No creo equivocarme, comento a
Zalabardo, si digo que todas las personas adolecemos de alguna que otra
costumbre lindante con lo que podríamos considerar paradoja y que, aunque
hacemos por ocultarla, la mostramos, aun a nuestro pesar, más de la cuenta. Me
pongo como ejemplo a mí mismo para no señalar a nadie. Siempre he mantenido que
soy enemigo de las listas que se confeccionan con “lo más” o con “lo menos”,
que para el caso es igual. Las diez mejores películas de la historia, las
cincuenta canciones de una década, los diez mejores libros del año, del siglo o
de la historia Y así podríamos seguir. Y sin embargo (¡ay, cuántas veces hemos
de echar mano de un sin embargo!) no puedo evitar consultar de vez en cuando
estas listas de los mejores libros, de las personas más ricas o de las actrices
peor vestidas. La tentación me puede.
Cuando Zalabardo me pregunta que a
qué viene esa confesión le digo que es que hoy quiero hablar de un libro, de
una novela. Mi amigo se sorprende porque es conocedor de que no soy aficionado
a la crítica literaria y, aún menos, a recomendar lecturas. Las razones son
variadas, así que citaré solo algunas. La primera es que una novela, aunque su
autor la dirija a un conjunto amplio de
personas, establece una relación íntima e intransferible con cada uno de sus
lectores. A cada uno le habla de una manera y cada uno la acoge de modo
diferente. La segunda, que lo que me gusta a mí no tiene por qué gustarle a los
demás y viceversa. La tercera, que, cuando alguien establece un canon, al señalar
lo que cree mejor tiende también a señalar lo peor y, hablando de libros, como
ya dijo Plinio, aunque la cita la
conozcamos mejor a través de Cervantes,
no hay libro tan malo que no contenga
algo bueno.
¿Qué quiere decir esto?, me ataca
malévolamente Zalabardo, ¿que tú no tienes tus preferencias? Y ahí me pilla,
porque he de echar mano a otro sin embargo. Sí que las tengo, respondo. Y como
sé que va a continuar insistiendo, le confieso que entre mis novelas hay una
con el número uno a la que no sigue ningún número dos: esa novela es el Quijote.
¿Por qué? Porque en ella, como alguien ha dicho antes que yo, se contienen
todas las novelas posibles. ¿Y si tuvieras que dar una lista de diez?, me
persigue con sadismo Zalabardo. Si me viese precisado a ello, lo haría sin
señalar orden ni preferencias aunque, entre ellas, y de aquí no pasaré, se
encuentran Madame Bovary y Pedro Páramo.
Le ruego a Zalabardo que me permita
continuar con lo que quería decir. Que no es otra cosa que, dada mi resistencia
a recomendar una lectura (recuerdo lo que me costaba cuando era profesor
confeccionar la lista de lecturas de un curso), prefiero limitarme a decir que
una novela (o el libro de que se trate) me ha gustado; o no. Y santas pascuas.
Pero hace poco tropecé con una
información que hablaba de que Ayer no más, de Andrés Trapiello, había sido considerada la mejor novela española
de 2012. Sentí curiosidad y busqué algo más. Encontré una reseña en la que se
decía de qué iba la novela: Un niño presencia el asesinato a sangre fría de
su padre en los primeros días de la guerra. Setenta años después reconoce de
forma fortuita en una calle de León a uno de los que participó en aquel desmán,
un empresario conocido que se niega a confesar dónde lo enterraron.
Otra novela más sobre la guerra civil, me dije. Pero, sin
explicarme bien por qué, decidí leerla. Y debo decir que me ha sorprendido
favorablemente sobre todo porque no es una novela más sobre la guerra civil. No
voy a decir que haya leído todas las escritas sobre el tema, sería afirmación
pretenciosa, pero sí que es la única en que no encuentro un planteamiento
maniqueo del asunto. Estamos muy acostumbrados a que, según el autor pertenezca
a una u otra facción, y uso esa palabra con plena conciencia, la guerra se
cuente de una u otra manera y los buenos sean unos u otros. Eso indica, por
desgracia, que aún no hemos sido capaces de superar un acontecimiento acaecido
hace ya más de setenta años. Y todo sigue siendo, según quien lo plantee, una
oposición entre blanco y negro, sin matices.
Ahora me encuentro con que Trapiello cuenta una historia en la que nos hallamos ante una
amplia gama de grises. Una historia en la que no se enfrentan los buenos contra
los malos, sino que en cada bando hay algunos buenos, un alto número de regulares
o tibios, bastantes malos y un número superior a lo deseable de muy malos. Una
historia en la que trata de hacernos ver que esa inquina que tanto mal causó
hace setenta años sigue manteniéndose viva mal que nos pese. Una historia que
nos cuenta también cómo algunos movimientos que presumen de superar lo que
aquel conflicto fue y de manejar tan solo la prevalencia de la justicia (por
ejemplo los movimientos de Recuperación de la Memoria Histórica) esconden
también intereses espurios. Al menos, tanto como los de quienes pretenden,
desde el otro lado, que se olvide todo y no se mueva nada.
Y
me ha gustado también de la novela que el narrador se haya quedado al margen,
pues no existe una narración omnisciente que pudiera resultar tendenciosa, sino
que son los propios personajes quienes se van mostrando ante nosotros mostrando
al aire sus virtudes y sus miserias, que de todo hay.
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