Más
de una vez, Zalabardo me ha sacado a colación que, en ocasiones, hablamos en
esta Agenda de los
neologismos, las palabras nuevas, y de las condiciones para su aceptación y
adaptación; pero que, por el contrario, son pocas las opciones que doy para
tratar de las palabras que se pierden, que, por una u otra razón, dejan
utilizarse.
Sucede
que Zalabardo, entre sus manías, tiene la de repetir con frecuencia, y sin que
venga a cuento, un poema que lleva por título, o al menos así comienza, ¡Qué bonito es un entierro! Solo
que nunca ha sido capaz de recitarlo completo. Cuando yo me metía con él por
esa insistencia, siempre se defendía diciendo: “Pues no sé qué tienes contra él
si lo compuso el mismísimo Antonio
Machado”. Le respondía que esa es una de tantas adscripciones simplistas y
falsas como corren por el mundo y le propuse que indagásemos un poco.
Por
fin, (¡hay que ver lo que puede Internet)! encontramos una versión que parece
la original y auténtica, que no es otra que esta:
Se
diga lo que se diga,
qué
bonito es un entierro,
con
sus caballitos blancos
y
sus caballitos negros,
con
su cajita de pino
y
su muertecito dentro,
con
su cochero borracho
y
“to” el acompañamiento.
Trincando
el de la manguilla,
trincando
el Ayuntamiento,
trincando
el sepulturero
y
esperando “pa” trincar
Hacienda
a los herederos.
Se
diga lo que se diga,
¡qué
bonito es un entierro!
Si
estábamos en lo cierto, el resultado es que tal poema, según Jaime Capmany, fue compuesto por Mariano Povedano, escritor y
periodista, no muy conocido, muerto en 1973, que perteneció a la redacción del
diario Pueblo. Se dice que, entre
sus amistades, tenía fama de poseer un ingenio fértil y de ser capaz de
repentizar versos graciosísimos. Pero este hombre, aparte, destacaba por su
peculiar físico: padecía una ligera cojera, bizqueaba y era bastante sordo. Aún
así, quienes dicen haberlo conocido afirman de él que era lo que se puede llamar
un tipo cachondo.
Encontrado
el texto, Zalabardo se quedó pensando y me preguntó que lo que no entendía es
qué es eso de manguilla. Le
respondí que, según imaginaba, porque no lo hallé por ningún lado, sería el empleado
municipal que trabajaba en los cementerios con la misión de fijar los horarios
de los sepelios, asignar nichos y cuidar los registros. El nombre manguilla debe de proceder, supongo,
de los manguitos que
utilizaba para no ensuciar las mangas de la camisa. Por extensión, cualquier
escribiente podría ser un manguilla.
O a lo mejor, le digo, todo es al revés de como lo cuento.
“¿Quedan
hoy manguillas?”, me preguntó
entonces; le contesté que sí, aunque modernizados y con otros nombres, pues ya
no se utilizan manguitos. Zalabardo
se quedó unos instantes meditando y, de pronto, me preguntó adónde iban a parar
las palabras que dejan de utilizarse. Por ejemplo, aquellas que designan
oficios ya desaparecidos. Proponía incluso que debiera existir un cementerio de
palabras donde se les guardara el respeto debido por el servicio prestado
durante tantos años.
Me
propuso entonces un juego: intentar recordar actividades ya desaparecidas,
junto con sus nombres; entre los dos, reunimos estas: chapucero, conocedor,
toldero, hablistán, arrimador,
pendolista, calderero, escobero, estañador,
hojalatero, cedacero, panchera, falsero,
dallero, ditero, lañador…
A
algunos de ellos los veía yo, de pequeño, andar por mi pueblo lanzando sus pregones
o haciendo sonar su chiflo,
caso del afilador.
No
son únicamente nombres de oficios; en el mismo texto de Azorín hallamos estos sustantivos cuyos significados nos costaría
hoy precisar: gorguera, garvín, ceñidero, obraje,
tenería, estameña, herreñal,
cacera, azarbe, landrona…
Zalabardo me recordó que hace ya mucho que las mujeres no usan miriñaques ni siguemepollos; tanto que la
mayoría desconoce qué sean tales prendas. Lo mismo que no hay lechuguinos ni pisaverdes o, si los hay, se los
llama de otra forma.
A
partir de todo ello, medité que no sería mala idea poner en práctica su sugerencia
sobre un cementerio de palabras, un diccionario donde pudiésemos visitar las ya
arrinconadas por el uso, siquiera para que no cayeran del todo en el olvido,
para que no mueran de modo permanente.
2 comentarios:
Genial idea, pero debería llamarse de otra manera, en lugar d cementerio podría ser, "Habitación de las palabras dormidas" o "Dormitorio de palabras" o cualquier otro que no las dé por muertas.
La idea me parece fantástica y la sugerencia del cambio de nombre, muy acertada.
Es una pena que estos comentarios hayan caído en el olvido, como se adivina por el tiempo transcurrido.
Cuando leo novelas o escritos del XIX se aprecia la cantidad de palabras que no podemos interpretar ni localizar en diccionarios. Amén de la riqueza perdida del lenguaje. Nos sería muy útil poder entrar en ese dormitorio de palabras dormidas.
Por cierto, también soy uno de los que repite frecuentemente, "qué bonito es un entierro...", mucho hay de contradictorio y atractivo en el comienzo de ese poema.
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