En
diferentes ocasiones he comentado con Zalabardo la extrañeza que me causa el
hecho de que el apunte más leído de esta Agenda
(casi seis mil visitas) sea uno titulado Dady
míooo, publicado el 20 de abril de 2010 y que no hacía sino recoger la
versión de la oración del Padre nuestro
en la jerga de los chetos,
tribu urbana del cono sur americano comparable a la de quienes aquí en España
llamamos pijos.
Allí
quise simplemente mostrar un caso curioso de una peculiar forma de hablar de un
grupo, de un lugar y de un momento. Así como también pretendía dejar sentado
que siempre han existido grupos humanos que se han esforzado en cimentar su
diferencia y deseos de segregación respecto a otros grupos precisamente creando
una forma de hablar que resultase difícil de entender a quienes no
pertenecieran a él. Basta que nos acerquemos un poco a las páginas de Rinconete y Cortadillo, de Cervantes, para tener prueba palpable
de lo que digo.
Estas
formas de hablar son las que conocemos como jergas, que, por lo común, son hablas marcadas por una
finalidad diferencial, normalmente suburbanas y características del círculo
social que las utiliza. Tiene, pues, la jerga
algo de lenguaje secreto que sirve para establecer una frontera insalvable frente
a quienes no son del grupo.
Es
posible señalar tantas jergas
como grupos diferentes podamos reconocer: hay una jerga deportiva, una jerga
taurina, una jerga juvenil…
Sobre todo esto último es muy frecuente, puesto que son los jóvenes quienes más
tienden a formar clanes o bandas que buscan su afirmación sobre la oposición a
los demás.
Pero
me quiero referir hoy a una jerga
precisa y a un ejemplo característico: la jerga
cheli. El cheli es
una modalidad de habla madrileña, surgida en los años ochenta del pasado siglo
en ambientes especialmente bajos, suburbanos y juveniles, aunque algunos
quisieron identificarla con el habla de lo que se conoció como la movida madrileña.
El novelista Francisco Umbral llegó
a escribir un Diccionario cheli.
Pero da la casualidad de que con el mismo nombre, cheli, llegó a conocerse la jerga carcelaria.
Y
aquí entran la anécdota y ejemplo que traigo a colación. Por aquellos años tomó
posesión como capellán de la cárcel de Carabanchel, en Madrid, un sacerdote
llamado Antonio Alonso. Se quiso
ganar la confianza de los reclusos moviéndose entre ellos al tiempo que
repartía caramelos y chicles, lo que pronto le valió un apodo entre los presos:
el Cheiw. Pero este hombre
vio que, pese a sus desvelos, apenas nadie entraba en la capilla y, menos aún, para
la misa.
El
Cheiw llegó a la conclusión
de que era preciso cambiar muchas cosas para atraerse a los reclusos. Y al
final consiguió que la capilla se le llenara los domingos. Primero, introdujo música
de los Chunguitos y canciones
improvisadas por los mismos presos. Segundo y principal, tomó la decisión de
verter los textos evangélicos al lenguaje carcelario, o sea, a la jerga cheli, y hacer que fueran los
penados quienes los leyeran y comentaran durante la misa. En 1994 publicó el
libro titulado El Chuchi, los colegas
y la basca, recopilación de los textos que había traducido a esta jerga. No he conseguido
encontrar este libro y los ejemplos que conozco proceden de la prensa de la época.
¿Qué cómo suenan? Veamos un pequeño ejemplo del episodio en que Jesús propone a
sus discípulos pasar a la orilla opuesta del lago Tiberíades para escapar de la
multitud que los seguía:
El pingüi por el lago Tiberíades
Un
día, no de autos, sino de barcas, el Chuchi, con sus colegas, subieron a una de
ellas. “Hoy vamos a hacer turismo acuático”, les dijo. “Nos vamos a enrollar
con un pingüi marinero. Vamos a cruzar hasta la otra orilla. Venga, tíos, a
remar todos… Y tú, Judas Iscariote, coge el remos más gordo, tronco”. Este se
sintió molesto: “Chuchi, colega, que siempre me diñas a mí el curro que menos
mola, el de más fatigue… ¡Jo! ¿Sabes lo que te digo? Que al Juanito le diñas
más cuartel”. El Chuchi le respondió: “No empecemos, Judas. Aquí, el único que
va de kíe es mi mendunga. Si no camelas el remo gordo, tírate al agua y
aligérate pa tu gachi, tío”. Comenzaron todos a remar y el Chuchi se puso a
sobar. Judas siguió protestando: “¿sabéis lo que os digo? Que este tío va de listo.
Todos aquí, colegas, dándole al remo y él a sobar. ¡No te digo!” Pedro lo
reprendió: “¡Este Judas…! Tú a remar. Y achanta, que te conviene, colega. No te
escaquees. A remar, que de esto sé yo un poco. Cuando él se pone a sobar será
por algo. Venga, venga, díñale al remo hasta que te tengan que engrasar los
sobacos… ¡Que tienes mucho morro, tronco!
Y
la historia continúa hasta el final de la misma forma. Como se ve, está llena
de términos de jerga que no
sé si habrá que explicar. Pero, por si alguien lo necesita, ahí van algunos: pingüi es ‘paseo’; molar, ‘gustar’; diñar más cuartel, ‘favorecer,
tratar mejor’; tronco y colega, ‘amigos, compañeros’; kíe, ‘jefe’; mi mendunga, ‘yo’; gachi, ‘casa’; sobar, ‘dormir’; achantar, ‘callar’; escaquearse, ‘dar de lado a una
obligación’.
“¿Y
de dónde vienen estas palabras?”, me pregunta Zalabardo. Estoy por responderle
“¿Y yo qué sé?” Pero quiero ser correcto y le digo que el origen es muy diverso
y casi cada término requeriría una historia extensa. Para no alargarme, le
explico solo una: kíe,
‘jefe’, parece tener un curioso origen. Se dice que en torno a 1960 hubo un
recluso norteamericano en la Prisión Provincial de Madrid llamado Arthur Kie que participó como cabecilla
en un importante motín. A raíz de aquello, al preso que destacaba en cualquier
módulo y se hacía respetar por los demás se le comenzó a llamar kíe.
Por
eso, digo a Zalabardo, cuando alguien pregunta por el número de palabras
reconocibles en una lengua, contesto siempre que esa es cuestión imposible de
responder, que nadie tendrá en sus manos un diccionario que las recoja todas,
porque siempre, en cualquier lugar, a cada momento, estará apareciendo una de
la que no tengamos noticia.
(La foto apareció
en El País en noviembre o
diciembre de 1988)
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