Por el arco de
Elvira
quiero verte
pasar,
para saber tu
nombre
y ponerme a
llorar
(F. García Lorca)
Decía
Luis Seco de Lucena en su guía de
Granada: No es jacarandosa, liviana y bullanguera; sino severa, mística y
recogida. No le va el ritmo alegre y movido de los verdiales o las sevillanas,
sino la cadencia desgarrada y lastimera de la seguiriya o de la soleá.
Captaréis el espíritu de Granada si contempláis una puesta de sol otoñal desde
un recoleto carmen albaycinero, en donde no se escucha otro ruido que el del
suave murmullo del surtidor y el piar de la avecilla que vuela a su nido,
cuando las altas cumbres de Sierra Nevada se tiñen de rojo y tenéis delante de
ellas, también enrojecida, la recortada silueta de los viejos torreones de la
Alhambra.
Alguna afirmación
de las anteriores puede ser puesta en duda. Por ejemplo, el
viajero desprevenido corre el riesgo de hallar en Granada el mismo bullicio y
la agitación de tantas otras ciudades, pues se diría que todas se han
empecinado en perder sus caracteres identitarios y ajustarse al cliché impuesto
por las agencias de viajes al tiempo que se han dejado vencer por la bárbara y
horripilante mano de los grafiteros. Aun así, Granada conserva mucho de paraíso
para los sentidos, en especial para la vista y el oído.
Es
Granada, le confieso a Zalabardo, una ciudad que me sedujo ya cuando llegué a
ella para estudiar en su Universidad hace ya muchos años, quizá demasiados para
decir cuántos. Eso explica que regrese a ella periódicamente y disfrute
paseando por sus calles. Porque Granada es una ciudad para andar, para perderse
por sus callejas y buscar rincones inverosímiles en los que quedarse extasiado.
La
excusa puede ser cualquiera. Esta semana pasada ha sido la de disfrutar de la
visita nocturna de los palacios nazaríes, cosa que, después de tantos años, no
había realizado. La imagen del Albaicín desde la torre de Comares es difícil de
olvidar, pero enfrentarse a ella durante la noche aumenta el placer de la
contemplación. Luego, una vez concluida la visita, el descenso a pie por la
cuesta de Gomérez, dejando que el ruido de tus pasos se acompase con el susurro
de la brisa entre la copa de los árboles del bosque de la Alhambra y el
murmullo del agua es un goce al alcance de cualquiera. Una vez en el centro de
la ciudad, por la hora, no encontrábamos una cafetería donde tomar algo
caliente antes de recogernos. Me acordé entonces de mis años universitarios. En
la plaza de Mariana Pineda, el Café Fútbol mantenía abiertas sus puertas
durante toda la noche. Era lugar habitual de noctámbulos y estudiantes. Allí
nos dirigimos y allí sigue. Pero, nos dijeron, las leyes sobre apertura y
cierre no les permiten estar abiertos las veinticuatro horas. Aun así, son,
todavía, los últimos en cerrar.
Bajando
por calles estrechas y solitarias, se llega hasta Plaza Nueva. Vale la pena
hacer una nueva parada en el arranque de la calle Elvira y sumergirse en el
ambiente castizo de las Bodegas Castañeda y sus suculentas tapas. La hora ya lo
va pidiendo.
Por
la tarde, se pueden visitar los barrios de la otra ladera del monte de la Alhambra,
Realejo y Campo del Príncipe. También allí disponemos de lugares de tapeo. Eso
sí, al final no debe olvidársenos bajar por la calle Pavaneras de nuevo hacia
Plaza Nueva y, metiéndonos otra vez por calle Elvira, recorrer la calle
Calderería Nueva y sumergirnos sin miedo en cualquiera de las muchas teterías
que se nos ofrecen. Lo mejor, le digo a Zalabardo, es dejarse aconsejar sobre
la insólita variedad de tés e infusiones y degustar la repostería moruna que
ponen a nuestra disposición.
Granada,
le digo finalmente a Zalabardo, tiene otras muchas cosas que visitar: museos,
iglesias, monumentos varios. Todo ello es válido. Pero yo, repito, prefiero pasear.
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