Serio, reconcentrado sobre sí mismo, como si meditara sobre cuanto queda atrás y sobre cuanto le espera, el caballero, que regresa de la guerra, ocupa un lugar entre sus hombres junto a una hoguera que han encendido en una esquina del campamento. Esos toscos soldados que integran la hueste lo han invitado a compartir con ellos una jarra de vino. La alegría por la vuelta a casa se hace patente en todos los rostros. Arriba, en el cielo, brillan las estrellas y una brisa fresca, más bien fría, les da en el rostro.
Siempre le ha gustado la compañía de los hombres de su mesnada. Muchas son las penalidades que han vivido juntos y muchas las largas jornadas de camino que han realizado. Ahora están de vuelta hacia el hogar y han acampado por última vez antes de iniciar la postrer etapa del regreso. Los rudos guerreros guardan silencio respetando las pocas ganas de hablar que su señor tiene. Se diría que un negro presagio cruza por su mente.
La guerra ha sido dura; es verdad que todas las guerras lo son, pero esta les ha tenido tres largos años fuera de sus hogares. De vez en cuando, alguien rompe el silencio y comenta algo sobre las veces que han debido poner sobre el tablero sus vidas por mandato de su rey. Pero nada de eso importa a estos recios corazones si se logran tierras y gloria para su señor. El caballero medita que había hecho una promesa que no ha po-dido cumplir: «Antes de seis meses volveré», había dicho. Y ha estado fuera tres años. La vuelta a casa, se dice en silencio, lo suavizará todo.
No muy lejos de ellos, en torno a otra fogata, un bullicioso grupo pasa de mano en mano jarras de vino de las que pronto dan cumplida cuenta. No son solo soldados, también hay mucha gente que se les ha ido unido durante las diferentes jornadas: son buhoneros, cordeleros, cardadores y gente de toda laya que va de un lugar a otro buscándose la vida. Todos, ellos y los soldados, sirven de auditorio a un peregrino que se ha convertido en centro del grupo. Se le conoce por la palma que porta y que distingue a cuantos hacen romería a Tierra Santa. Cuenta las maravillas que ha tenido ocasión de contemplar durante su larga peregrinación. El auditorio, embobado, está pendiente de sus palabras mientras el vino va pasando se mano en mano.
Pero el palmero no cuenta solo maravillas de su largo viaje; no habla tan solo de las tierras remotas que ha podido visitar. Narra también sucesos acaecidos en lugares más próximos por los que ha pasado antes de topar con este grupo de soldados que vuelve de la guerra. Así, ahora da detalles de un fúnebre caso que ha tenido lugar días atrás en la cercana ciudad hacia la que se dirige aquella gente de armas.
El caballero que departe con sus hombres en la fogata próxima no ha podido evitar oír las palabras del palmero, sobre todo cuando sus oídos han sido heridos por el nombre de su lugar. Dirige sus ojos y su atención hacia el heterogéneo grupo que rodea al peregrino. Una dama de muy alta alcurnia, llamada doña Mencía, está narrando el romero, ha muerto de dolor al no poder soportar la lejanía de su amante. La melancolía y la desazón por la suerte que hubiera podido correr su amado, que estaba en la guerra contra el infiel y no ha regresado en el tiempo prometido, ha agotado sus fuerzas. Los funerales, sigue contando el peregrino, causaron sensación no ya tan solo por la alta estirpe de la difunta, sino por la soberbia y riqueza de las exequias.
En tanto ha durado la narración, el caballero que vuelve del campo de batalla ha ido perdiendo la color de su cara. Gruesas lágrimas resbalan de sus ojos y ruedan por sus mejillas. El caballero siente, allá en lo hondo de su pecho, que se le parte el corazón. A su alrededor, sus hombres guardan silencio.
Anónimo (siglo XV): Romance del palmero o de la amiga muerta
En el tiempo que me vi
más alegre y placentero,
encontré con un palmero,
que me habló y dijo así:
«¿Dónde vas, el caballero?
¿Dónde vas, triste de ti?
Muerta es tu linda amiga,
muerta es que yo la vi;
las andas en que ella iba
de luto las vi cubrir,
duques, condes la lloraban,
todos por amor de ti;
dueñas, damas y doncellas
llorando dicen así:
“¡Oh, triste del caballero
que tal dama pierde aquí”»
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