A
veces, ante una determinada situación, no sabe uno si reír o llorar, le digo a
Zalabardo; pero los años, que acaban por curtirnos, consiguen que, por lo
menos, asumamos los acontecimientos sin excesivas dosis de desgarro, con la
paciencia de quien confía en que, por mucho que llueva, llegará el día en que
escampe. La experiencia nos dice que así ha sido siempre. Incluso tras el
bíblico diluvio escampó.
Hace
poco, leíamos en la prensa un reportaje en el que se cuestionaba el escaso
dominio de la ortografía, no ya en los niveles básicos y medios, sino también
en los universitarios. ¿Debe graduarse el universitario que escribe habrir?, se preguntaba el
reportaje. Zalabardo me preguntaba si le dedicaría al asunto algún apunte.
Le contesté que ya habían hablado otros y no creía que mi voz aportase nada
nuevo.
Pero
ahora, esta misma semana, ha visto la luz otro informe que denuncia un grave
problema: muchísimos aspirantes a plazas
de maestro de primaria (evito dar porcentajes para no marear con las cifras) ignoran
la diferencia entre basta y vasta, o desconocen el
significado de disertación, o
no aciertan a decir por qué provincias pasa el río Guadalquivir (algunos
incluso contesta que el Ebro pasa por Madrid), o no atinan a decir cuántos
gramos son 2 kilogramos y 30 gramos, o se sienten confusos a la hora de reconocer
qué clase de animal es un gavilán, o… ¿Para qué seguir? ¿Nos extrañará aún que
incluso entre universitarios haya quienes confundan las formas homófonas de echar y hacer, que no sepan diferenciar entre desecho y deshecho?
Errores
ortográficos, y aún más, sintácticos y prosódicos, resultan por desgracia frecuentes
en la escuela y en la universidad; pero, en igual medida, resultan habituales
errores que afectan a otras materias. Sin olvidar que tales errores, de los unos
y de los otros, nos hieren ojos y oídos a diario en los medios de comunicación.
Y esa ignorancia, al cabo de eso se trata,
la percibimos en nuestros políticos y en muchos profesionales.
La
conclusión que muchos sacan es tremendamente simplista: a los escolares se les
proporciona una deficiente formación; ergo, los profesores realizan mal su
labor. Por si no fuese ya suficientemente bajo nuestro prestigio social,
reportajes de esta naturaleza vienen a echar leña al fuego.
Por
eso, le digo a mi amigo, decido ahora saltar al ruedo y dejar oír mi voz, aunque carezca del eco
suficiente y no tenga más fuerza que el ruido de mis pasos cuando paseo por el
monte, que a lo más que llega es a asustar a un pajarillo tranquilamente posado
en la rama de un árbol.
Y
trato de convencer a Zalabardo de que intentaré no ser corporativista y aceptar
la parte de responsabilidad que a los docentes (yo ya estoy jubilado, pero me
incluyo entre ellos) nos corresponda en esta realmente peliaguda situación, aunque
los profesores, empecemos por ahí, somos una consecuencia del sistema, no los
culpables del mismo.
Para
mí, todo deriva de algo que he repetido muchas veces: sufrimos un sistema
educativo de lo más rancio e ineficaz que podamos imaginar. Un sistema
definido, mantenido e impuesto por políticos que solo atienden a sus intereses
de partido con olvido del interés general; un sistema que sucumbe con cada
cambio en el poder para poner otro en su lugar; un sistema que no permite que
sean expertos y técnicos en la gestión de asuntos educativos quienes se
encarguen de su funcionamiento y mantenimiento, sin injerencias de los avatares
sobrevenidos de la veleidad de las urnas. Vemos, pues, impotentes, cómo las decisiones
las toman personas, muchas de ellas, con poca o ninguna experiencia docente,
que ocupan un despacho por el exclusivo mérito de pertenecer al partido gobernante.
Los
datos citados al principio proceden de la Comunidad de Madrid. Pero aquí no somos
muy diferentes, por desgracia. Que el sistema hace aguas por todas partes y es
preciso poner los medios precisos para reflotarlo lo vemos en detalles que,
aunque algunos lo crean, no son tan insignificantes.
Hace
unos años, formé parte de un tribunal de oposiciones a profesores de secundaria.
Un tercio de los aspirantes se retiró antes de cinco minutos de haber comenzado
la primera prueba; eso sí, tras
solicitar el certificado de que se había presentado a la misma. ¿Por qué? Lo integraban interinos y los sindicatos habían pactado con la Administración mantenerlos en
sus puestos con la única condición de presentarse a la oposición; aunque no
aprobaran. Áteme usted esa mosca por el rabo.
En
la misma oposición, un aspirante suspendido en la primera prueba, reclamó. Por supuesto, estaba
en su derecho: exponía su desacuerdo con la calificación y sus dudas de que su
ejercicio, que consideraba correcto, hubiese sido corregido. Lo recibimos y le
explicamos que su nota obedecía no solo a notables errores de contenido, sino a
la muy deficiente ortografía, poco disculpable en alguien que pretendía ser
profesor de Lengua Española. No comprendió nuestras razones; objetaba que en
ningún lugar de la convocatoria se hablaba de que la ortografía pudiese tenerse
en cuenta.
¿Nos
cabe a los profesores alguna culpa? Siento decir que sí. No generalizo, pero
los profesores de Lengua Española estamos hartos de oír a profesores de otras materias
que ya es bastante corregir sus propios contenidos como para prestar también
atención a la ortografía y a la expresión. Me callo la opinión que tal
argumento me merece. Pero como en todas partes cuecen habas, también he de declarar que hay profesores de
Lengua que conceden más mérito a un análisis sintáctico que a una adecuada expresión,
con cuidado de la redacción, de la ortografía y del léxico.
Podría
seguir exponiendo casos, pero me alargaría en exceso; me limito a plantear unas
preguntas: ¿Qué se hace en nuestro país en pro del perfeccionamiento y actualización
del profesorado? ¿Cuándo entenderemos que un profesor no tiene que ser exclusivamente
un “pozo de ciencia”, sino, a la vez, poseer una capacitación pedagógica?
¿Cuándo, cómo y poor parte de quiénes se ayuda a los aspirantes a profesores a conseguir dicha capacitación?
¿Qué recursos, que no todo consiste en ordenadores y pizarras electrónicas, pone
la Administración a disposición de los centros educativos para que la labor que
se les exige pueda ser desempeñada en óptimas condiciones? Si algo de ello
falta, difícilmente podremos pedir "todas" las responsabilidades a los docentes. Por otra
parte, ¿cuándo veremos a los políticos dejar de meter las manos en lo que no saben
y permitir que al frente de la gestión educativa haya gente experta? Si otras
cosas requieren dinero, esto no precisa más que de buena voluntad. Y, por último,
para no cansar, ¿cuándo se comprenderá que la base del buen sistema educativo
está en la adquisición, en los primeros niveles, de las competencias básicas
para el aprendizaje y que, entre estas, no hay ninguna más importante que la del
conocimiento de la propia lengua (ortografía, expresión oral y escrita, comprensión
lectora y léxico), vehículo e instrumento que nos permitirá avanzar en todo lo
demás? ¿Y cuándo seremos los profesores más críticos con el sistema y empezaremos a exigir las reformas de fondo que hacen falta?
Si,
después de todo esto, le digo a Zalabardo, me preguntan si creo que un alumno
universitario que escribe habrir
puede graduarse, contestaré que mi opinión es que no debería haber aprobado
siquiera la secundaria.
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