martes, febrero 01, 2011

EL CUADERNO ESCONDIDO. 11. DECÍAMOS AYER... (Leyendo a Fray Luis de León)


¡Dios del cielo! ¡Qué alboroto! ¡Cualquiera diría que estábamos en día de mercado de tanta gente como bullía por los pasillos! La voz se había corrido no ya solo entre los estudiantes, sino también entre cuantos vagaban por las calles o daban vueltas por los mercados, porque mucha gente de la ciudad se había congregado, curiosa por ver cómo se desarrollaban los hechos.
Casi cinco años habían pasado desde que el Santo Oficio lo despojara de su cátedra de Durando y decidiera recluirlo en la prisión de Valladolid. Casi cinco años en los que el debate no había apenas bajado de tono. Y no eran únicamente los agustinos y los dominicos quienes se tiraban los trastos a la cabeza, que eso había sido siempre así. Los mismos estudiantes formaban bandos entre quienes defendían al maestro León y quienes se pasaban al lado de sus detractores.
Yo era nuevo allí, apenas si llevaba dos años y debo reconocer que a veces me resultaba difícil no participar en la polémica. Como a otros estudiantes, aquel día la curiosidad me había llevado a abandonar mis clases para no perderme el espectáculo que se preveía. Incluso muchos profesores habían dado licencia a sus alumnos, deseosos ellos también de estar presentes en el momento del regreso a la docta casa.
A media mañana, su aula estaba ya abarrotada de un público expectante. Yo tuve la suerte de hallar un rincón en una de las gradas y allí me dispuse a esperar la entrada del maestro. Entre mis libros y cuadernos llevaba, como muchos otros una hoja que desde hacía días se venía repartiendo en Salamanca y que, según lenguas, era un poema que había compuesto durante su estancia en prisión.
Se diría que esperábamos al mismo Rey Nuestro Señor o a alguien no menor que el Nuncio. Tal era el ambiente de jolgorio reinante en el local. Sin embargo, había también muchos que hablaban por lo bajo y criticaban que al fraile agustino se le repusiera en su cátedra. Se rumoreaba, incluso, que el maestro León de Castro no había querido estar aquel día en Salamanca.
El maestro De Castro había sido quien prendiera la mecha del conflicto y muchos eran también los que referían las palabras que le echara en la cara al maestro León: “Yo prenderé el fuego en que os queméis tú y tu linaje”. Porque León de Castro no solo se oponía ideológicamente a Luis de León; no solo envidiaba, él, que se sabía menos estimado entre los estudiantes, el aprecio que hacia el otro sentían estos. Él, León de Castro, lo despreciaba porque, consciente de su medianía, no podía dejar de reconocer la superior inteligencia del agustino.
Y tampoco faltaban quienes acusaban al maestro esperado de poseer un carácter difícil e iracundo. Y muchos compañeros del claustro de profesores afirmaban de él que era un intrigante y un egoísta que no dudaba incluso en criticar y denunciar a sus propios amigos. Claro, que no contó con que Bartolomé de Medina, un hombre frío y calculador, se pusiera del lado de Castro, lo que en gran medida inclinó en su contra el proceso, en el que tanto pesaron sus antecedentes judíos.
En esas conversaciones estaba yo con los demás alumnos que me rodeaban cuando se alzó un murmullo que anunciaba la llegada del maestro León. Cuando penetró en el aula, se hizo un respetuoso silencio. El maestro, delgado, de mediana estatura, con la cabeza alta, avanzó por el pasillo que los presentes iban abriendo a su paso. Despacio, se subió a su cátedra. Se recompuso los pliegues del hábito, miró a su alrededor sin mover un solo músculo de su cara y se dispuso a hablar:
—Decíamos ayer...


Fray Luis de León (1527-1591): A la salida de la cárcel


Aquí la envidia y la mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa
en el campo deleitoso
con solo Dios se compasa
y a solas su vida pasa,
ni envidiado ni envidioso.

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