Nada más verme escribir el título,
Zalabardo esboza un gesto torcido, como si pensara: “Me temo que ya la vas a
organizar”. Me doy cuenta y lo tranquilizo: “No temas; por supuesto que hay
palabras andaluzas, como las hay riojanas, extremeñas o bercianas. Y como las
hay cordobesas, o antequeranas, o egabrenses (gentilicio que los vecinos de
Cabra deben al latín, por lo que se libraron de otro bastante zahiriente, según
le recordaron al que fue ministro franquista Solís Ruiz, nacido en ese pueblo cordobés, cuando se le ocurrió la
inoportuna frase de “más deporte y menos latín”).
Lo que pasa, le digo a Zalabardo, es
que muchos confunden el concepto andalucismo, es decir, palabra
andaluza, con el de palabra que en Andalucía, o en cualquier región o
lugar de una comunidad, se emplea con un valor peculiar y distinto al común, lo
que, por otra parte, no es nada raro. Y, aparte están, y no deben despreciarse,
los localismos, palabras de uso restringido a una población concreta.
Siempre he sostenido que es muy
difícil mantener que tal o cual palabra sea específica de un lugar y no se dé
en otro, por lo que hay que ser cuidadoso con lo que se afirma. En un Diccionario
cabreño, por ejemplo, se confunde acoquinar, ‘amedrentar’, palabra muy
clásica y de origen francés, con apoquinar, ‘pagar’. También se dan
como términos locales afrecho, ‘salvado, cáscara del grano
de los cereales’ y arrecir, ‘tiritar de frío’. Ninguna de las cuatro es exclusiva
de Cabra ni puede ser considerada andalucismo, aunque haya otros diccionarios,
por ejemplo, el Vocabulario malagueño, de Juan
Cepas, que incluya las dos primeras. En El habla de Cádiz, de Pedro M. Payán, se da como local el
verbo apontocar, ‘sostener una cosa, apoyarla con otra’, palabra de empleo
general en toda España. En Málaga, a las bragas se las llama cucos,
el mismo nombre que se usa en Colombia. ¿De dónde a dónde ha emigrado la
palabra? No lo sé. Son breves muestras para ilustrar mi tesis, que no todo el
monte es orégano, o sea, que no todas las palabras usadas en Andalucía son
andalucismos ni, tal vez, siquiera localismos.
No se puede olvidar, digo a
Zalabardo, que el andaluz, dialecto del castellano (pese a lo que digan muchos
ignorantes), quizá se caracterice más por su fonética y su sintaxis que por su
léxico. Aparte de que, con los medios de hoy (y esto sucede en todas partes)
caminamos hacia un léxico más neutro, más general. ¿Más pobre? Eso ya no me
atrevo a afirmarlo. El léxico andaluz, no obstante, ha conservado muchos
arcaísmos (atacarse, ‘abrocharse’, que perdura en el léxico taurino; cabero,
‘último’, recogido ya por Nebrija,
de quien lo toma Covarrubias; casapuerta,
‘zaguán’, sobre la que en El celoso extremeño, de Cervantes, leemos: En el portal de la calle, que en
Sevilla llaman casapuerta…
También en Cádiz usan la palabra. Como conserva arabismos: El Diccionario
de Autoridades recoge alcaucil, alcarcil o alcacil
y dice: ‘llaman con estos nombres en Andalucía a la alcachofa’. Añado que también
la llaman arcaucil y arcucil. Hay creaciones muy
expresivas, como ser un fuguillas, ‘persona vivaracha e inquieta’
o quedarse para el poyetón, ‘quedarse soltero’. Hay gran riqueza de localismos: el
catalanismo sardinel nos lo encontramos como graílla, serviguera,
trancón,
rebate,
tengañé,
escalón…
o el popular botijo aparece como pipo, cachucho, nomames
y no sé cuántas formas más (leo que don Manuel
Alvar recopiló veintiocho en su ALEA). Salmorejo es una palabra
castellana, aunque el salmorejo cordobés sea peculiar. Sin
embargo, tienen más raíz andaluza otros términos, como ardoria, porra,
zoque,
coña
o carnerete,
que son variedades de salmorejo de distintas localidades.
Hay, por no seguir, casos curiosos,
como esa madrevieja, ‘alcantarilla’, de Málaga. También malagueña es la
expresión estar al aliquindoi, ‘estar atento’, deformación de los trabajadores del
puerto de la expresión inglesa a look and do it. Y es de Huelva manguara,
‘aguardiente’, de man water, que los mineros de Riotinto tomaron de los ingleses.
No tener en cuenta lo anterior y
llamar a cualquier cosa andalucismo es un error en que se incurre una y otra
vez. Si fueran simples aficionados a los estudios del léxico quienes cometen el
desmán, la cuestión no sería grave. Lo malo está en que no faltan quienes amparados
en su condición de especialistas tropiezan en la misma piedra.
En el diario SUR, de Málaga, han
venido apareciendo unos artículos sobre palabras andaluzas firmados al alimón
por nada menos que cuatro personas, con Antonio
Garrido a la cabeza. ¿Tienen algo de malo estos artículos? Loable es su
intención divulgadora; pero también ellos cometen el yerro de dar como
andaluzas palabras que carecen de la pertinente denominación de origen, ya que bastantes
son solo usos peculiares de palabras de empleo general. Y, a veces, ni eso.
Comento, por no alargarme, solo tres
palabras aparecidas en el artículo del día 12 de agosto. Allí se dan como
andalucismos, entre otros, abanaor, acharar y chamberga.
Vamos con ellos. Abanaor habría que ponerlo en cuarentena, pues, aunque se utiliza
en zonas de Huelva fronterizas con Portugal, no es más que un portuguesismo, ya
que en la lengua lusitana abano es abanico y el abanaor
del que se habla no es sino el soplillo con que se aviva la lumbre.
Decir que acharar es una palabra
andaluza da casi risa. No es que acharar provenga del caló; es
vocablo caló por los cuatro costados y significa ‘atormentar’ o, con menos
dureza, ‘avergonzar’; la forma achararse significa ‘sobresaltarse’;
en plural, achares, es ‘celos’ (de ahí surge dar achares). De todo
ello sale acharao, ‘celoso’ o ‘avergonzado’.
Y lo mismo digo de chamberga.
Bueno, en realidad, el artículo habla de achambergado, que, propiamente,
significa ‘según la moda del chambergo’. Lo que recoge Alcalá Venceslada es chamberga,
palabra de idéntico origen (cualquier enciclopedia nos explica el origen de chambergo
y sus derivados) que en nuestra región significa ‘cinta de seda, de escasa
anchura’; como en otras zonas es una ‘danza’; pero es que en Álava, es una
‘ferrería dedicada a la fabricación de sartenes y objetos similares’; en Cuba y
Honduras es el ‘nombre de una planta y su flor’; en Colombia es una ‘cuerna’; y
en Honduras, El Salvador y Nicaragua es un ‘pan dulce hecho de harina de maíz,
huevos y azúcar, que se sirve con miel’. Todo nace de la misma fuente.
Zalabardo, algo mosca, insiste:
“Pero vamos a ver, ¿hay andalucismos o no?” Y yo le respondo: Pues claro que
sí. Creo que te lo he dejado claro. Lo que quiero decir es que contribuiríamos
más al estudio del léxico andaluz investigando, en lugar de recrearnos con
aquellas palabras cuyo sentido, origen e historia son más que conocidos, cuál
es la razón de que en algunos lugares de Cádiz a un orinal lo llamen sinampérico;
o de que a un niño travieso e inquieto se le diga en mi pueblo vilorio;
o por qué en Vélez-Málaga a algo a lo que se teme mucho se le llama esparnúa;
o de dónde viene la palabra ochío (que el DRAE recoge como hochío),
dulce que se elabora en zonas más o menos limítrofes de Córdoba, Sevilla y
Málaga; o que en Almería y Málaga se le llame chambao a un sombrajo
hecho de ramas, para dar sombra al ganado; o que en Jaén y Málaga llamen foel
a cualquier cosa de poco valor, en especial a la ropa; o que…
Le pregunto a Zalabardo si debo
seguir. Y me dice que es mejor que lo deje.
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