domingo, marzo 24, 2013

ARROJAR LA CARA IMPORTA

            Me consulta Zalabardo mi opinión sobre la dimisión del ministro de Hacienda francés tras haberse sabido que, hace años, tuvo una cuenta en Suiza y, ya de paso, me pide que opine a sobre aquellas otras dimisiones, en diferentes países, de cargos públicos sospechosos de haber falseado su currículo o de haber plagiado trabajos que ofrecieron como originales o, simplemente, de haber tenido un comportamiento indebido. “¿Crees —concluyó— que eso podría suceder alguna vez en nuestro país?”
            Le respondo que, ante lo que me dice, lo primero que se me viene a la cabeza es un romance de Quevedo en el que cuenta cómo una anciana halló en un basurero un espejo y que, al mirarse en él, no pudo evitar observar los estragos que la edad había causado en ella. Su reacción, para negar lo obvio, fue inmediata. Dijo al espejo: Bien supo lo que se hizo / quien te echó donde te ves. Y volvió a arrojarlo entre la basura. El poema concluye: Señoras, si aquesto propio / os llegase a suceder / arrojar la cara importa / que el espejo no hay por qué.
            Pregunta Zalabardo si lo que pretendo sugerir recordando este poema es que aquí en España importa más aguantar carros y carretas que colaborar en el florecimiento de la verdad. Le respondo que entre nosotros no tiene excesivo predicamento eso que se afirma de la mujer del César y que nos van más las palabras que un dramaturgo del Siglo de Oro, Guillén de Castro, pone en boca del Conde Lozano en el acto segundo de Las mocedades del Cid: Esa opinión es honrada. / Procure siempre acertalla / el honrado y principal; / pero si la acierta mal, / defendella y no enmendalla.
            Y en esta táctica del defendella y no enmendalla, continúo, somos maestros. ¡Mira que nos cuesta reconocer el error o la tropelía en la que hayamos incurrido! No hay más que oír cada día unas noticias que consideraríamos de gravedad insuperable si no fuese porque al día siguiente nos vemos sorprendidos por otras más graves aún.
            Vayamos a lo último, si no sucede que, cuando leáis esto, lo último es ya otra cosa. Un militante del PSOE, un tal Folgueral, obtiene la alcaldía de Ponferrada por medios torticeros. El partido (en nuestro país se vota la lista de un partido y no a las personas), que al parecer estaba en la Luna, le exige a destiempo que renuncie a la alcaldía así conseguida o abandone el partido. ¿Alguien dudó en algún momento que abandonaría la militancia, pero no el cargo? Un extesorero del PP, un tal Bárcenas, que parece haberse lucrado y haber ayudado a que se lucren otros gracias al cargo, ante la desvergüenza del grupo cuyas cuentas llevó y que no sabe hacia dónde mirar, no solo lo niega, sino que va y denuncia al partido por despido improcedente. Un tal Pujol, de CDC, mano derecha del president Mas e hijo a su vez de un expresident, anunció que dimitiría si se le lograba imputar algún cargo de corrupción y tráfico de influencias. El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña acaba de imputarlo. Pues bien, este supongo que honesto, aunque no sé si honrado, político sale ahora con que, para poder defenderse, ‘delega’ su cargo otra persona, pero que de abandonar, nanay. ¿A cuántos tales más podríamos citar?
            Y es que en España, como vulgarmente se dice, no dimite ni Dios. A veces he pensado que en nuestros diccionarios no existe el verbo dimitir, como tampoco debe de existir el verbo destituir, porque a alguien cuya honradez queda en entredicho y no dimite habría que destituirlo, darle la patada en el culo y santas pascuas. Pero, le digo a Zalabardo, aquí, entre nosotros, ni lo uno ni lo otro.
            Ahora bien, le aclaro a Zalabardo que, para definir a todos esos que se agarran contra viento y marea al cargo público cuando lo procedente sería aceptar el error (y no hablo ya de delito) y marcharse (después de subsanar el estropicio causado, claro está), el pueblo, que es sabio y goza de una rica lengua, ha creado suficientes expresiones: ser un cara dura, tener cara de cemento, tener más cara que espalda, tener más cara que un elefante con paperas, tener un morro que se lo pisa, tener mucho morro, ser un jeta… Y habrá otras que yo desconozca. Si queremos saltar el charco y mirar en Argentina, por ejemplo, allí usan también tener cara de corcho. Todas estas expresiones significan lo mismo: ‘no tener vergüenza’.
            Pero la dura realidad nos muestra que entre nosotros son muchos los que, como el Conde Lozano se empeñan en defendella y no enmendalla, como muchos son los que igual que la vieja del romance prefieren arrojar el espejo antes que contemplar en él un rostro que se les debería caer de vergüenza.

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