BANDERAS
Esta mañana, durante el pertinente paseo diario, he comenzado a ver cómo van apareciendo en lugares de muy diferente naturaleza, tal como van floreciendo las margaritas en primavera, las banderas de España: balcones, chiringuitos de playa, bares, algún parque... Y estoy convencido de que la cosa irá a más. Por supuesto que no he dudado ni un momento a la hora de interpretar la razón y motivo de tal hecho: el próximo viernes se da el pistoletazo de salida al Mundial de fútbol de Suráfrica (a mí se me hace difícil escribir y decir eso de Sudáfrica que tiene tanto sabor de anglicismo) y el miércoles siguiente será el debú de España en tal competición.
En España somos poco dados a utilizar los diferentes eventos como excusa para ofrecer muestras de nuestro patriotismo. Eso, nos decimos, queda para los americanos. Es más, creo que somos un país donde produce rubor mostrarse patriota. Somos catalanes, vascos, andaluces, riojanos; pero difícilmente nos declaramos españoles, como si tal declaración tuviera no sé qué connotaciones negativas. Parece que tal cosa está mal vista, y se tiende a tachar de facha o carcunda a quien profesa fe de patriota o a quien se hace ver con la bandera. Del mismo modo que tengo la impresión de que cuesta seguir con respeto una audición del himno nacional. En este último caso, no sé si será una especie de complejo al ver que, frente a otros, el nuestro no tiene letra y, por tanto, no lo podemos cantar.
Está claro, no somos patriotas y solo aceptamos comportamientos de esa índole a título individual y mostrados muy de tarde en tarde: Viriato, María Pita, Agustina de Aragón. Si acaso, hay alguna aislada manifestación colectiva: la del pueblo madrileño frente a las tropas de Napoleón. El caso es que sentimos un cierto pudor a confesarnos patriotas. Ese orgullo que vemos en otros de declararse americanos, italianos o franceses, difícilmente lo asumimos nosotros.
Me dice Zalabardo que nuestra historia reciente pesa mucho y aún estamos acomplejados por el uso que se ha hecho durante años de los diferentes símbolos patrióticos. Incluso hay quienes no los reconocen como propios. Una determinada facción los secuestró de tal modo e hizo de ellos un uso tan poco edificante que todavía nos cuesta aceptar que son de todos y, por tanto, que no pertenecen con exclusividad a nadie.
Y, mira por dónde, le contesto yo, tengo la impresión de que el fútbol ha venido en cierto modo a sacarnos de esa especie de marasmo incómodo. Si no estoy equivocado, todo se inició con el pasado Campeonato Europeo que alzó a nuestra selección (que algunos se esfuerzan por que sea la roja, tal como otras son la albiceleste, la canarinha o la bleu) al lugar más alto del continente.
Y si ahora vuelve a ser el fútbol, y el orgullo de que nuestra selección, la roja, esté considerada entre las máximas aspirantes a ganar el trofeo, la única razón y motivo que nos lleva a mostrar las banderas en mástiles y ventanas, aunque sea disimulada con el toro de Osborne en lugar del escudo, bien venido sea.
Esta mañana, durante el pertinente paseo diario, he comenzado a ver cómo van apareciendo en lugares de muy diferente naturaleza, tal como van floreciendo las margaritas en primavera, las banderas de España: balcones, chiringuitos de playa, bares, algún parque... Y estoy convencido de que la cosa irá a más. Por supuesto que no he dudado ni un momento a la hora de interpretar la razón y motivo de tal hecho: el próximo viernes se da el pistoletazo de salida al Mundial de fútbol de Suráfrica (a mí se me hace difícil escribir y decir eso de Sudáfrica que tiene tanto sabor de anglicismo) y el miércoles siguiente será el debú de España en tal competición.
En España somos poco dados a utilizar los diferentes eventos como excusa para ofrecer muestras de nuestro patriotismo. Eso, nos decimos, queda para los americanos. Es más, creo que somos un país donde produce rubor mostrarse patriota. Somos catalanes, vascos, andaluces, riojanos; pero difícilmente nos declaramos españoles, como si tal declaración tuviera no sé qué connotaciones negativas. Parece que tal cosa está mal vista, y se tiende a tachar de facha o carcunda a quien profesa fe de patriota o a quien se hace ver con la bandera. Del mismo modo que tengo la impresión de que cuesta seguir con respeto una audición del himno nacional. En este último caso, no sé si será una especie de complejo al ver que, frente a otros, el nuestro no tiene letra y, por tanto, no lo podemos cantar.
Está claro, no somos patriotas y solo aceptamos comportamientos de esa índole a título individual y mostrados muy de tarde en tarde: Viriato, María Pita, Agustina de Aragón. Si acaso, hay alguna aislada manifestación colectiva: la del pueblo madrileño frente a las tropas de Napoleón. El caso es que sentimos un cierto pudor a confesarnos patriotas. Ese orgullo que vemos en otros de declararse americanos, italianos o franceses, difícilmente lo asumimos nosotros.
Me dice Zalabardo que nuestra historia reciente pesa mucho y aún estamos acomplejados por el uso que se ha hecho durante años de los diferentes símbolos patrióticos. Incluso hay quienes no los reconocen como propios. Una determinada facción los secuestró de tal modo e hizo de ellos un uso tan poco edificante que todavía nos cuesta aceptar que son de todos y, por tanto, que no pertenecen con exclusividad a nadie.
Y, mira por dónde, le contesto yo, tengo la impresión de que el fútbol ha venido en cierto modo a sacarnos de esa especie de marasmo incómodo. Si no estoy equivocado, todo se inició con el pasado Campeonato Europeo que alzó a nuestra selección (que algunos se esfuerzan por que sea la roja, tal como otras son la albiceleste, la canarinha o la bleu) al lugar más alto del continente.
Y si ahora vuelve a ser el fútbol, y el orgullo de que nuestra selección, la roja, esté considerada entre las máximas aspirantes a ganar el trofeo, la única razón y motivo que nos lleva a mostrar las banderas en mástiles y ventanas, aunque sea disimulada con el toro de Osborne en lugar del escudo, bien venido sea.
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