lunes, febrero 14, 2011

EL CUADERNO ESCONDIDO. 12. NEVERMORE (Leyendo a Edgar Allan Poe)


Querido amigo B.:
Ya hace días que estuvimos hablando de la diferencia entre una obra científica y un poema, así como entre este y una novela, sin que pudiésemos llegar al final de la conversación. Le decía yo entonces que la poesía, para ser tal, no puede ser sino breve, de forma que lo que llamamos poema largo no es sino en realidad una sucesión de poemas breves, esto es, de efectos poéticos breves. La poesía es tal en cuanto excita inten-samente el alma y la eleva.
Quiero ahora explicarle lo que entonces no tuve tiempo, aprovechando el poema que estoy componiendo y que se titulará, posiblemente, El cuervo. En él estoy cuidando con detenimiento el efecto que deseo producir en los lectores (melancolía y terror), la extensión conveniente, el tono de fondo, el ritmo del verso, las repeticiones y las aliteraciones. He buscado el empleo de un estribillo que suponga la división del poema en estrofas, lo que convierte el poema largo en sucesión de poemas cortos.
El final, para que tuviera fuerza, debía ser sonoro y lleno de énfasis, lo que me llevó a pensar en la o como vocal altamente sonora, asociada con la r como consonante que ayuda a prolongar en sonido. De inmediato me vino a la mente la palabra nevermore [nunca más]. ¿Qué pretexto me permitiría el uso continuado de dicha palabra como cierre de cada estrofa? Necesitaba de un ser incapaz de razonar pero que pudiese hablar. Y aunque pensé de inmediato en un loro, pronto lo reemplacé por un cuervo, más acorde con el tono y efecto elegidos. Ya tenía un cuervo, ave de mal agüero, repitiendo monótonamente nunca más al final de cada estrofa, en un poema de tono melancólico y de una cierta extensión.
Sin perder de vista nunca el objetivo final del poema, la perfección de todos sus puntos, me pregunté entonces: De todos los temas melancólicos, ¿cuál concitaría universalmente mayor consenso? No me cabía duda de que debería ser la muerte. ¿Y cuándo este tema, considerado el más melancólico, se convierte a su vez en el más poético? La respuesta era obvia: cuando está asociado a la belleza. Por tanto, la muerte de una bella mujer no solo es el tema más melancólico sino a la vez el más poético. Y qué duda cabe de que los labios más adecuados para expresar este tema son los del amante que ha perdido a su amada.
Llegado a este punto, no me quedaba sino hallar el modo de combinar la idea del enamorado que deplora la muerte de la mujer amada y la del cuervo que repite continuamente nunca más. Con eso, el poema estaba ya conseguido.
Creo, estimado B., que esto le puede dar una somera idea de cuál es mi proceso de creación de un poema. Cuando concluya este del que le hablo se lo enviaré.
Entre tanto, espero noticias suyas.
Un abrazo,
Edgar.

[Elaboración libre a partir de Filosofía de la composición, de E. A. Poe]




Edgar Allan Poe (1809-1849): El cuervo


Una vez, en triste medianoche,
cuando, cansado y mustio, examinaba
infolios raros de olvidada ciencia,
oí de pronto, que alguien golpeaba
en mi puerta, llamando suavemente.
«Es, sin duda —murmuré—, un visitante...»
Solo esto, y nada más.


Recuerdo el mes helado de diciembre;
una a una, las ascuas moribundas
forjaban su fantasma sobre el suelo.
Deseaba con ansia la mañana,
buscando entre mis libros un consuelo
a la doliente pérdida de la virgen Leonora,
que es así por los ángeles llamada...
Sin nombre aquí, ya siempre.


Me estremeció el crujir de las cortinas,
de púrpura y de seda, y un espanto
jamás sentido paralizó de pronto
mi corazón. Y yo me repetía.


«Algún tardío visitante ruega
la entrada en la puerta de mi estancia.
En mi puerta golpea un visitante;
es esto y nada más.»


Reanimada mi alma y sin más dudas,
«Señor —dije—, o señora, si no,
vuestro perdón sinceramente imploro.
Pero es que dormitaba y la llamada
vuestra tan leve fue, que apenas
supe si había oído tal llamada.»
Abrí entonces la puerta por completo;
tinieblas, nada más.


En lo oscuro atisbaba con ahínco.
Temor, asombro y dudas me invadían;
soñaba sueños que ningún viviente
osó nunca soñar. Todo seguía
envuelto en el silencio y en la calma.
Una sola palabra murmuraba,
y el eco, aquel «¡Leonora!» murmuraba.
Solo esto, y nada más.


Volví a mi estancia; ardía mi alma entera.
Pronto se oyó de nuevo la llamada,
pero esta vez más fuerte, más cercana.
«¿Será —dije— ese ruido en la ventana?»
Semejante misterio he de explorar,
calmando el corazón, ese misterio
he de explorar, repito, en las tinieblas;
el viento es, nada más.


Abrí el postigo, y con gentil revuelo,
entró entonces un cuervo majestuoso,
como en los santos días del pasado.
No me hizo reverencia, ni siquiera
un minuto vaciló. Con prestancia
de dama o varón noble, se posó
en el dintel, sobre un busto de Palas...
Allí quedó posado, y nada más.


Con su grave decoro, el feo pájaro,
como el ébano negro, mi tristeza
en sonrisa trocó. Y yo le dije:
«A pesar de tu cresta desollada,
cobarde no eres, ciertamente, cuervo
torvo, espectral, errando por el margen
de la Noche Plutónica. Revélame tu nombre.»
El cuervo dijo: «Nunca más».


Atónito quedé por la respuesta
tan rotunda del ave desgarbada,
respuesta inoportuna, sin sentido;
mas convengamos que ningún mortal
haya nunca gozado la fortuna,
de tener sobre un busto, en el dintel
de su puerta, un pájaro posado,
con un nombre como este «Nunca más».
El cuervo solitario, desde el busto,
una sola palabra pronunció,
cual si su alma fluyese en el vocablo.
Calló después, inmóvil el plumaje.
Yo apenas susurré: «Otros amigos
volaron ya. Cuando despunte el alba,
este me dejará sin esperanza...»
El ave dijo entonces: «Nunca más».


Estremecido estaba por la calma
que truncara su rápida respuesta.
«Sin duda —dije—, son esas palabras
las únicas que sabe y ha aprendido
de un amo desdichado a quien persigue
el Desastre fatal, y cuyo canto
tenga este estribillo triste:
«Nunca más, nunca más».


Pero el cuervo seguía e incitaba
mi alma a la sonrisa todavía.
Un sillón puse, frente al busto, al ave;
y hundido en almohadón de terciopelo
mi mente encadenaba fantasías,
pensando en lo que el ave desmañada,
fea, flaca, siniestra, a entender daba
croando: «Nunca más».


Sentado, meditaba. La mirada
del pájaro mi corazón quemaba.
Recliné la cabeza en el cojín
que la luz de la lámpara embebía,
deleitaba en el suave terciopelo,
pero ese cojín color violado
Ella no ha de oprimir ya más,
¡ah, nunca más!


Tornose el aire denso y perfumado
por invisible incienso. Balanceaba
el incensario un serafín; se oían
sobre el tapiz mullido sus pisadas. Grité:
«¡Miserable! ¿Te ha prestado tu Dios
o el nepentés te envía con sus ángeles?
¡Bébelo, olvida ya a Leonora!»
El cuervo dijo: «Nunca más».


«¡Profeta —dije—, ser nacido del mal!
¡Profeta, sí, o pájaro, o demonio!
Si el Tentador te manda, o la borrasca
te arroja a nuestra orilla desolada,
pero impávida, a la desierta tierra
mágica por el terror alucinada,
dime, yo te lo ruego, ¿hay bálsamo en Galaad?»
El cuervo dijo: «Nunca más».


«¡Profeta —dije—, ser nacido del mal!
¡Profeta, sí, o pájaro, o demonio!
Por ese cielo que en lo alto se comba,
por ese Dios que tú y yo veneramos,
di a esta alma triste si en el Edén distante
abrazará a la doncella santa
a quien llaman los ángeles Leonora.»
El cuervo dijo: «Nunca más».


«¡Que sea esta palabra la señal,
pájaro o espíritu diabólico,
de nuestro adiós! ¡Retorna en la borrasca
y al borde de la Noche Plutoniana!
¡No dejes pluma negra como prenda
de tu mentira! Mi soledad respeta,
¡quita de mi pecho tu pico, tu forma de mi puerta!
El cuervo dijo: «Nunca más».
El cuervo, inmóvil, sigue aún posado
sobre el pálido busto de Atenea,
encima de la puerta de mi estancia;
sus ojos son de un demonio que sueña.
La luz sobre él mi lámpara derrama,
proyectando su sombra por el suelo.
Y mi alma, fuera de esa flotante sombra,
¡nunca más se alzará!

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