domingo, mayo 05, 2013

EL CEMENTERIO DE LAS PALABRAS

            Más de una vez, Zalabardo me ha sacado a colación que, en ocasiones, hablamos en esta Agenda de los neologismos, las palabras nuevas, y de las condiciones para su aceptación y adaptación; pero que, por el contrario, son pocas las opciones que doy para tratar de las palabras que se pierden, que, por una u otra razón, dejan utilizarse.
            Sucede que Zalabardo, entre sus manías, tiene la de repetir con frecuencia, y sin que venga a cuento, un poema que lleva por título, o al menos así comienza, ¡Qué bonito es un entierro! Solo que nunca ha sido capaz de recitarlo completo. Cuando yo me metía con él por esa insistencia, siempre se defendía diciendo: “Pues no sé qué tienes contra él si lo compuso el mismísimo Antonio Machado”. Le respondía que esa es una de tantas adscripciones simplistas y falsas como corren por el mundo y le propuse que indagásemos un poco.
            Por fin, (¡hay que ver lo que puede Internet)! encontramos una versión que parece la original y auténtica, que no es otra que esta:
Se diga lo que se diga,
qué bonito es un entierro,
con sus caballitos blancos
y sus caballitos negros,
con su cajita de pino
y su muertecito dentro,
con su cochero borracho
y “to” el acompañamiento.
Trincando el de la manguilla,
trincando el Ayuntamiento,
trincando el sepulturero
y esperando “pa” trincar
Hacienda a los herederos.
Se diga lo que se diga,
¡qué bonito es un entierro!
            Si estábamos en lo cierto, el resultado es que tal poema, según Jaime Capmany, fue compuesto por Mariano Povedano, escritor y periodista, no muy conocido, muerto en 1973, que perteneció a la redacción del diario Pueblo. Se dice que, entre sus amistades, tenía fama de poseer un ingenio fértil y de ser capaz de repentizar versos graciosísimos. Pero este hombre, aparte, destacaba por su peculiar físico: padecía una ligera cojera, bizqueaba y era bastante sordo. Aún así, quienes dicen haberlo conocido afirman de él que era lo que se puede llamar un tipo cachondo.
            Encontrado el texto, Zalabardo se quedó pensando y me preguntó que lo que no entendía es qué es eso de manguilla. Le respondí que, según imaginaba, porque no lo hallé por ningún lado, sería el empleado municipal que trabajaba en los cementerios con la misión de fijar los horarios de los sepelios, asignar nichos y cuidar los registros. El nombre manguilla debe de proceder, supongo, de los manguitos que utilizaba para no ensuciar las mangas de la camisa. Por extensión, cualquier escribiente podría ser un manguilla. O a lo mejor, le digo, todo es al revés de como lo cuento.
            “¿Quedan hoy manguillas?”, me preguntó entonces; le contesté que sí, aunque modernizados y con otros nombres, pues ya no se utilizan manguitos. Zalabardo se quedó unos instantes meditando y, de pronto, me preguntó adónde iban a parar las palabras que dejan de utilizarse. Por ejemplo, aquellas que designan oficios ya desaparecidos. Proponía incluso que debiera existir un cementerio de palabras donde se les guardara el respeto debido por el servicio prestado durante tantos años.

           Más tarde, consideré cuán atinadas eran sus reflexiones. Pensaba, por ejemplo, lo difícil que resulta ahora para muchas personas la lectura de obras antiguas, y no me refiero, por ejemplo al Poema de Mío Cid, que ya en su verso 13 nos suelta un engrameó, ‘sacudió, movió’ que nos echa hacia atrás, sino que pienso en autores más modernos que han manifestado una especial predilección por las palabras de origen castizo. Y le recordé, por ejemplo, que Azorín, en su libro Castilla, cita, en un solo capítulo, toda esta serie de palabras que designan oficios hoy desconocidos: tundidores, perchadores, cardadores, pelaires, correcheros, guarnicioneros, boteros, chicarreros
            Me propuso entonces un juego: intentar recordar actividades ya desaparecidas, junto con sus nombres; entre los dos, reunimos estas: chapucero, conocedor, toldero, hablistán, arrimador, pendolista, calderero, escobero, estañador, hojalatero, cedacero, panchera, falsero, dallero, ditero, lañador
            A algunos de ellos los veía yo, de pequeño, andar por mi pueblo lanzando sus pregones o haciendo sonar su chiflo, caso del afilador.       
            No son únicamente nombres de oficios; en el mismo texto de Azorín hallamos estos sustantivos cuyos significados nos costaría hoy precisar: gorguera, garvín, ceñidero, obraje, tenería, estameña, herreñal, cacera, azarbe, landrona… Zalabardo me recordó que hace ya mucho que las mujeres no usan miriñaques ni siguemepollos; tanto que la mayoría desconoce qué sean tales prendas. Lo mismo que no hay lechuguinos ni pisaverdes o, si los hay, se los llama de otra forma.
            A partir de todo ello, medité que no sería mala idea poner en práctica su sugerencia sobre un cementerio de palabras, un diccionario donde pudiésemos visitar las ya arrinconadas por el uso, siquiera para que no cayeran del todo en el olvido, para que no mueran de modo permanente.


2 comentarios:

Hierro y jamon dijo...

Genial idea, pero debería llamarse de otra manera, en lugar d cementerio podría ser, "Habitación de las palabras dormidas" o "Dormitorio de palabras" o cualquier otro que no las dé por muertas.

Anónimo dijo...

La idea me parece fantástica y la sugerencia del cambio de nombre, muy acertada.
Es una pena que estos comentarios hayan caído en el olvido, como se adivina por el tiempo transcurrido.
Cuando leo novelas o escritos del XIX se aprecia la cantidad de palabras que no podemos interpretar ni localizar en diccionarios. Amén de la riqueza perdida del lenguaje. Nos sería muy útil poder entrar en ese dormitorio de palabras dormidas.
Por cierto, también soy uno de los que repite frecuentemente, "qué bonito es un entierro...", mucho hay de contradictorio y atractivo en el comienzo de ese poema.