martes, noviembre 30, 2010


LA ORTOGRAFÍA “QUE VIENE”


Me preguntaba Zalabardo un día si, ante la abundancia de comentarios, críticas y análisis acerca de la Ortografía de la Academia (hasta parece, me dice, que en facebook hay un portal que blande la defensa de la y griega), de próxima aparición, yo no pensaba decir nada. Le contesté que, dado que lo que de ella se ha adelantado no es otra cosa que propuestas que debían ser refrendadas o no por los representantes de todas las academias en la reunión de Guadalajara, esperaba a tener la publicación en las manos para emitir mi juicio sobre los cambios, cualesquiera que estos fuesen.
Pero ayer volvió a la carga. Porque, argumenta en su insistencia, mira que ha levantado polvareda ese asunto de la be larga y la be corta, el destierro de ch y ll del alfabeto, la y griega desprovista de su nombre y trasmutada en ye, las tildes que deben o no ponerse en según qué palabras. ¿Ha interesado algo tanto alguna vez a tanta gente como esta pretendida “reforma” de la ortografía? El revuelo ha estado incluso a punto de convertirse en motín. Y, aunque hoy tocaba una entrega de El cuaderno escondido, accedo a su petición.
Porque ahora resulta que —¿habrá tenido algo que ver este movimiento reivindicativo?— las academias parecen que reculan un poco y donde dije digo digo Diego. Y es que, tras la reunión de Guadalajara, José Moreno de Alba, presidente de la Academia mexicana, dice que las novedades polémicas solo fueron borradores de trabajo y nunca normas firmes; que todo sigue igual, que lo que hay son recomendaciones y que de ninguna manera “habrá coscorrones”, según sus propias palabras. No me parece mal esa prudencia de los señores académicos ante el revuelo levantado. La norma debe surgir del uso generalizado y aceptado, nunca generando levantamientos hostiles contra ella.
No obstante, le digo a Zalabardo: ¿es que alguien se ha creído que las tales propuestas son realmente algo tan novedoso como para organizar lo que se ha organizado? Sinceramente creo que no y voy a tratar de justificar lo que digo. Me parece que es preciso dejar bien sentado que desde los orígenes de nuestra lengua hasta hoy ha habido menos cambios (ortográficos) de los que creemos y que las “reformas” que hoy tildamos de revolucionarias tienen más antigüedad de la que pensamos.
No quiero hacer aquí una revisión histórica del asunto. Sería largo y, posiblemente, aburrido. Me voy a centrar tan solo (yo le quité la tilde a este adverbio hace ya mucho tiempo) en la primera de nuestras gramáticas, la de Antonio de Nebrija, escrita a finales del siglo XV. Y me limitaré a solo uno de los capítulos, el quinto, del libro primero, dedicado a la ortografía.
Lo primero que notamos es que, al tratar cuáles son las letras que representan los sonidos de nuestra lengua, señala las siguientes: a, b, c, d, e, f, g, h, i, k, l, m, n, o, p, q, r, s, t, u, x, y, z. Veintitrés. Y, oh sorpresa, faltan ch, j, ll, ñ, v, w. Nebrija divide las letras en tres grupos: las que sirven por sí mismas (a, b, d, p, s…); las que sirven por sí mismas y por otras (c, g, i, l, n, u) y las que nunca sirven por sí mismas y siempre por otras (h, q, k, x, y). ¿Qué es esto? Sirven por sí mismas las que siempre representan un sonido claro (las primeras letras de mesa o puerta); sirven por sí y por otras las que, además de representar su propio sonido, pueden, a la vez, representar otros (por ejemplo, c tiene su propio sonido en casa, pero otro en cero); y siempre sirven por otras las que no representan un sonido propio (q siempre vale por c, como en queso).
Pero vamos a ver algo más. ¿Qué pasa con q o con y? Dice Nebrija: De la q no nos aprovechamos sino por voluntad, porque todo lo que ahora escribimos con q podríamos escribir con c, mayormente si a la c no le diésemos tantos oficios cuantos ahora le damos. Así, si ahora se propone escribir, por ejemplo, Catar, no es sino redundar en esta misma apreciación. Más: La y griega tampoco veo yo de qué sirve, pues no tiene otra fuerza ni sonido que la i latina, salvo si queremos usar della en los lugares donde podría venir en duda, si es vocal o consonante. Cuando se pretende validar el nombre ye, por coherencia dicen los académicos, no estamos sino participando de la coherencia de Nebrija al incidir sobre su valor más consonántico que vocálico.
¿Por qué no considera Nebrija que ch y ll sean letras, sino que se relacionan con c y l? Porque representan sonidos para los que el alfabeto latino, sobre el que se forma el nuestro, carecía de letra. Así lo explica él: El otro oficio que la letra c tiene prestado es cuando después della ponemos h, cual pronunciación suena en las primeras letras destas diciones: chapín, chico; la cual así es propia de nuestra lengua, que ni judíos, ni moros, ni griegos, ni latinos, la conocen por suya […] Otro [oficio de l] ajeno, cuando la ponemos doblada y le damos tal pronunciación, cual suena en las primeras letras destas diciones: llave, lleno; la cual voz, ni judíos, ni moros, ni griegos, ni latinos, conocen por suya.
La i y la u, según el gramático andaluz, también tienen dos oficios. La i vale por sí y por g (por eso más tarde surge la i larga, es decir, la j) y la u vale por si y por b (y ahí tenemos el origen de la v (u be), a la que por lo mismo llaman muchos hispanohablantes americanos be corta).
Podríamos seguir buscando ejemplos en aquella primera gramática: la cuestión de la h, de la ñ (a la que tampoco consideraba letra, sino uno de los oficios de la n), o de la k. Pero sería alargarnos demasiado.
Y después de leer estas afirmaciones de Antonio de Nebrija, le pregunto a Zalabardo, ¿podemos seguir manteniendo que los académicos de nuestro tiempo son excesivamente revolucionarios? Mi buen amigo se encoge de hombros y se muestra proclive a mi propuesta de esperar a la publicación. ¡Ojalá, le digo, cuantos ahora se escandalizan con esas supuestas reformas mostraran siempre igual preocupación por las cuestiones del lenguaje! Algo, me parece, podríamos ganar.

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