lunes, febrero 07, 2011


DE SENECTUTE


Decía Alberto Moravia que la vejez es una enfermedad como otra cualquiera, con la única diferencia de que tras esta uno se muere irremisiblemente. La frase, que sin duda podemos catalogar como ingeniosa, no deja de tener su lado falaz, ya que, si bien nadie carece de fecha de caducidad, no es menos cierto que la muerte no repara en la edad, según podemos comprobar cada día. Solo que si cuando corta los hilos de la vida a una edad temprana consideramos la muerte como una gran desgracia, tras la vejez la consideramos como su más lógico corolario.
Por eso, por su proximidad con la muerte, muchas personas reniegan de la vejez y se duelen por no poder retener aquello que se considera que caracteriza la granazón de la vida. Frente a ellas, muchas otras son las que adoptan una actitud que pudiéramos llamar senequista ante lo irremediable, el constante paso de los años. Incluso hay una larga tradición literaria sobre esta especie de impavidez ante lo inevitable, adobada de, a veces, un velado tono de queja. Ya en el siglo XV, Jorge Manrique escribió aquello de que todo se torna graveza / cuando llega al arrabal / de senectud. Y solo un siglo después, aquel capitán sevillano Andrés Fernández de Andrada sería quien escribiera: ¿Qué es nuestra vida más que un breve día, / do apenas sale el sol, cuando se pierde / en las tinieblas de la noche fría?
Por su parte, el refranero está lleno de decires que insisten en diferentes aspectos que se defienden como propios de la vejez; por ejemplo, la decrepitud queda patente en aquellos que afirman que A burro viejo no le falta garrapata o que En casa vieja todo es goteras. La terquedad es lo que señala aquel que defiende que A burro viejo no le cambies el camino. Y la desconfianza en ellos es lo que mantiene el que afirma que Cuando hay santos nuevos los viejos no hacen milagros. Y me quedan dudas sobre cuál sea el sentido del que dice que Del jefe y del perro viejo, mejor cuanto más lejos.
Hablaba de estas cosas con Zalabardo porque, mientras paseaba, pude leer hace días en la portada de uno de esos periódicos gratuitos que cada mañana se nos ofrecen en todas las esquinas de la ciudad un titular que me hizo sentir un repelús: Jubilarse es sentarse a esperar la muerte. ¡Qué estupidez! ¿Quién podría haber dicho tal desatino? Por supuesto, alguien que no tenga ni puñetera idea de en qué pueda consistir la jubilación o que no sea capaz de disfrutar del placer de ir envejeciendo poco a poco.
Zalabardo me recomienda que no me altere y que comprenda que quienes de esta manera se manifiestan son quienes ignoran cuál sea el sentido de llegar a la vejez, quienes tienen miedo a cumplir años. Me dice que, ya que estoy con refranes, piense aquel dicho que denuncia que se es viejo cuando uno trata de demostrar lo joven que se encuentra todavía. Y, aún más, me enseña una entrevista con Juan Goytisolo, que recien-temente ha cumplido ochenta años, en la que afirma: la vejez es una época envidiable. Y no se queda en un simple decir, sino que argumenta su afirmación: cuando llega la vejez no necesitas competir con nadie.
Me insiste Zalabardo en que, del mismo modo que hay muchos refranes que menosprecian la vejez, algunos de los cuales he citado más arriba, hay otros que circulan por el camino contrario. A la cabeza de todos ellos está ese tan repetido de que Más sabe el diablo por viejo que por diablo, síntesis del valor de la experiencia. Experiencia, sabiduría y buen hacer demuestran también los que dicen que Buey viejo lleva el surco derecho o que Del viejo, el consejo. Y compendio de cuanto bueno puede significar la vejez son estos dos tan parecidos: Amigos, oros y vinos, cuanto más viejos más finos, que resume uno, mientras que el otro, algo más extenso, declara que Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar y viejos autores para leer. ¿Y todavía habrá quien reniegue de haber llegado a viejo?

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