Cada
día se me hace más difícil soportar según qué programas de televisión. El hormiguero, de Pablo Motos, era un espacio que me
entretenía y me dejaba buen sabor de boca. Resultaba ágil, desenfadado y hasta
tenía un algo de irreverente que lo diferenciaba de otros. Pero aquello, debo
decir, pasó, y compruebo que se ha convertido en un desvergonzado escaparate
para promocionar productos de la propia cadena en que se emite u otros ajenos
que deben estar muy bien pagados. Y dejé de verlo, porque no me interesa la
publicidad que se disimula tras la apariencia de espectáculo.
No
es problema de solo esa cadena y de ese único programa. Ni tan solo de la televisión.
Cada vez resulta más descarada la tendencia a adelantarnos un programa, una
película, un libro, una exposición con el descarado propósito de que asumamos
su validez y calidad aun sin dejarnos siquiera la opción de que lo veamos y
opinemos, sin permitirnos que pongamos en juego nuestra capacidad crítica.
Parten de la idea de que “esto que proponemos es lo mejor y punto”. Por
ejemplo: ¿puede ser divertido perder el tiempo contemplando cómo una partida de
frikis y de individuos de similar calaña se lanzan a una piscina? Para mí,
desde luego, no. Pues mira que nos han dado la matraca con el dichoso
programita. Claro, que la medida funciona; ahí están los índices de audiencia.
“Me
parece que sé por dónde vas”, me dice Zalabardo, que está sentado a mi lado
mientras repasamos en Internet la prensa del día. Y, lógico, acierta porque
está mirando la misma página que miro yo. Resulta que, desde antes de que se
iniciara su rodaje, hemos tenido que aguantar una tabarra insoportable con Los amores pasajeros, la última
película de Almodóvar: que si el
director manchego tenía en proyecto volver a hacer una comedia, que si los
actores serían fulanito y menganito, que aquello iba a ser un despiporre, que
si para los decorados se estaba utilizando no sé qué, etc. Y no digamos ya cuando
la película se ha terminado y ha sido estrenada. Sí, no me lo digan, todo eso
es márquetin, el arte de vender la burra, que se decía en otros tiempos. Lo
acepto; del mismo modo que acepto que Almodóvar,
su equipo y su productora son unos genios de la materia.
Vaya
por delante, tengo que declarar que el cine de Almodóvar no me gusta. Me gustó alguna de sus películas. Nada más. Pero,
aun así, ¿por qué no me conceden la opción de que los juicios los emita yo tras
ver la película en lugar de intentar lavarme el cerebro y obligarme a repetir lo
que a ellos les gustaría oír?
“La
cuestión tiene fácil remedio”, me dice Zalabardo. “No vayas a verlas”. Y eso es
lo que hago. Pero lo que me ha rebelado es que cuando he leído la crítica que
de la película hace Carlos Boyero,
que vive precisamente de dar su opinión sobre productos cinematográficos y
dice, no sé si con esas palabras, que la película es mediocre, un altísimo
porcentaje de los comentarios que los lectores han añadido a su artículo olvida
lo que es el respeto a la opinión ajena: que si es un resentido, que si por
hablar mal del manchego daría una pierna, que si patatín, que si patatán.
Repito,
no he visto la película ni la veré; simplemente, no me interesa. Como hay
libros cuya lectura no me atrae y como hay alimentos que no me apetecen. No sé
si es buena, mala o regular. Supongo que a unos les gustará y a otros no y eso
explica el refrán sobre gustos y colores. Pero, para mí, tan respetable es la opinión
de unos como la de los otros. Por lo menos, igual de respetable que la mía. Lo
que no acepto es el gregarismo, el borreguismo de quienes, conscientes o no de
su forzada ausencia de criterio, siguen la senda que alguien les ha trazado
previamente sin detenerse a pensar hacia dónde los quieren conducir.
Y
hoy vivimos unos tiempos, digo a Zalabardo, en que se emplean en demasía
técnicas de mercado que solo buscan cortocircuitar la capacidad crítica de las
personas para que acaben pensando lo que a otros interesa. Pasa en televisión, en
cine, en literatura, en política, en economía… Vamos, que a veces tengo la
impresión de que aquel mundo alienante imaginado por Orwell en el que se impedía a la gente pensar críticamente nos
queda más cerca de lo que creemos.
Zalabardo
opina que estoy exagerando un poco, pero tampoco me dice que esté del todo
equivocado.
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