Eso es lo que me dijo un hombre ya bastante mayor cuando le
pregunté si subía todos los años a la Fiesta de Verdiales de la ermita de
las Tres
Cruces. Mientras ‘puédamos’ y ‘haiga’ quien me traiga,
fue su respuesta concreta y creo que no le faltaba razón, le comento a
Zalabardo. Mientras podamos, añado por mi cuenta, debemos seguir adelante y
no dejarnos doblegar por las
circunstancias. Zalabardo dice que me nota algo bajo de ánimos y le contesto
que cuesta olvidar algunos acontecimientos, aunque debamos seguir adelante; por
lo menos mientras puédamos.
Esa fue la razón, pienso, de que el
pasado domingo me fuese a Alhaurín el Grande a presenciar la Fiesta
de la Cachorreña. Cualquiera que me conozca sabe que a Zalabardo y a mí
nos gustan las fiestas de los pueblos y acudimos a cuantas podamos.
La primavera supone un despertar de la
vida en todos los sentidos y por doquier surgen motivos para festejar y para
espantar las sombras que anublan el ánimo. Algo que nos llamó la atención nada
más llegar a Alhaurín fue la abundancia de banderas verdes ondeando en los
lugares más altos de la población. Preguntamos y pronto nos dieron razón: El
verde, se nos dijo, es el color del campo en estas fechas y allí, en ese pueblo,
las colocan para anunciar la celebración de las cruces de mayo.
La Fiesta de la Cachorreña
se organiza en el barrio de San Isidro coincidiendo con la festividad del
santo. Como casi todas las fiestas de pueblo es simple y, a la vez, llena de
candor. Uno de sus puntos fuertes era la muestra de encaje de bolillos que se celebraba.
Creíamos que nos encontraríamos con
algo soso y carente de gracia, pero la sorpresa fue mayúscula al comprobar
cuánta gente, y no solo mayor, sigue practicando esta delicada labor. Allí
había grupos representativos no solo de diferentes pueblos de Málaga, sino que
vimos incluso un nutrido grupo venido de Huelva. Y mayor sorpresa fue la de contemplar
cómo también hay hombres que se dedican a esta tarea. Tuvimos ocasión de hablar
extensamente con Paco, un onubense
que es todo un maestro en el manejo de los bolillos y que, con gracejo
inigualable, nos explicó algunos de los secretos de este arte.
Este tipo de fiestas, le digo a
Zalabardo, dan oportunidad también de hallar palabras que uno desconoce o que,
en algunos casos, había dejado de oír hace ya mucho tiempo. Le recuerdo a
Zalabardo lo que hablábamos hace días sobre oficios y palabras perdidas. Allí,
en Alhaurín, nos reencontramos con algunas de ellas.
Pude saber que esa almohadilla
cilíndrica sobre la que se va entretejiendo el encaje a base de un continuo
claveteo de alfileres y vertiginosa danza de los bolillos se llama mundillo.
Los había de todo tipo y tamaños, aunque, aparte del tradicional, nos llamaron
la atención uno redondo y grande cuyo nombre es torta y otro de forma rectangular
del que, lamentablemente, nadie pudo darnos el nombre si es que alguno tiene.
Pero no solo había esa muestra de
bolillos; también vimos otras muestras de artesanía. En particular me interesó
un hombre que manipulaba esparto y que me recordó los años de niñez en mi
pueblo, ya que allí se trabajaba mucho el esparto. Con él se hacían serones
para las caballerías, cestas, esteras, persianas
y, sobre todo, capachos destinados a las prensas de las aceitunas en las fábricas
de aceite.
La labor básica del esparto es lo que
se llama la pleita. No
es esta, sin embargo, una palabra rara, salvo en la escasez de su uso actual.
Ya la recogía Covarrubias en su Tesoro
de la lengua castellana, definiéndola como ‘la faja que se hace de
esparto para las esteras’. El DRAE dice que es ‘faja
o tira de esparto trenzado en varios ramales, o de pita, palma, etc., que cosida con otras sirve para hacer
esteras, sombreros, petacas y otras cosas’. Aunque, al parecer, el término nos
llegó a través del árabe, su origen es griego. Pese a lo que en principio
pudiera creerse, la palabra nada tiene que ver con pleito, con pleitear
o con pleitesía, que tienen otro origen. Sí está relacionada, aunque
pueda extrañar un poco, con plegar, pliegue, plica,
pliego,
aplicar,
complicar,
etc. Pero eso sería un asunto más largo de tratar.
Si traigo aquí todo esto es porque,
así se lo dije a Zalabardo, lo que más provocó mi extrañeza fue que, cuando
pregunté a aquel hombre qué es lo que hacía, me contestó que iscales.
Al replicarle yo que en mi pueblo aquello se llamaba pleita me dijo con toda
naturalidad que la pleita es otra cosa. Y mirad por dónde, en aquel instante no se
me ocurrió pedirle cuál era la diferencia, según él, entre una y otra labor,
puesto que, a decir verdad, nunca he oído el término por él utilizado.
Luego, ya en casa, me vino a la
memoria que en mi pueblo, donde como en casi todos cada familia tiene un apodo,
vivía una a la que llamaban Jicales. No lo sé, pero tal vez fuese
interesante investigar si hay relación. La cosa, se lo decía el otro día a Jose Francisco, es no quedarse parado y
mantener la mente siempre ocupada en algo. Al menos, repito, mientras puédamos…
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