AMERICANISMOS
No es ninguna novedad que yo diga aquí que he entrado en una etapa de mi vida en la que me atrae más releer que leer y ya creo haberlo explicado más de una vez. Una de mis últimas relecturas ha sido Merlín y familia, de Álvaro Cunqueiro. Deseaba, después de muchos años, volver a encontrarme con la prosa fluida y musical de Cunqueiro y enfrentarme a esos mundos oníricos y fantásticos que crea. Debo decir que no ha sido menor la impresión recibida ahora que la que me produjo tiempo atrás. También es verdad, dicho sea de paso, que siento una especial predilección por los escritores gallegos.
Pero, siendo esto así, le digo a Zalabardo, no significa, sin embargo, que haya renunciado a la lectura de obras recientes, aunque se me hace más difícil decidir enfrentarme a ellas. Ahora mismo, por ejemplo, estoy enfrascado en la prelectura de El arte de la resurrección, del chileno Hernán Rivera Letelier, premio Alfaguara de este año. ¿Qué es eso de prelectura?, me pregunta Zalabardo al tiempo que hace ese gesto tan característico suyo con el que me da a entender que, a su juicio, estoy intentando ser ocurrente sin conseguirlo del todo.
Pero yo, sin darme por aludido, me limito a contestar a su pregunta adoptando un aire de naturalidad. En esta novela, le respondo, he creído ver una vuelta, en parte, a aquellas novelas hispanoamericanas de la etapa del boom, allá por los años 60 y 70 del pasado siglo. Hay un mundo idealizado rodeado de un aura mágica, que en este caso es el de las minas salitreras del norte de Chile y la soledad del inhóspito y tórrido desierto de Atacama. Hay unos personajes que igualmente parecen pertenecer a un mundo que no este mundo: Domingo Zárate Vega, el Cristo de Elqui, iluminado que se cree reencarnación de Jesucristo; Magalena Mercado, la bondadosa prostituta devota de la Virgen del Carmen; don Anónimo Bautista, el Loco de la Escoba, que pasa todo su tiempo barriendo las calles del poblado así como el desierto que lo rodea y que entierra bajo la arena toda la basura que encuentra... Y hay una lengua que es la lengua popular de Chile. Y aquí es donde se me ha encasquillado la lectura y por eso hablo de prelectura; por ello he empezado por intentar entender las palabras, por alcanzar su recto significado para, una vez conseguido eso, encarar y disfrutar la verdadera lectura de la historia de esos personajes y de esos lugares.
He recordado, leyendo esta novela, la necesidad que tantas veces se ha denunciado en diferentes medios de que en el DRAE deberían tener cabida más americanismos de los que hay. Esa petición ya sobra, porque se ha llegado a una solución mejor. La Asociación de Academias de la Lengua Española, que está trabajando muy bien, sacó a la luz a finales del pasado mes de abril su Diccionario de americanismos. Es una obra en la que se venía trabajando desde hace bastante tiempo y es ahora cuando, en sus dos mil trescientas páginas, nos ofrece las peculiaridades y la riqueza del español americano con atención a todas sus zonas y regiones. Es una obra, a mi juicio, fundamental para que conozcamos por dónde anda nuestra lengua y qué valor tiene para su historia y progreso el habla de los países del otro lado del Atlántico, que no en vano reúnen más de trescientos millones de hispanohablantes
Gracias a esta obra me estoy enterando de qué dicen las palabras de la novela de Rivera Letelier y por eso hablo de prelectura. Estoy buscando el significado de las palabras desconocidas, que son muchas, anotándolo en los márgenes de las páginas, para, después, leer ya de un tirón la obra, sin tanto detenimiento como ahora. Y no es exageración eso que digo de que son muchas las palabras que no pertenecen al español común, sino que son particularismos chilenos. No los voy a citar aquí todos, pero no renuncio a escribir unos cuantos: inquilinato, ‘campo con inquilinos que explotan una parcela concreta’; peneca, ‘niño, mozalbete’; camal, ‘matadero’; volanda, ‘vehículo tirado por mulos que se desplaza por raíles’; caliche, ‘salitre’; frangollo, ‘desorden’; fondo, ‘caldero de hierro’; quiltro, ‘chucho, perro sin pedigrí’; vianda, ‘fiambrera’; retreta, ‘concierto’; forongo, ‘presuntuoso’; biógrafo, ‘cine’; ñeque, ‘valor, coraje’; macuco, ‘astuto’; pililiento, ‘andrajoso’; y así podría seguir, pero si se dice que para muestra vale un botón, aquí van algo más de una docena.
No es ninguna novedad que yo diga aquí que he entrado en una etapa de mi vida en la que me atrae más releer que leer y ya creo haberlo explicado más de una vez. Una de mis últimas relecturas ha sido Merlín y familia, de Álvaro Cunqueiro. Deseaba, después de muchos años, volver a encontrarme con la prosa fluida y musical de Cunqueiro y enfrentarme a esos mundos oníricos y fantásticos que crea. Debo decir que no ha sido menor la impresión recibida ahora que la que me produjo tiempo atrás. También es verdad, dicho sea de paso, que siento una especial predilección por los escritores gallegos.
Pero, siendo esto así, le digo a Zalabardo, no significa, sin embargo, que haya renunciado a la lectura de obras recientes, aunque se me hace más difícil decidir enfrentarme a ellas. Ahora mismo, por ejemplo, estoy enfrascado en la prelectura de El arte de la resurrección, del chileno Hernán Rivera Letelier, premio Alfaguara de este año. ¿Qué es eso de prelectura?, me pregunta Zalabardo al tiempo que hace ese gesto tan característico suyo con el que me da a entender que, a su juicio, estoy intentando ser ocurrente sin conseguirlo del todo.
Pero yo, sin darme por aludido, me limito a contestar a su pregunta adoptando un aire de naturalidad. En esta novela, le respondo, he creído ver una vuelta, en parte, a aquellas novelas hispanoamericanas de la etapa del boom, allá por los años 60 y 70 del pasado siglo. Hay un mundo idealizado rodeado de un aura mágica, que en este caso es el de las minas salitreras del norte de Chile y la soledad del inhóspito y tórrido desierto de Atacama. Hay unos personajes que igualmente parecen pertenecer a un mundo que no este mundo: Domingo Zárate Vega, el Cristo de Elqui, iluminado que se cree reencarnación de Jesucristo; Magalena Mercado, la bondadosa prostituta devota de la Virgen del Carmen; don Anónimo Bautista, el Loco de la Escoba, que pasa todo su tiempo barriendo las calles del poblado así como el desierto que lo rodea y que entierra bajo la arena toda la basura que encuentra... Y hay una lengua que es la lengua popular de Chile. Y aquí es donde se me ha encasquillado la lectura y por eso hablo de prelectura; por ello he empezado por intentar entender las palabras, por alcanzar su recto significado para, una vez conseguido eso, encarar y disfrutar la verdadera lectura de la historia de esos personajes y de esos lugares.
He recordado, leyendo esta novela, la necesidad que tantas veces se ha denunciado en diferentes medios de que en el DRAE deberían tener cabida más americanismos de los que hay. Esa petición ya sobra, porque se ha llegado a una solución mejor. La Asociación de Academias de la Lengua Española, que está trabajando muy bien, sacó a la luz a finales del pasado mes de abril su Diccionario de americanismos. Es una obra en la que se venía trabajando desde hace bastante tiempo y es ahora cuando, en sus dos mil trescientas páginas, nos ofrece las peculiaridades y la riqueza del español americano con atención a todas sus zonas y regiones. Es una obra, a mi juicio, fundamental para que conozcamos por dónde anda nuestra lengua y qué valor tiene para su historia y progreso el habla de los países del otro lado del Atlántico, que no en vano reúnen más de trescientos millones de hispanohablantes
Gracias a esta obra me estoy enterando de qué dicen las palabras de la novela de Rivera Letelier y por eso hablo de prelectura. Estoy buscando el significado de las palabras desconocidas, que son muchas, anotándolo en los márgenes de las páginas, para, después, leer ya de un tirón la obra, sin tanto detenimiento como ahora. Y no es exageración eso que digo de que son muchas las palabras que no pertenecen al español común, sino que son particularismos chilenos. No los voy a citar aquí todos, pero no renuncio a escribir unos cuantos: inquilinato, ‘campo con inquilinos que explotan una parcela concreta’; peneca, ‘niño, mozalbete’; camal, ‘matadero’; volanda, ‘vehículo tirado por mulos que se desplaza por raíles’; caliche, ‘salitre’; frangollo, ‘desorden’; fondo, ‘caldero de hierro’; quiltro, ‘chucho, perro sin pedigrí’; vianda, ‘fiambrera’; retreta, ‘concierto’; forongo, ‘presuntuoso’; biógrafo, ‘cine’; ñeque, ‘valor, coraje’; macuco, ‘astuto’; pililiento, ‘andrajoso’; y así podría seguir, pero si se dice que para muestra vale un botón, aquí van algo más de una docena.
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