Que
los años pasan factura, como no podía ser menos, es algo innegable, le digo a
Zalabardo. Por eso, en determinados casos, resulta imposible evitar sentirse un
poco gagá, como antes se decía; es decir, algo alelado, achacoso o, para que
nos entendamos mejor, afectado de cierto grado, más o menos acusado, de chochez.
Mi amigo hace un gesto como si dijera: ¿y ahora te das cuenta?
Digo
esto porque, tanto él como yo, encontramos en el entorno ejemplos de actitudes,
comportamientos y modas que no acabamos de entender. El otro día íbamos paseando,
aprovechando la bondad de estos inicios de la primavera, y sin saber cómo, empezamos
hablando de los escraches y
acabamos, mire usted por dónde, hablando de piropos. ¿Que qué tiene que ver una cosa con la otra? Nada,
por supuesto, pero las conversaciones, cuando fluyen distendidas y no sometidas
a ningún tipo de presión, son así, caminan por donde quieren y saltan por donde
les da la gana.
Empezamos
a hablar de esas modas que imponen el uso de determinadas palabras con tal
fuerza que todos perdemos el culo por darles entrada. Florecen como las margaritas
en primavera. La palabra de ahora es escrache.
Ha sido sacada de las covachuelas en que se escondía por la Plataforma de Afectados por las Hipotecas.
Es un término de argot, de origen lunfardo, cuyo uso se extendió hace unos
veinte años en el cono sur hispanoamericano. Escrachar significaba en su origen ‘zurrar, golpear, castigar’.
El DRAE lo recoge con el
sentido de ‘romper, destruir, aplastar’. Y el Diccionario de Americanismos, junto a los dichos, adjunta
los de ‘poner en evidencia, fastidiar molestar’, añadiendo que escrache es una ‘manifestación
popular de denuncia contra una persona pública a la que se acusa de haber
cometido delitos graves o actos de corrupción’. Con ese significado lo
emplearon en Argentina los integrantes de la Plataforma HIJOS, hacia 1995, para referirse a las
manifestaciones en las inmediaciones de la vivienda de un genocida con intención
de avisar a los vecinos de que vivían en la cercanía de un criminal.
Pero,
le digo a Zalabardo, escrache
no es ni más ni menos lo que entre nosotros conocemos como acoso. Y extraña que si somos tan beligerantes frente al acoso (en la escuela, en el
trabajo…), el escrache concite
tantas simpatías. Lo sé, se me dirá que hay acosos y acosos.
Aun así, extraña, porque, bien mirado, el escrache/acoso señala, en definitiva, un
fracaso de la democracia; es un poco como intentar aplicar la justicia cada uno
por su cuenta o imponer la voluntad de las masas por encima de las leyes. Y si
junto al escrachado implicamos
a sus familiares directos (cónyuges, hijos), que son inocentes, deberíamos
pensar un poco. No es ya que lo diga Cospedal.
Carlos Balmaceda, escritor argentino
finalista del Premio Planeta en
1999, (y en Argentina se popularizaron los escraches
que son hoy nuestros modelos) afirmaba en un artículo, El lado oscuro del escrache, que, históricamente, esta ha
sido una técnica utilizada por grupos autoritarios y fascistas. Y otro argentino,
Fabricio Moschettoni, en Escraches fascistas, sostiene
que escrache es sinónimo de
intolerancia y autoritarismo. Ayer mismo, en El País, podíamos leer una entrevista con Paula Maroni y Carlos Pisoni, que tuvieron participación importante en aquellos escraches de 1995 en Argentina. No
dejan de reconocer que ese sistema de acoso refleja una ruptura en el contrato
social y aceptan que, aun habiendo una razón que los pueda justificar, no se
puede estar a favor de muchos de los escraches
que se producen. La Alemania nazi practicó el escrache/acoso
contra judíos, gitanos, homosexuales o prostitutas. La España franquista practicó
el escrache/acoso contra los no afectos al
régimen (¿qué eran, si no, las rapas, las purgas con ricino…?). Escrache/acoso era lo que hacía ETA
al pintar dianas en las fachadas de las viviendas de quienes no seguían sus
criterios. Fuera del plano político, escrache/acoso es la actitud de los
furibundos (ultras) hinchas deportivos contra los jugadores de equipos contrarios
o contra los del equipo propio cuando las cosas no van bien. ¿Qué se persigue?
Por lo pronto, amedrentar. Por supuesto, no comparo estos ejemplos a los de la PAH. Lo que me preocupa es dónde
se sitúa el límite de lo permisible.
¿Quiero
decir con esto que quienes participan en los escraches/acosos
con fascistas? No, aclaro a mi amigo, quiero decir solo que pudiera ser un
camino peligroso. Tampoco quiero decir que no haya que protestar. ¿Hay en
nuestro país razones para la protesta? No creo que alguien lo dude. ¿Podemos
señalar, con nombres y apellidos, a políticos a quienes se les debe exigir
responsabilidad por sus actos? Sin duda, sí, aunque no solo del PP, puesto que el problema de los
desahucios viene de antes y tampoco el PSOE
hizo nada por remediarlo cuando tuvo el poder. Si no estoy equivocado, la ley
que ahora se aplica en estos casos es la 41/2007 de 7 de diciembre (BOE de 8 de diciembre de 2007),
es decir, aprobada cuando gobernaban los socialistas. ¿Es lícito que a estos
políticos, del partido que sean (en todas partes, por desgracia, cuecen habas),
se les ponga en evidencia públicamente y que se denuncien sus poco éticas
conductas? De nuevo, sí. Pero repito que no creo que el camino correcto sea el
que se ha tomado. Sería síntoma de que muy mal anda la democracia si se
convirtiera en necesidad eso de que si
no hay justicia, hay escrache, lema tan repetido. Porque nada ni nadie
nos garantiza que estos escraches/acosos, que se pretende sean pacíficos,
no acaben un día siendo violentos. Y, entonces, lo lamentaremos. La historia
nos ofrece pruebas de ello.
Y
como ya no queda espacio para hablar de los piropos nos ocuparemos del asunto
en el próximo apunte.
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