"¡Menuda
‘semana blanca’ te habrás llevado!", me dice con toda la sorna de que es capaz
Zalabardo, pues, siendo como somos tan afines, nuestros colores deportivos difieren
bastante. Pienso en el refrán que dice paciencia
y barajar, llamando a tomarse las cosas con calma y resignación, me callo
y dejo que disfrute su triunfo. "Ya que hablamos de colores", añade, "tengo una pregunta
que hacerte: He visto anunciado un libro escrito por un tal Paco Delgado que se titula El color en el toreo y que se
subtitula Descripción y guía de los colores
de los trajes de torear. Y dado que el libro tiene más de doscientas
páginas, me surge una duda: ¿da un traje de luces para escribir tanto?"
Le
contesto que el mundo de la tauromaquia da para eso y para más. Y su duda me
viene como anillo al dedo para hablarle no ya de las palabras nuevas que se van
incorporando al léxico común, sino de todo lo contrario, de aquellas palabras
que desaparecen, bien en su totalidad, bien en alguno de sus significados.
El
mundo de la tauromaquia pasa por momentos delicados, como el Barça. No hablo ya
del conflicto entre detractores y defensores de las corridas de toros, que eso
ha existido siempre. Lo cierto es que parece indiscutible que la afición va
decayendo un tanto y que las plazas se van viendo cada vez más vacías.
Pero
no quiero hablar de los toros, aunque no me importa declararme aficionado; no
fervoroso, solo aficionado a secas. Ni de fútbol. Lo que le quiero decir a
Zalabardo, a raíz del asunto que plantea, es que, cuando una costumbre, fiesta,
afición, actividad o lo que sea desaparece, su vocabulario específico
desaparece también en gran medida. Si las corridas de toros dejaran de tener
vigencia, se perderían muchas palabras y los hablantes futuros tendrían
problemas para entender el sentido y origen de algunas expresiones (coger el olivo, echar un capote, ver los toros desde la barrera, cortarse la coleta, hacer algo al alimón, etc.) así
como un sinfín de palabras. Porque el léxico taurino es más amplio de lo que
pueda parecer.
Vamos
a los colores. No descubro nada si digo que los trajes de luces, los vestidos
de torear, pueden mostrar una infinidad de ellos. Como la vestimenta de
cualquier persona. Lo que ya no es tan conocido es que cuando se habla de la
ropa de torear la gama de colores adquiere una peculiar naturaleza, pues la
tradición ha ido imponiendo que no se utilice lo que pudiéramos llamar paleta
cromática usual sino que a los colores se les dé unos nombres característicos.
Pongo
un ejemplo que me parece suficientemente claro. Hay un traje de torear, o mejor
un color, que se utiliza relativamente poco, el negro; aquellos toreros que elijan ese color no empleará, dicha palabra. Dirán que van vestidos de catafalco o de luto. Del mismo modo, el hilo de
sus bordados, atendiendo a su cromatismo, será oro, plata
o azabache, en ningún caso negro. ¿Por superstición? No,
por costumbre. "Si es así", aprovecha riendo Zalabardo para lanzarme otra de sus
pullas, "al blanco lo llamarán
merengue". Finjo no haber
entendido sus palabras y respondo: No, al blanco en el toreo lo llaman primera comunión. Si un color da
cierto “yuyu” en este ambiente, como en otros, es el amarillo, que, sin embargo, tampoco se proscribe, aunque,
según las tonalidades, se le llama gualda,
canario o azafrán.
Lo
que trato de explicar a mi amigo es que, si no esas palabras, el sentido que se
les da en el mundo taurino pudiera desaparecer. Si se cumplen las agoreras predicciones,
¿quién entenderá que se elogie la prestancia del vestido de alguien diciéndole
que va de purísima y oro? Porque
ese, se dice, es uno de los más elegantes trajes de la tauromaquia. Y es que
los toreros no visten de azul,
sino de purísima, cielo, espuma de mar o pavo.
Y sigo con los ejemplos de colores: difícilmente encontraremos un traje rojo; será grana, sangre,
burdeos, rioja, grosella
o coral. Como tampoco existe
el color morado; en su lugar
encontraremos berenjena, nazareno, obispo y corinto.
Y en lugar de verde tenemos oliva, verdegay (verde claro) o manzana. La gama desde el marrón al ocre
será tabaco, habano, canela y barquillo.
Colores aparentemente sueltos son el salmón,
palo (rosa tenue), ceniza, champán, café,
perla, plomo, tórtola…
De
todas estas cosas hablará el libro que me cita Zalabardo, la verdad es que no
lo conozco, y de otras semejantes, como las preferencias de algunos toreros a
la hora de escoger traje. Se decía que Manolete
gustaba de vestir purísima o
que los colores predilectos de Rafael de
Paula y de Curro Romero eran,
respectivamente, salmón y tabaco.
Y
no digamos nada si nos extendiésemos aquí a los vocablos que indican el color
de los toros por su pelaje (chorreado,
albahío, berrendo, careto,
capuchino…), o los que los
distinguen por su bravura (probón,
cernido, gazapón, abanto…)
o los que los clasifican por la estructura de su cornamenta (bizco, playero, acaramelado,
brocho, corniveleto…). El vocabulario taurino es, ya digo, no solo
especial, sino casi inabarcable.
Si
alguien quiere saber sobre ese mundo, hay muchos libros en los que informarse.
Cito solo dos, básicos. Uno es Los
toros, la ya clásica enciclopedia de José Mª de Cossío, y otro es el Diccionario de tauromaquia, de Andrés Amorós.
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