Llevamos unos días Zalabardo y yo
discutiendo sobre la conveniencia o no de este apunte. Yo mantengo que no es
necesario, él me dice que es imprescindible. Y en esas estamos. Y como no es
cuestión de marear demasiado la perdiz, aclaro el motivo. Después de mucho pensarlo,
y de común acuerdo, eso sí, que no es cuestión de echar culpas a nadie, decidimos borrar
un comentario reciente aparecido en esta Agenda, a pesar de que, ahora sabréis
por qué, confío en que muy pocas personas lo hayan leído.
Cuento el hecho. El día 7 de enero de 2007 (o sea, que hace la
friolera de seis años) incluí un apunte titulado La ortografía y los grupos
consonánticos cultos. Como podéis imaginar, título nada sugerente como
para atraer a una alta nómina de curiosos. El entrañable Andrés, Viejo de la Colina, dejó un comentario en el que declaraba
lo seco y áspero que para él resultaba el tema. Nada que objetar. Estaba en su
derecho.
Pero hace unas dos o tres semanas,
me llevé la sorpresa de que alguien (anónimo) introdujo en ese mismo apunte un
segundo comentario. Lo que nunca podía imaginar es que el susodicho tema
pudiese herir a alguien. ¿A quién puede molestar la ortografía? Digo esto porque
el comentario, repito que anónimo, era un puro desatino. Por supuesto, nada que
ver con el tema. Se limitaba a ensartar, en apenas tres líneas, un insulto tras
otro.
¿Hacia quién? Yo pensé que hacía mí,
pero Zalabardo trató de hacerme ver que la razón que, al parecer, llevó al
individuo a comportarse como lo hizo fue el empleo de un apodo y Zalabardo me
indicaba que en la Agenda yo aparezco con mi nombre y mi apellido. “¿A quién
insulta entonces?”, le pregunté, “¿a ti?”. “Quizá”, me respondió, “si es que piensa
que Zalabardo es un apodo y no sabe, el ignorante, que yo me llamo Matías Zalabardo.
¿Me cabe alguna culpa porque ese sea mi nombre?, ¿a quién puede ofender eso?”
Entonces, dije por fin, no queda otra opción sino que se refiera al Viejo de la Colina, que no puede ser
persona más educada y amable que nunca ha dicho una mala palabra contra nadie.
Llegados ahí, surgió el debate:
Zalabardo defendía que había que quitar el comentario cuanto antes porque se
trataba de insultos y ofensas gratuitos hacia quienes en nada habían podido
herir al ‘valiente’ anónimo (solo pudimos saber de él, por la lengua, que vive
o ha nacido en un país americano de habla española). Yo, por mi parte, rompía
una lanza a favor de la libertad de expresión. Soy enemigo total de la censura.
He conocido una época en la que se prohibían demasiadas cosas y me queda por
ello mal sabor de boca. Pero Zalabardo contraatacaba con el argumento de que
toda libertad tiene un límite y el de la libertad de expresión es el respeto a
los demás, sobre todo si no ha existido excusa para lo expresado.
No creáis que el debate se saldó
pronto. Los dos nos enrocábamos en nuestras posturas. Al final, sin embargo,
prevaleció su propuesta de que lo borráramos y ofreciéramos al desconocido
comunicante la oportunidad de que, si es que sigue leyéndonos y por supuesto dando
su nombre, explique en qué pudimos molestarlo cualquiera de los tres para que
su exabrupto pueda ser tenido en cuenta. Y si en verdad en algo lo molestamos,
yo, en nombre de los tres, le pediré disculpas. Zalabardo me decía que sobra
tal propósito porque el comentario borrado no es sino una prueba fehaciente del
momento que vivimos en el que tanto se recurre al exabrupto y al insulto
injustificados.
Pese a todo, me queda el resquemor
de haberme convertido en censor al suprimir dicho comentario. Lo que me
demuestra que nunca se puede decir eso de que de esta agua no beberé.
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