerle entender que lo que me subleva es que, tras ese escaparate, incluya a continuación en la lista cuanto existe de Paulo Coelho, de Khalil Gibran, Saint Germain, Alice Bailey, James Redfield o Jorge Bucay, así como títulos tales como El aura de nuestro arco iris, Las siete leyes espirituales del éxito, No piense como humano (de la secta Kryon) o El universo central y los superuniversos. Lo más ridículo del caso es que el mensaje termina aconsejándome que empiece leyendo ¡a Jorge Bucay!, porque, según él, es genial. Zalabardo ya está por ahí, por el suelo, tronchado literalmente de la risa.
Esta persona, digámoslo, se dedica a la enseñanza. ¿Qué lecturas recomendará a sus alumnos? La experiencia nos dice que, por desgracia, hay más gente así, e incluso toda una industria editorial detrás (confieso que alguna vez yo también sucumbí ante ella) que produce como si fueran churros una literatura para los jóvenes que parte de considerarlos cualquier cosa menos seres dotados de inteligencia y criterio propio. ¿Era Jordi Serra i Fabra quien decía hace poco, en una entrevista, haber escrito más de cuatrocientos libros para jóvenes y que era capaz de escribir otros tantos? Pensando en esas cosas no he podido menos que recordar una escena del comienzo de Por el camino de Swann, de Marcel Proust, en que una abuela regalaba a su nieto, no sin escándalo de los padres, las "novelas campestres" de George Sand La charca del diablo, Francisco el Expósito, La pequeña Fadette y Los maestros campaneros porque no creía "que los grandes hálitos del genio ejercieran sobre el ánimo, ni siquiera el de un niño, una influencia más peligrosa y menos vivificante que el aire y el viento suelto." Y añadía que "nunca podría regalar a un niño un libro mal escrito." Ahora, en cambio, los libros para jóvenes se escriben obedeciendo recetas, cuando no consignas: libros que inculquen el valor de la amistad, de la solidaridad, de la integración... ¿Acaso Jack London, por ejemplo, pensaba en fórmulas de ese tipo al escribir? Sería bueno reflexionar despacio sobre el asunto.

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