De
un tiempo a esta parte, me reprende ásperamente Zalabardo porque dice que no
cumplo la declaración de principios manifestada en la cabecera de esta Agenda:
no adoptar posturas demasiado serias. ¿Y qué puedo hacer si hoy quería hablar
de las irregularidades en la lengua?, inquirí. A lo que él replicó: no ser tan
pavisoso.
La
verdad es que me dejó casi sin habla, pero como el refrán dice que del viejo
sigamos el consejo, traté de reponerme y decidí comenzar proponiéndole, de entrada, una adivinanza: "¿Cómo se escribe, durmiendo o dormiendo?" Puso cara de asombro (que interpreté mal, como si dudara de la solución), y le
aclaré: "se escribe despierto". ¿Creéis que hizo intención de reír? Se limitó a
mirarme y a decir: Si sigues así, mal empezamos.
Reculé,
pues, y fui a lo que inicialmente pretendía. Parece que, antes incluso de la
existencia de la lingüística como ciencia, allá por los siglos vii y vi
a. C., las primeras cuestiones planteadas sobre la lengua giraron en torno a si
en esta predominaba la analogía (regularidad) o la anomalía (irregularidad).
¿Piensa alguien que el problema se ha solventado? Aún se sigue discutiendo, pero
no seré yo quien lo plantee ahora aquí, por miedo a lo que me pueda decir Zalabardo.
Le
pedí permiso, sin embargo, a mi amigo para que me autorizara a reproducir una
cita de un texto de Manuel Alvar
Ezquerra: El estudio de la lengua debe basarse en dos pilares fundamentales:
el aprendizaje de las regularidades y el de las irregularidades. La regularidad
de la lengua, lo que le da cohesión y se repite recursivamente, es la
gramática; se puede aplicar de modo continuo y el hablante puede ensayar las
combinaciones que le permiten las reglas. Por el contrario, el léxico es, por
naturaleza, irregular, y su dominio requiere un enriquecimiento continuo.
Utilicé la cita para justificar, le dije, que los hablantes tendemos de forma natural
a seguir la regularidad (analogía) y la dificultad del aprendizaje está en
dominar las irregularidades (anomalías). Eso explica que un niño pequeño diga *sabo en lugar de sé y mucha gente diga *conducí en lugar de conduje. En los verbos, sobre
todo, la irregularidad es un gran escollo y de ello pueden dar fe los
extranjeros que aprenden nuestra lengua. Pero es que, para complicar la cosa,
hay verbos que admiten indiferentemente la conjugación regular y la irregular (asuelo o asolo, de asolar;
trueco o troco, de trocar;
sotierro o soterro, de soterrar, etc.) y verbos que disponen de un
participio regular junto a uno irregular (bendecido/bendito,
prendido/preso, elegido/electo, etc.) con reglas
específicas para la construcción de unos y otros.
Al
ver cómo se iba poniendo, suspendí la exposición y me limité a contarle un chiste
al respecto: En un cuartel, el cabo amonesta a un soldado que, aparte de por su
escasa formación, destacaba por su elevada estatura: “¡Soldado, le he dicho que
durante la guardia ha de estar dentro de la garita!” El soldado se justifica:
“Es que no cabo, mi cabo”. El superior trata de corregirlo: “¡No se dice cabo,
se dice quepo!” El soldado acepta la corrección: “Es que no cabo, mi quepo”.
Y
dado que hoy es Domingo de Resurrección, cierro este extraño apunte sobre las
irregularidades en la lengua con una anécdota que también le conté. En un pequeño pueblo, una
afección de garganta impedía al párroco pronunciar la homilía dominical de modo
adecuado. Le vino la idea, entonces, de recurrir al sacristán, a quien pidió
que ocupara su lugar en el púlpito. El rapavelas se resistía, alegando
ignorancia y miedo para dirigirse a los asistentes que llenaban el templo. El
párroco lo animaba: “Mira: hoy toca hablar de la resurrección de Lázaro que es
una historia sencilla. Aun así, yo me ocultaré detrás de ti y te iré apuntando
lo que has de decir”. Tanto insistió, que el pobre sacristán aceptó. Se subió
al púlpito y el párroco se colocó detrás. “Lázaro, hermano de Marta y María” —apuntaba
en voz baja— “estaba enfermo y sus hermanas mandaron aviso a Jesús”. El sacristán
repetía en voz alta: “Lázaro, el hermano de Marta y María estaba enfermo y sus
hermanas mandaron aviso a Jesús”. “Pero Jesús se demoraba y no venía”, continuaba
el párroco y el sacristán repetía sus palabras: “Pero Jesús se demoraba y no
venía”. Poco a poco, el rapavelas se animaba y cogía gustillo a la simulación.
El párroco añadía: “Cuando Jesús regresó a Betania, Marta y María salieron
llorosas a su encuentro…” El sacristán, que recordaba el pasaje, creyó no necesitar
más ayuda: “Cuando Jesús regresó a Betania, Marta y María salieron llorosas a
su encuentro y le dijeron: Señor,
nuestro hermano hace ya tres días que murió”. Se alegró el párroco de la
soltura de su sacristán, pero aún así continuó: “No importa, llevadme…” A estas
alturas, ya no había sacristán, sino un consumado orador que adornaba la
palabra con el gesto: “No importa, llevadme al lugar donde está enterrado y quitad
la piedra. Y acercándose, dijo: ‘Lázaro, levántate y anda’. Y Lázaro andó”. El
párroco, molesto por la pifia, trató de corregirlo: “¡Anduvo, idiota!”. Y el sacristán,
creyendo que era un nuevo apunte, concluyó en tono solemne: “Eso sí, anduvo un
poco idiota durante unos días, pero luego, andó”.
Miré
a Zalabardo y le pregunté si era ese es el tono que me aconsejaba. Mi amigo, que
tiene más paciencia que el santo Job, suspiró y replicó: “Así, lo que me parece
es que nos vamos a quedar sin clientela”.
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